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domingo, 24 de abril de 2016

Alimentación y bienvivir: Nuestra comida no es sostenible

Como viene siendo habitual, Alejandro Moruno del blog Con la comida no se juega, nos envía este artículo ¡Que lo disfruten!

Es cierto que la llamada “revolución verde” del siglo pasado ha permitido una super-abundancia de alimentos nunca conocida antes por el ser humano. Pero también es cierto que este modelo alimentario ha provocado, a la larga, enormes desigualdades alimentarias globales y graves problemas de salud.

La industrialización de nuestra producción alimentaria, junto con la promoción de un modelo dietético determinado, han supuesto además un deterioro considerable de los ecosistemas y una contribución a los gases de efecto invernadero (GEI) de entre el 44-57% de las totales producidas por el hombre. Es decir, alrededor de la mitad de estos gases están relacionado con nuestra comida. Esta contribución a las emisiones de GEI, a pesar de ser difícil de cuantificar con total exactitud, se distribuye de la siguiente forma; 

Se asigna a la agricultura y al ganado un 11-15% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, principalmente óxido nitroso (N2O) sobretodo por el uso fertilizantes de síntesis y también por los abonos orgánicos, el estiércol y purines
(mezcla de las defecaciones, aguas de lavado y restos de piensos en ganadería industrial intensiva)

También metano (CH4), principalmente proveniente de la digestión de los rumiantes, y una pequeña parte proveniente de los abonos orgánicos, estiércol, purines y arrozales encharcados.
La agro-industria es la principal fuente antropogénica de estos dos gases.


Los cambios de uso del suelo (15-18%,) para aumentar la superficie agraria, el
envasado y procesamiento (8-10%), transporte (5-6%) y refrigeración (2-4%), generarían principalmente CO2, aunque también N2O y CH4 por la quema de biomasa (bosques, matorrales, caña de azúcar etc.). Y, por último, el desperdicio alimentario (3-4%).


Si separamos agricultura y ganadería, repartiendo entre ambos el cambio de usos de tierra, una parte del transporte y del uso de energía, tendríamos un 18% atribuible a la ganadería y un 15% atribuible a la agricultura, más o menos. Esto es, teniendo en cuenta que el 33% del suelo cultivado se destina a la producción de piensos para animales y que el ganado también es responsable de más de la mitad del cambio de uso de tierras aproximadamente.

En definitiva, se trata, por tanto, de una contribución determinante al cambio climático, así como a la depredación irracional de recursos, por lo que la comida se revela como un elemento clave a la hora de mitigar el cambio climático y la destrucción de ecosistemas.

El envasado y procesamiento bajo el modelo agro-industrial llega a límites absurdos, con su consecuente gasto energético y de recursos.


Por otro lado, la destrucción de ecosistemas, la pérdida de especies, el cambio climático y la rotura de los ciclos naturales terrestres (ciclo de nitrógeno, de carbono, corrientes oceánicas, etc) no tendrán, como consecuencia más inmediata, la desaparición de ciudades costeras o los fenómenos atmosféricos apocalípticos, sino la falta de alimentos. Estamos ante un escenario en el cual el calentamiento global, la crisis hídrica, la pérdida de fertilidad de los suelos, lo fenómenos atmosféricos extremos, etc. provoca que las plantas sufran un mayor estrés condicionando ya los rendimientos de los cultivos. Lluvias irregulares, el fenómeno del Niño o las sequías, encarecen el precio de los alimentos, como ha ocurrido recientemente con el aceite de palma y el azúcar.

Esto está generando la existencia de
refugiados climáticos, los cuales huyen de sus países de origen al quedarse sin agua o alimentos debido al clima o a los desastres ambientales.

Esta pérdida de soberanía alimentaria se da también por motivos
financieros y comerciales, como la especulación en bolsa con las cosechas o los tratados de libre comercio. Se ha sumado en los últimos años, los cultivos para bio-combustibles, como amenaza para la seguridad alimentaria, al desplazar de la superficie cultivable a los alimentos y hacer que su valor económico esté ligado al precio del petróleo, con consecuencias desastrosas cuando el precio de productos de primera necesidad suben drásticamente.
Sufrimos a la vez una enorme pérdida de biodiversidad en nuestra huerta, y por tanto, en nuestro plato, principalmente debido al interés de la industria alimentaria en promover un determinado modelo agro-industrial y dietético, distinto al que se había llevado tradicionalmente desde hace generaciones y mucho más lucrativo para ellos, siguiendo la máxima de hacer negocio con lo que sea y como sea. En este caso, además, con ayudas públicas para fomentar el agro-negocio. Me refiero al interés en comercializar productos ultra-procesados baratos, cargados de harinas refinadas (mejor conservación al quitarle el germen a los cereales integrales), extremadamente palatables (sabrosos); llenos de azúcares añadidos o grasas industriales como las trans o mucha sal. En algunos de estos productos comestibles incluso se añaden las tres cosas a la vez siendo grasientos, azucarados y salados
 

El actual modelo agro-industrial contribuye también a esta pérdida de diversidad al estar muy ligado al monocultivo intensivo, sin rotar especies, empobreciendo los suelos y provocando además una agudización de las plagas.
 
En EEUU, más de la mitad del suelo cultivado se dedica a maíz (y menos de un 2% se dedica a frutas y verduras), y lo mismo pasa en Argentina con la soja, ambos cultivos son transgénicos, con lo que se suman los problemas ambientales y sanitarios derivados de este tipo de cultivos, que pretenden poner parches y parches, en vez de ir a la raíz del problema y cambiar de modelo. Ni siquiera han tenido un mayor rendimiento como prometían y han producido resistencias en las plagas y malas hierbas, teniendo que usar cada vez más cantidad de pesticidas y herbicidas, incluso combinándolos con otros herbicidas cada vez más tóxicos. Es conveniente promocionar el control biológico de plagas para poder reducir el uso de estas sustancias. Más información en este magnífico especial de Carne Cruda sobre el tema.


Los pesticidas pasan a nuestros alimentos, como en el caso de las fresas, últimamente muy criticadas por su elevado contenido de estas sustancias.

También interesa mucho el comercio de derivados cárnicos debido a lo lucrativo que se ha vuelto para unos pocos la cría industrial de animales.
Todo ello, adiestrando nuestros paladares desde niños para que no demandemos otra cosa y con la connivencia de las instituciones que se suponen deberían velar por nuestro salud y medio ambiente.


Estos productos chatarra han venido desplazando en los últimos años a los productos frescos, locales, de temporada, sin embalajes ni una lista interminable de ingredientes. El guiso de verduras o las legumbres, han dado paso a los nuggets, los donuts o la pasta oriental pre-cocinada.

Se está perdiendo la enorme diversidad de frutas y hortalizas, debido a estos intereses comerciales, que podrían enriquecer nuestra cocina, y a la vez mejorar nuestra salud y el medio ambiente.
Por no hablar de la baja calidad de las pocas variedades de vegetales que solemos encontramos en un supermercado habitual (en comparación con las que podría haber). Ocurre que todo este procesamiento, mecanización y transporte; muchos productos son kilométricos, venidos de la otra parte del mundo, suponen un enorme gasto energético (quema de hidrocarburos principalmente) y una gran contribución a la insostenibilidad del actual modelo alimentario agudizando el cambio climático.

Se calcula que los alimentos
viajan unos 5,000 kilómetros de media desde donde se producen hasta que llegan a nuestro plato. No se tienen consideraciones medioambientales cuando se trata de aumentar la rentabilidad de la industria explotando tierras y recursos lejanos, así como a sus poblaciones, por mucho menos de lo que les costaría aquí o inundando mercados lejanos con productos subvencionados más baratos. La deforestación, el desplazamiento de poblaciones enteras, contaminar recursos esenciales, o el asesinato de activistas sociales, suelen ser otras prácticas habituales en este negocio.



Para mitigar las emisiones de GEI por parte de la agricultura se propone promocionar ciertos cultivos, como las legumbres, al ser muy aptas para la rotación de cultivos; el ciclo de las legumbres es bastante rápido, lo que permite compaginarlo con otras plantaciones, como cereales y semillas oleaginosas. También requieren menos fertilizantes que otras plantaciones y son los únicos cultivos capaces de fijar nitrógeno atmosférico al suelo, teniendo un impacto positivo en la recuperación de los mismos. El mijo también se ha propuesto como un cultivo interesante al ser resistente a condiciones áridas, algo cada vez más común según avanza la desertización en amplias zonas del planeta.
No obstante, lo principal es recuperar la fertilidad de los suelos, muchos de ellos agotados después de décadas adicionándoles cantidades ingentes de fertilizantes nitrogenados de síntesis (nitratos). Esto interrumpe el proceso natural de nitrificación que realizan las bacterias del suelo desde hace siglos, rompiendo el equilibrio en el ciclo de nitrógeno, lo que también afecta directamente al equilibrio del ciclo de carbono, teniendo consecuencias catastróficas sobre el clima.

Los suelos cada vez asimilan menos estos fertilizantes y hay que aumentar cada vez más la cantidad a aplicar para tener la misma efectividad. Es el negocio redondo; como el suelo ya no es fértil, se depende de la compra de este insumo en cantidades crecientes para poder cultivar. La inmensa mayoría del fertilizante no se asimila por parte del suelo provocando graves problemas de contaminación y emisiones.


Este abuso de fertilizantes de síntesis es causante de la eutrofización (acumulación de residuos orgánicos en el agua) de acuíferos, aguas dulces y zonas costeras junto con la acidificación de los ecosistemas, amenazando gravemente la habitabilidad de algunas zonas del planeta, las llamadas zonas muertas oceánicas ubicadas en los litorales marinos. En estas zonas muertas se produce un sobre-crecimento de un tipo determinado de algas, debido a la acumulación de estos residuos orgánicos de los que se alimentan. Este sobre-crecimiento de algas genera a su vez un crecimiento de bacterias que descomponen estas algas, a la vez que consumen el oxígeno disponible. Por tanto, al no haber oxígeno no hay vida marina, es decir, no hay pesca y perdemos recursos alimentarios debido al actual modelo agro-industrial. 

Es interesante la comparación entre los litorales de Miami y los de Cuba debido a la influencia de la eutrofización ya que Cuba no tuvo apenas acceso a fertilizantes de síntesis después de la caída de la URSS. Mientras que en gran parte del litoral de Florida ha quedado arruinado y algunos de sus arrecifes sin vida, en el lado cubano podemos encontrar mucha más vida marina en su litoral y las especies ya extintas en el lado estadounidense. El aumento de las temperaturas en los mares también está comprometiendo la vida marina.




Además, a largo plazo, no es viable un modelo totalmente dependiente de los hidrocarburos, tanto para el transporte de insumos, como para la síntesis de fertilizantes, teniendo en cuenta que la extracción de petróleo barato (de fácil acceso) se está acabando y es un recurso finito.



También tenemos un problema con el fósforo, otro elemento fundamental para la agricultura, cuya movilización desde el fondo marino hacia las áreas terrestres se está viendo interrumpido por el dramático índice en la pérdida de especies. Hoy por hoy, los suministros de fosfato mineral de fácil accesibilidad se están agotando y no se está reponiendo de forma natural en los suelos, lo que implica menor fertilidad y, por tanto, menor secuestro de carbono atmosférico en los campos.




Ante esta situación es urgente tomar medidas para recuperar la fertilidad de los suelos y evitar el uso de fertilizantes de síntesis, tanto por su impacto en el ciclo natural del nitrógeno, como por su impacto contaminante en los ecosistemas y sus enormes emisiones de N2O. Tal y como propone la FAO, unos suelos saludables son la clave de una producción alimentaria saludable y clave para la seguridad alimentaria en los próximos años frente a la reducción de recursos hídricos y el cambio climático.  Al recuperarse los suelos, éstos consiguen una mayor resistencia ante el estrés hídrico y climático (al retener más agua), también frente a las plagas y malas hierbas, mejorando los rendimientos de los cultivos con el tiempo, así como un mayor contenido de nutrientes para nuestros cultivos. También ir potenciando el control biológico de plagas para minimizar el uso de pesticidas.
 
Este conjunto de medidas permite mayor seguridad medioambiental y una menor dependencia económica al no tener que depender de la compra de insumos agro-tóxicos, dando mayor rentabilidad global que el uso de fertilizantes químicos.


Entre las técnicas propuestas para lograr estos objetivos destaca la agro-ecología, una disciplina científica, en pleno desarrollo actualmente, que combina tradición e innovación para la creación de sistemas agro-alimentarios sostenibles aplicando los principios de la ecología con una visión integral de los ecosistemas.

La agro-ecología se revela más útil en zonas más deprimidas donde los condicionantes climáticos y económicos se hacen más patentes. No obstante, el lobby de la industria fabricante y distribuidora de fertilizantes de síntesis, tremendamente poderoso después de décadas de dependencia mundial, no se da por vencido y recientemente han presentado en la convención sobre cambio climático de París (COP21) su propuesta de “agricultura climáticamente inteligente” (la única sobre modelo agro-alimentario de toda la convención), un concepto ambiguo, que no hace referencia a nada concreto y que pretende servir como caballo de Troya para que esta compañías continúen con su negocio, sobretodo en los países menos industrializados.

Tristemente, el Banco mundial ha anunciado recientemente que invertirá
un 28% de su presupuesto en proyectos para mitigar el cambio climático, entre ellas, esta farsa de la agricultura climáticamente inteligente.


El mes pasado salió a la luz un estudio donde investigadores de la Universidad Estatal de Washington han concluido que es posible alimentar a la creciente población mundial teniendo en cuenta objetivos de sostenibilidad (no nos queda otra opción, por otro lado). Han revisado 40 años de estudios científicos comparando agricultura convencional y ecológica, concluyendo que la agro-ecología puede tener rendimientos satisfactorios, ser rentable y seguro para los trabajadores del campo y también para el medio-ambiente.

Se suele criticar a la agro-ecología por ser menos eficiente y necesitar mayor superficie de tierra para obtener la misma cantidad de alimentos, pero en esta investigación se describen casos en los que los rendimientos son incluso mayores que en el caso de una producción convencional, sobretodo, en casos de sequía.  Por otro lado, una finca convencional que usa el monocultivo intensivo con una alta mecanización y un elevado uso de insumos químicos, suma a sus enormes costes medioambientales el elevado uso de energía, en comparación a la producción de alimentos agro-ecológica.


Olivier de Schutter, relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación entre los años 2008 y 2014, afirmaba en su informe “La agro-ecología y el derecho a la alimentación, que “los agricultores pequeños podrían duplicar la producción de alimentos en una década si utilizaran métodos productivos ecológicos”. Y añadía; “se hace imperioso aplicar la agro-ecología, para poner fin a las crisis alimentarias y ayudar a afrontar los retos vinculados a la pobreza y al cambio climático”. Según de Schutter: “La evidencia científica demuestra que la agro-ecología supera al uso de los fertilizantes químicos en el fomento de la producción de alimentos, sobre todo en los entornos desfavorables donde viven los más pobres”. Este mismo informe detalla que “En diversas regiones se han desarrollado y probado con excelentes resultados técnicas muy variadas basadas en la perspectiva agro-ecológica. (…) Tales técnicas, que conservan recursos y utilizan pocos insumos externos, tienen un potencial demostrado para mejorar significativamente los rendimientos”.
En cuanto al consumo de agua, tal y como podemos apreciar en la imagen, los alimentos de origen animal tienen un consumo mucho más elevado que los de origen vegetal.



Al elevado consumo de agua se le suma las emisiones de GEI debidas a la ganadería industrial intensiva; 

Un 35-40% de todo el metano de origen antropogénico, el 65% de las emisiones totales de N2O (agricultura para piensos, abonos orgánicos, desechos), el 9% del CO2 total por cambio de usos de tierra, al que hay que sumar el emitido por el transporte asociado y el uso de energía en las granjas mecanizadas, y el 64 % del amoniaco, que contribuye de forma significativa a la lluvia ácida.

La deforestación, las poblaciones desplazadas, el aniquilamiento de la fauna autóctona, el elevado consumo de agua, contaminación de ecosistemas por desechos (purines de los cerdos) etc, son las desagradables y habituales consecuencias del modelo ganadero intensivo actual, entre otras consideraciones, como
el abuso de antibióticos o la excesiva concentración del negocio en pocas empresas. En cuanto a la gestión de purines de los cerdos, es digno de mención el caso de sobre-producción que sufrimos en España debido a que hemos aceptado parte de la producción del centro de Europa, donde la legislación medioambiental es menos laxa que aquí y la presión ciudadana ha sido mayor. El resultado es que nos encontramos ante un verdadero problema al no poder gestionarse la enorme cantidad de purines en poco espacio generados por millones de cerdos de las granjas-fábricas de producción intensiva. Esto provoca más emisiones a la atmósfera, y también contamina los acuíferos y suelos.


No obstante, el impacto del ganado depende mucho del tipo de producción; no es lo mismo la ganadería intensiva industrial que la extensiva o el silvipastoreo. La capacidad de retención de CO2 atmosférico por parte de los campos de pastoreo (sumideros de CO2) al generar mayor conservación de los bosques, es una de las ventajas. Una ganadería extensiva orgánica, alimentada con más hierba y menos piensos procedentes de la agro-industria permite minimizar el aporte insumos derivados de combustibles fósiles en toda la cadena de producción (desde los cultivos para piensos hasta la distribución final de la carne), contribuyendo además a fertilizar la tierra, a retener más agua, a movilizar semillas y nutrientes, y a menos deforestación.



Este tipo de ganadería es también beneficiosa para la bio-diversidad, el desarrollo de la cadena trófica de algunos ecosistemas y la prevención en la degradación de tierras e incendios. Para más información sobre las diferentes emisiones de metano dependiendo de la alimentación del ganado, diferencias nutricionales en la carne y leche o ventajas ambientales que ofrece esta ganadería, podéis consultar este post de hace unos meses o este revelador estudio sobre la importancia de la trashumancia para conservar la diversidad biológica en Europa y mitigar el cambio climático. No obstante, siguen saliendo estudios que ratifican las diferencias nutricionales entre ambas formas de producir carne o lácteos.


Es resumen, la ganadería extensiva orgánica, no sólo ayuda a preservar el ecosistema, sino que es una de la soluciones para emitir menos GEI, captar CO2 y sin dañar los ecosistemas en comparación con la producción intensiva industrial que se revela como insostenible a largo plazo.También, la ganadería extensiva, en comparación con la producción industrial, contribuye a afianzar a la gente al medio rural, generando empleos directos e indirectos y mayor tejido social, algo extensible también a la agricultura. Esto es muy necesario si tenemos en cuenta el envejecimiento poblacional de nuestro medio rural y la falta de relevo generacional, lo que deja el campo en manos de unas pocas grandes empresas con las consecuencias medioambientales y de calidad alimentaria descritas.  Todo esto ha sido fomentado desde la UE y su nefasta Política Agraria Común (PAC) que apuesta por desregular mercados y favorecer a grandes distribuidoras y a grandes terratenientes, frente al pequeño productor artesanal local.
 
Para ello, es clave el apoyo institucional y de la sociedad civil hacia el medio rural, al pequeño productor local y artesano, para conseguir que se diferencien sus productos y se favorezca su comercio, siendo viable económicamente.


El argumento de la industria para desacreditar a la ganadería extensiva es la falta de capacidad de ésta para cumplir con la demanda si se generalizase y compitiese con la intensiva. En este sentido, habría que decir que la producción de alimentos actualmente alcanzaría de sobra para alimentar a mucha más gente de la que hay en el planeta, por lo que el problema no es el tipo de producción alimentaria, sino el acceso a los alimentos (dimensión político-financiera de las desigualdades alimentarias).

No obstante, es cierto que el consumo de carne y sus derivados está muy por encima de lo que podría ser sostenible (e incluso saludable,
según la OMS) con cualquier tipo de ganadería y se hace imprescindible incentivar la pedagogía en este sentido para alcanzar un consumo más responsable donde ganemos todos en calidad, salud y sostenibilidad.

Recordemos que en una encuesta del Eurobarómetro,
el 80% de los europeos afirmaban preferir comer menos carne pero de mejor calidad; este es el camino más realista. En este sentido, es interesante la postura del ex relator de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación y actual experto del IPES-food (Panel de expertos internacionales en alimentación sostenible) Olivier de Schutter; Reducir la demanda de carne barata de producción industrial es la única forma de acabar con la ganadería intensiva.”


Con comer carne dos veces a la semana sería más que suficiente para cubrir necesidades nutricionales. Hablamos de unos 500 gramos a la semana de carne fresca no procesada, de los que la carne roja de vacuno no debería superar los 300 gramos, al ser considerada como “de alto impacto” por generar más emisiones y consumo de recursos que el ganado porcino, ovino, caprino o la cría de aves. Tengamos en cuenta que es una recomendación de consumo máximo, es decir, el consumo de carne se podría reducir incluso más, teniendo en cuenta que también se consume pescado, lácteos o huevos.


Estas recomendaciones nutricionales, atendiendo a criterios medioambientales, están siendo recogidas en las nuevas guías oficiales sobre consejo dietético de varios países, como EEUU, Alemania, Reino Unido, Suecia, Brasil, Australia o, recientemente, Holanda. En Alemania, han llegado a proponer que se venda carne solamente una vez a la semana en restaurantes y bares, por lo que la industria cárnica ha puesto el grito en el cielo. No obstante, sería un buen comienzo, aunque quizás, tres o cuatro días a la semana tendrían mejor acogida.


Cada vez hay más consenso, no solo en movimientos sociales, sino en las propias instituciones internacionales como la FAO o la UE, sobre la necesidad de transformar el actual modelo industrial y kilométrico hacia uno basado en sistemas alimentarios locales, que apuesten por una agricultura y ganadería ecológica a pequeña escala. Pero no sólo necesitamos una transición energética o de modelo agro-alimentario, también necesitamos, de forma conjunta, una transición dietética, una serie de cambios culturales en nuestra actual forma de alimentarnos que permita acometer cambios hacia sistemas más sostenibles. Para ello, es necesario incidir en la educación nutricional y medioambiental desde edades tempranas mediante planes ambiciosos que permitan el cambio de paradigma cultural que tan urgentemente necesitamos.


Dentro de las pautas habituales para tener una dieta más sostenible se suele hablar de reducir el consumo de carne en favor de alimentos vegetales frescos, de temporada y producción local. Como sustituto de la proteína animal se suelen recomendar frutos secos o legumbres, combinadas o no con cereales para obtener una buena cantidad de todos los aminoácidos esenciales (los que no fabricamos nosotros). Consumir grasas saludables, dando preferencia a las locales, como el aceite de oliva o girasol en detrimento de, por ejemplo, el aceite de palma, menos saludable y con mayor impacto medioambiental y social actualmente. Se recomienda buscar alimentos producidos de forma más sostenible, y en caso de estar certificados con algún sello, que sean de producción local. Tener una dieta con mayor variedad de productos frescos repercute favorablemente en la biodiversidad de nuestra huerta y, por tanto, en su resiliencia.  Escoger menos productos procesados, debido al mayor impacto medioambiental y mayor consumo de recursos, como he comentado anteriormente (embalajes, mecanización, transporte de materias primas y después distribución del procesado, etc).


Además los alimentos producidos de una forma más sostenible tienen más nutrientes, como he comentado previamente en el caso de la carne o los lácteos, si atendemos a los vegetales producidos de forma más sostenible también encontramos menores niveles de cadmio, menos residuos de pesticidas y mayores niveles de antioxidantes, ya que al no usarse tanto pesticida el vegetal produce más de sus defensas naturales ante los ataques externos.

En cuanto a la sostenibilidad comparando las dietas basadas en consumo de vegetales con otras dietas, hay unas consideraciones a tener muy en cuenta: el consumo de carne requiere más recursos que los necesarios en una dieta ovolacto-vegetariana como demuestra este estudio, aunque advierte de que ambas son insostenibles y ambas usan gran cantidad de combustibles fósiles. Y mucho ojo con que se sustituyen las proteínas de origen animal, ya que puede implicar hábitos dietéticos menos sostenibles que el consumo moderado de carne procedente de algunos tipos de ganadería (extensiva con forraje) o pescado (criados en acuaponia de ciclo cerrado alimentado mediante, piensos más sostenibles, la vermicultura o la lenteja de mar, por ejemplo).

El pescado de origen salvaje es cada vez más escaso y contaminado pero la producción de pescado en acuicultura convencional no parece ser muy sostenible, debido a la cría de variedades más carnívoras cuya alimentación consume grandes recursos en vida salvaje marina. Por lo que la cría de variedades como la carpa o la tilapia sería más sostenible al permitir más alimentación de origen vegetal y ser perfectamente aptos para la acuaponia. Para más información sobre contaminantes en el pescado de acuicultura puedes consultar este post, y para más información de la situación actual en la sostenibilidad del plancton marino puedes consultar este post.
Así pues, una dieta basada en vegetales puede tener un elevado impacto medioambiental si se trata de alimentos kilométricos, transportados y refrigerados desde la otra parte del planeta, y producidos en monocultivos intensivos industriales fuertemente ligados a agro-tóxicos contaminantes. Por lo que no es cierto, en todos los casos, que las dietas basadas en el consumo de vegetales tengan menos impacto medioambiental que las que incluyen un consumo moderado de carne de producción más sostenible y local, como sugieren las conclusiones este estudio; 
Aunque la dieta vegetariana promedio bien podría tener una ventaja medioambiental, las excepciones también pueden darse. El transporte aéreo de larga distancia, la ultra-congelación, y otras practicas de cultivo pueden implicar cargas medioambientales para vegetarianos que sobrepasen las de la carne orgánica de producción local” 
Y con los nuevos grupos de consumo, cooperativas o mercados de cercanía, y las nuevas ganaderías y huertos locales, más respetuosos con el medioambiente, esto es cada vez menos excepcional si nos fijamos de donde vienen y como se producen los alimentos que nos encontramos en un supermercado corriente.


Este tipo de comercio de circuito corto o venta directa suele ser una opción bastante interesante; son productos de calidad, con mayor variedad (en el súper mercado sólo nos venden un tipo de calabacín cuando en realidad hay muchos más), y más sostenible al potenciar la producción local y más respetuosa con el medio ambiente. Al eliminar intermediarios y “puentear” a los grandes distribuidores de la industria alimentaria también contribuimos a una mayor justicia social para el pequeño productor, facilitándole la transición hacia técnicas más sostenibles. La agro-ecología en general desarrollada sobretodo por productores locales a pequeña escala, debe tener más apoyo institucional y social para poder transicionar de modelo, al igual que lo deben tener las energías renovables o la educación medioambiental y alimentaria.
España se ha negado a adaptar la normativa europea sobre las medidas higiénico sanitarias, como si han hecho otros países, imponiendo, por ejemplo, la misma normativa a cumplir a una quesería artesana que a una industrial , lo que impide el crecimiento de la iniciativa a pequeña escala y más sostenible. Otra diferencia es que en países como Italia o Francia, alrededor el 20% de las explotaciones hacen venta directa, mientras que en España apenas llegamos al 3%, como nos recuerda VSF-Justicia alimentaria global, quienes también recomiendan mayor compra pública de alimentos más sostenibles y la implantación de “hubs alimentarios”. Estos hubs son Centros regionales o “nodos” de distribución alimentaria para que estas nuevas formas de producción tengan más salida comercial . Son apoyados por las administraciones públicas allí donde llevan años funcionando, en ciudades de Estados Unidos y de Europa, como es el caso de la ciudad de Turín con su Food Hub TO Connect (FHTC). Un sistema basado en mercados municipales y circuitos alimentarios cortos genera el doble de puestos de trabajo que otro basado en supermercados según el New Economics Foundation (NEF) de Inglaterra.
Por todo el Estado van surgiendo iniciativas en este sentido, provenientes, tanto de los nuevos Ayuntamientos, como de la sociedad civil organizada;
En Madrid se prepara un proyecto de recogida selectiva de residuos orgánicos para compostaje y su transformación en abono. También en Madrid están en auge los grupos de consumo, los mercados de productores agro-ecológicos y se empieza a apostar por la compra de estos productos para restauración colectiva, como en colegios, donde resulta incluso más barato que los habituales e insanos servicios de catering. También en Navarra apuestan por reformar la alimentación en los colegios incentivando la compra pública de alimentos ce cercanía teniendo en cuenta criterios de sostenibilidad y socio-económicos. En Zaragoza apuestan por plantar huertos sobre los restos de la burbuja inmobiliaria y darles salida comercial mediante una marca propia y redes estables de comercio. En Valencia se está recuperando toda la huerta periurbana con un enfoque agro-ecológico creando empleo entre los jóvenes y dando salida a los productos mediante un mercado en la plaza del Ayuntamiento. Más ambiciosos y realmente interesantes son los proyectos de la Red de transición o la Cooperativa Integral Catalana. A nivel internacional, tenemos el ejemplo de la ciuda-huerto alemana de Andernach, gestionado por los propios vecinos. 
En cuanto a la certificación o sello ecológico oficial, debemos decir que tiene grandes carencias, empezando porque no mide el impacto medioambiental o la huella de carbono de los alimentos, permitiendo los alimentos kilométricos. Limones eco venidos de china o kiwis eco venidos de Nueva Zelanda, cuando aquí también se producen. O casos como el Tofu de la imagen, con dos sellos eco, pone “producto de España” y sin embargo, debajo del sello eco se puede leer en letra minúscula “ Agricultura no UE”, lo que quiere decir que es soja venida de Brasil o de China.


El sello oficial permite también algunas excepciones como el uso de piensos convencionales sino hay disponibilidad de piensos ecológicos, o el uso de etileno para madurar frutos climatéricos en cámara si es para evitar la acción de un tipo de mosca. En la práctica, en demasiadas ocasiones, se hace de estas excepciones la regla. También permite un uso de elevadas concentraciones de aluminio o cobre en los fitosanitarios. Actualmente hay proyectos de certificación locales en desarrollo bastante más interesantes y democráticos, como el sistema de participación de garantía (SPG) de pequeños productores agro-ecológicos de la Región de Murcia o la asociación EHKO en Euskadi.


Tenemos el caso de las grandes marcas y distribuidoras alimentarias queriéndose subir al carro eco recientemente, como el caso de Knorr y sus “campos sostenibles” que detalla El blog El Salmón contracorriente, fabricante de comida pre-cocinada de la enorme mega-corporación Unilever. Cuando se miran los datos no hay muchas garantías de sostenibilidad real (por no decir ninguna), aparte de sus buenas palabras o cursos de capacitación.


Esta nueva mega-industria “eco” pretende mantener las mismas prácticas de producción industrial, de monocultivo intensivo perdiendo biodiversidad, las mismas malas prácticas laborales, los alimentos kilométricos, la alta mecanización y uso de envases, etc, aunque, eso si, usando menos insumos de síntesis para pintarse de verde y obtener otra cuota de mercado en alza.
Sobre el precio de los alimentos ecológicos habría que tener en cuenta si la agricultura ecológica obtuviera los apoyos que necesita y se expandiera, la oferta se incrementaría y daría lugar a una bajada de precios. También hay que tener en cuanta que no se mide coste real de la producción agro-industrial actual, ni lo que nos va a costar en el futuro a las generaciones venideras; es comida barata, si, pero a que precio; un alto coste en términos de salud, socio-económicos y medioambientales;
-No se paga el coste real por la enorme contribución al cambio climático del sistema agro-alimentario actual, tampoco los costes económicos para la sociedad debidos a los fenómenos atmosféricos o el deterioro de ecosistemas derivados del impacto medioambiental. 
-Se benefician especuladores en bolsa mientras perdemos el medio rural.
-Suelen ser productos de menos calidad.
-Se ha normalizado una situación que nos lleva a una desastrosa pérdida de soberanía y seguridad alimentarias de cara al futuro provocando que la comida pase a ser mucho más cara por escasez después de agotar los suelos y recursos hídricos.
Por último, se hace necesario reducir el enorme despilfarro alimentario actual; 385 millones de kilos de alimentos que, en lugar de acabar en la mesa, acaban triturados en vertederos cada año en España. Según la Comisión Europea en España los súper tiran el 5% de toda la comida que se desecha. Es mucho peor en los hogares (42%), la industria (39%) y los restaurantes (14%). Francia ya aplica un plan contra el despilfarro alimentario y establece que los supermercados de más de 400 metros cuadrados no podrán tirar a la basura los productos perecederos debiendo donar esta comida a organizaciones de caridad y bancos de alimentos. También se podría usar alimento desechado para abono agrícola o en la fabricación piensos para animales. 


Algunas medidas a adoptar serían el control en origen y a lo largo de toda la cadena del despilfarro que va desde el campo al plato.  En el campo, frenar el desperdicio por razones estéticas (la llamada “fruta fea”), evitar la venta a pérdida, defendida actualmente por la CNMV, fijando precios mínimos que cubran costes y promoviendo la venta de proximidad. En la restauración colectiva informar, mejorar la previsión de las raciones e informatizar los sistemas para ahorrar. Y para los consumidores mejorar el etiquetado (caducidad-consumo preferente), adaptar envases, informar y educar desde la escuela con propuestas como la de la imagen.