Páginas

martes, 21 de junio de 2016

Colaboración democrática transnacional

En entradas anteriores analizamos los problemas que nos plantea la globalización, y propusimos cambiar este paradigma por el de la autonomía, un concepto diferente al de soberanía. El planteamiento general consiste en invertir los papeles que los mercados y la democracia tienen en la actualidad: por un lado dando prioridad al objetivo económico de una autosuficiencia local no autárquica, y por otro lado, ampliando los espacios de deliberación y de participación para la cooperación democrática transnacional. Cuando una comunidad es autosuficiente para lo básico y no depende de factores externos para la inclusión económica de todos sus miembros, entonces y sólo entonces sus vínculos políticos con el exterior pueden establecerse con libertad. En esta entrada terminaré la serie para argumentar esta última tendencia deseable sin intentar precisar sus formas. Sería absurdo determinar cómo debe ser una imbricación política de distintos pueblos a nada que valoremos la autonomía democrática para ir tejiendo esas relaciones o esas estructuras de cooperación política.



Ya hemos dicho que la autonomía no equivale a la desvinculación sino la posibilidad de controlar los vínculos propios. Más aun, se puede decir que, al menos en parte, la autonomía se expresa y cobra cuerpo precisamente en las relaciones, al aflorar la iniciativa en la gestión de las mismas. En política esto equivale a que los distintos pueblos no puedan verse sometidos a chantaje por parte de los mercaderes globales; que la democracia se superponga a los derechos de propiedad privada absoluta y a las leyes del mercado; y que las relaciones internacionales se basen en acuerdos políticos consensuados por las poblaciones y no en acuerdos económicos sobre la democracia pactados entre las oligarquías de cada país.

Pero la autonomía no se centra en precisar un ámbito geográfico óptimo para la auto-institución política o para la autosuficiencia económica. Es un concepto esencialmente cualitativo; se expresa en la capacidad de las personas y de las sociedades para gestionar su devenir común, y puede ir también en el otro sentido: democratizar las instituciones políticas supranacionales, (no las instituciones económicas creadas para aumentar el libre comercio global), así como crear otras nuevas con fines distintos y sujetas a un verdadero control ciudadano.

Por poner ejemplos, podemos pensar en instituciones para definir, proteger y gestionar el uso de unos comunes globales, desde la atmósfera hasta el conocimiento; instituciones de supervisión ecológica, para establecer límites ambientales a la producción o para la restauración de ecosistemas; instituciones de supervisión de los Derechos Humanos; confederaciones municipales transnacionales; parlamentos internacionales con competencias concretas bien delimitadas, referéndums transnacionales, instituciones para la mutualización de riesgos; la institución de un bancor como moneda de reserva para estabilizar el sistema de cambios; cooperación en un internacionalismo autonomista; instituciones parar la colaboración en la implementación de proyectos cooperativos locales compartiendo información y experiencia; determinadas políticas públicas que convenga desarrollar y gestionar en común; libre circulación de personas entre los países que decidan compartir este planteamiento; política exterior común para defenderlo conjuntamente; políticas migratorias comunes vinculadas a políticas de ayuda a la autonomía; o cualquier otra institución que colectivamente decidamos ir creando mediante una participación equiparable a la de un proceso constituyente, pues esa suele ser la trascendencia de los compromisos internacionales.

Estas instituciones no tendrían por qué suplantar la toma de decisiones locales (más allá de mandatos concretos) sino estudiar objetivamente los problemas transnacionales e informar adecuadamente para una toma de decisiones en las instituciones democráticas locales. De este modo la cooperación democrática transnacional permitiría mantener la autonomía local y, más bien, se articularía desde esta última.

Ante problemas que afectan a un ámbito territorial vasto la solución no es abandonarlos o delegarlos (en técnicos y representantes) sino simplemente hacer que sea igualmente amplio el número de personas y de pueblos que deliberan y deciden sobre ellos. De lo contrario, si se toma el atajo de los altos representantes o de la alta diplomacia, o si se confía en tecnócratas para abreviar los procesos, seguirá ocurriendo que el mecanismo falsamente apolítico de los intereses mercantiles ocupe el espacio de decisión abandonado por nuestro criterio político, que con toda seguridad no se limitaría a valorar rentabilidades. Nuestro verdadero interés se juega en aspectos que van mucho más allá de unas burdas cotizaciones bursátiles.

En contra de lo que se nos hace creer, no es posible tener instituciones independientes de la política. Cuando se pretende esto, estas acaban respondiendo a los intereses minoritarios de quienes tienen acceso a su burocracia, o cuando menos responden a unos objetivos políticamente predefinidos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el BCE y con todas las instituciones creadas por los gobiernos sin participación democrática de la población en su constitución y control.

La única forma de alejar las decisiones económicas de la arbitrariedad de los intereses parciales, (sean los de un déspota, los de una minoría de burócratas o los de una oligarquía), es someter esas decisiones al criterio de todas las personas de la comunidad afectada. Cada cual conoce mejor que nadie sus intereses (económicos y no económicos) y sólo la agregación de estos tras una deliberación pública puede hacer que las decisiones económicas sean menos políticamente parciales y que además incluyan la importancia de criterios distintos a la máxima rentabilidad para la riqueza privada, (criterios como la conveniencia de políticas públicas, decidir qué debe quedar al margen del comercio, poner límites al poder económico; criterios relacionados con el equilibrio ecológico, los derechos humanos o el buenvivir).

Por ejemplo, no nos ha de bastar con desmontar el euro y fraccionar el mercado común. Podemos actuar además en el otro sentido replanteando la UE en un proceso constituyente -coincidiendo en esto con Varoufakis-. Siguiendo nuestro guión, y suponiendo el debido apoyo al mismo, esa nueva constitución tendría que poner en valor la autonomía de sus miembros y la colaboración democrática por encima del libre comercio. Se podría mantener una unión basada en un parlamento verdaderamente democrático, en la libertad de movimiento de las personas y en las políticas públicas que creamos convenientes, y se relegaría la faceta comercial deshaciendo la integración normativa en este terreno en favor de la búsqueda de la máxima autosuficiencia local.


Lo que necesitamos recuperar es, sobre todo, autonomía política en todos los niveles de decisión, (más que soberanía nacional, pues esta última no nos garantiza que las decisiones se tomen de forma democrática en el seno de la nación). Y, como estamos viendo en el presente, no es la imbricación comercial de las naciones lo que va a traer paz y libertad al mundo sino su imbricación democrática, mediante el establecimiento de entornos de decisión comunes y vinculantes a la vez que participativos y horizontales, al menos para los asuntos que trascienden la problemática local. No necesitamos tanta flexibilidad económica sino más flexibilidad política e institucional. En lugar de tener mercados internacionales y gobiernos locales, podríamos buscar democracias anidadas que abarcaran el ámbito transnacional y supeditar el comercio a la autosuficiencia local y a la sostenibilidad general.

Pero eso requiere olvidarse de la obsesión por el crecimiento, la competencia y la supremacía. El triunfo o el éxito sobre los demás como objetivo vital exige una pugna inacabable y una actividad económica incesante, porque los demás siempre estarán ahí, forzados a hacer lo mismo. El entorno competitivo debe ceder su trono a la búsqueda de la autonomía para todos como prioridad política. Y este nuevo contexto social sería una ganancia también para las potencias hegemónicas actuales, que son rehenes de su posición, siempre amenazada, y que por ello tampoco pueden perseguir otros objetivos políticos.

La autonomía emerge en entornos cooperativos con más facilidad que en entornos de rivalidad en los que, además, los diferentes actores parten de situaciones muy dispares conduciendo a dinámicas de dominación y de desigualdad creciente. Una cooperación para favorecer la autonomía de cada parte y para comprometer autolimitaciones en favor de la sostenibilidad podría extenderse entre muchos estados con un ideal (utópico) de coordinación reticular mundial, pero sobre todo, tejiendo paso a paso esa red de cooperación transnacional o interlocal como forma de ir haciendo posible el cambio frente a los poderes globales. Nada obliga a que la cooperación democrática se inicie en la ONU con un quimérico compromiso global. La OCDE o la OMC se han ido construyendo mediante complejos acuerdos parciales, y lo mismo podría hacerse entre pueblos que compartan una misma visión política y que poco a poco podrían llegar a concitar una mayoría global significativa que cambiara la hegemonía mundial.

Al igual que los tratados de libre comercio agrupan a gobiernos que comparten ese propósito, (al margen de la proximidad o de la pertenencia a un mismo continente), los acuerdos de cooperación política tendrían como base una afinidad de principios o de objetivos políticos concretos. Podrían articularse como federalismo, como confederalismo o mediante otras formas de cooperación autónoma, pero sea la fórmula que sea la que se vaya eligiendo, en cualquier caso la democracia tendría que superponerse al comercio y determinar la política económica. Así se podría limitar la competencia y hacer frente a la incesante transformación humana y ambiental derivada de la idolatría de la riqueza.


La toma de conciencia necesaria para este internacionalismo cooperativo implica un cambio cultural. Implica comprender la mutua dependencia entre todos los habitantes del planeta, y asumir el vínculo esencial de todos con la biosfera que nos acoge y que nos ha conformado antes que cualquier otro apego cultural o territorial; implica asimilar en la propia identidad este vínculo natural ajeno a las fronteras y a las etnias.

La mayoría de las poblaciones tradicionales y tribales fueron bilingües, reflejo de una conciencia colectiva de lo humano que trascendía los límites de la comunidad propia. Llevando este ejemplo un poco más lejos, tendremos que integrar un doble sentido de pertenencia, y aceptar que el velo de toda cultura local se teje con hilos humanos comunes que también necesitamos valorar y cuidar.

El planeta es finito, la naturaleza local depende de vinculaciones globales y el clima no conoce fronteras. Y aunque sigamos estableciendo este tipo de barreras para las sociedades, tampoco es posible mantenernos al margen de las consecuencias que provoca nuestra política internacional. Por muchos límites que decidamos poner a la movilidad entre territorios es necesario al menos reconocer que, en el fondo, las fronteras son una forma de evadirnos de los problemas de convivencia planetaria generados por la globalización. Si por ejemplo en una provincia de nuestro país aumentase el paro enormemente y además surgiesen facciones mafiosas enfrentadas violentamente en su seno, y todo ello provocase una gran salida de personas de esa provincia, ¿crearíamos una frontera en torno a la misma como solución a esos problemas?

De algún modo es necesario hacernos responsables localmente de lo que ocurre allende nuestra vecindad inmediata; incorporar en nuestro debate local la política transnacional; asimilar que la autonomía de todas las poblaciones del mundo (o la falta de la misma) es un asunto que nos debe concernir a todos so pena de acabar sufriendo las consecuencias de uno u otro modo.

Salta a la vista que la ubicación geográfica de la población mundial requiere cierta racionalidad. No es una cuestión de la que se pueda prescindir como si todo el planeta pudiera vivir en el mismo lugar en caso de proponérselo. Pero si queremos evitar emigraciones masivas, (nunca deseadas por sus protagonistas), tendremos que preocuparnos cooperativamente por la autonomía política y económica de cada comunidad. La falta de esta autonomía es lo que impone la movilidad laboral o vital. Los muros sólo son parches para el miedo ante lo que no resolvemos, o peor aun, ante los males provocados por la política de los gobiernos enriquecidos y de sus corporaciones afines con su acaparamiento interminable allá donde la falta de autonomía local lo hace posible.

Sólo una verdadera y eficaz cooperación podría resolver este problema. Ha de ser un compromiso suficiente para garantizar el derecho a permanecer en el lugar de origen. Se trataría de una cooperación entendida como destino compartido, más allá de la solidaridad, que velaría por la autonomía de todos como un bien común en lugar de limitarnos a afrontar únicamente las consecuencias más dramáticas de este fracaso humano de la globalización.

Lo que favorecería esa autonomía no es una caritativa ayuda al desarrollo, generalmente condicionada a que también sea favorable para las empresas de los “ayudadores”, y mucho menos la suposición falsa y acomodaticia de que la globalización de los negocios llevará consigo el progreso. El llamado Consenso de Whashington, nominalmente concebido para sacar de sus crisis a los países en desarrollo, en la práctica ha sido más bien una forma de aprovechar cruelmente la debilidad ajena en la competición internacional.

Por contra, cualquier ayuda a la autonomía debe pasar por favorecer esta generosamente en la conciencia de la mutua dependencia; en la conciencia de que todos dependemos de todos. La falta de autonomía de cualquier población ha de considerarse como un problema de todos, como una enfermedad del organismo que compartimos, y que siempre podría extenderse o tener efectos sobre el resto. Será difícil concebir una forma de ayuda realmente eficaz sin salir de la competencia territorial, sin pasar a considerar a la humanidad toda como nuestro primer vínculo social y a la Tierra como un bien común a gestionar comúnmente, (y no como una tierra de nadie apropiable por el más fuerte o por el más listillo en un entorno de desconfianza precisamente ante la autonomía de los demás).

Si realmente queremos fomentar la autonomía ajena (y no un mero desarrollo forzado y controlable desde las metrópolis) hay varias posibilidades, pero lo primero es dejar de esquilmar los recursos naturales de los países empobrecidos, dejar de entorpecer su desarrollo con el comercio ventajoso para quien ya es rico, dejar de evadir impuestos de los lugares en los que tiene lugar la actividad económica y dejar de favorecer a tiranos y a oligarquías antidemocráticas. A partir de ahí podríamos apoyar los movimientos pacíficos de democratización y la formación para los mismos, transferir tecnología y conocimiento libres, y aportar una compensación económica pública equivalente a un plan Marshall -una deuda histórica- pero ahora orientada a promover la autosuficiencia y la autonomía democrática en la forma de invertir esa aportación.

Esto no implica la erradicación de toda inversión privada extranjera. Como ya dijimos no es lo mismo autonomía que autarquía. La justificación habitual para las inversiones y el movimiento de capitales es que los recursos ociosos puedan ser empleados por quienes los necesitan. El problema es la inflexibilidad de la deuda, la irracionalidad de los intereses contractualmente exigibles (al margen del resultado de la inversión) y la falta de asunción de riesgo por parte de los prestamistas. Con las actuales instituciones económicas supranacionales defendiendo esta inflexibilidad, los prestatarios quedan atrapados en una situación sin salida, cayendo en la sumisión política respecto a unos acreedores que intentarán recuperar su inversión a costa del sufrimiento de la población, y que harán negocio con los avales. Una forma más razonable de favorecer que los ahorros de unos puedan servir al desarrollo autónomo de otros podría estar en la lógica de las finanzas islámicas, (como nos explicaba nuestro compañero Jesús Nácher al final de su reflexión Ni globalización ni nacionalismo: Internacionalización).

Es importante comprender que la elección de la autonomía como nuevo paradigma no beneficiaría sólo a quienes padecen una mayor dependencia en la actualidad sino al conjunto de la humanidad, incluyendo a quienes no sufriendo carencias materiales viven presos de un productivismo competitivo sin fin que mediatiza la mayor parte de su tiempo y de sus energías. De ahí la necesidad de un nuevo internacionalismo de clase que oponga la autonomía personal y de los pueblos frente a esta alienación, y que proponga el apasionamiento en la búsqueda de un mundo mejor frente a la ambición económica, la comodidad consumista o la docilidad del entretenimiento comercial.

Si nos valoramos como seres humanos y no como meros obreros o burócratas de una gran maquinaria, aspiraremos a algo diferente de un aumento de nuestra capacidad de consumo. Una vez lograda cierta estabilidad económica suficiente necesitaremos más bien ganar tiempo para la autonomía, o lo que es lo mismo, necesitamos reivindicar las condiciones sociales que hagan posible la misma: una garantía de inclusión, una distribución equitativa de los frutos de la producción, reparto del trabajo realmente necesario, y acceso a la toma de decisiones políticas.  

Entre otras cosas esto haría posible determinar una escala óptima para la economía (cuya prioridad ya no sería el crecimiento) y decidir el espacio que la transformación económica debe dejar a la preservación del capital natural. No reivindicarnos como seres humanos más allá del trabajo, no reivindicar nuestra autonomía es una bajeza moral que cometemos con nosotros mismos y que nos impide hacernos responsables del rumbo que lleva la humanidad.
 

¿Cómo promover todo esto y cómo avanzar hacia ello? Ante el control corporativo y elitista del mundo académico y de los principales medios de comunicación, y ante la represión de los movimiento sociales, la única opción es una (auto)concienciación, persona por persona, pero que hoy día puede funcionar de un modo reticular, asociativo y viral al margen de la localización geográfica.

Y para que esta difusión sea posible es fundamental la cultura libre. Esta es otra faceta cualitativa de la autonomía. Como seres culturales que somos, nuestra autonomía depende de poder orientarnos con libertad en el ámbito de la información, la cultura y las comunicaciones. Sin embargo la globalización también nos está llevando en sentido contrario, no tanto mediante la censura como a través del control de la hegemonía cultural y la uniformización en torno a ideas y costumbres similares. El individualismo de mercado en realidad pretende que no actuemos como individuos sino como réplicas previsibles del mismo individuo. Por eso la cultura libre se ve amenazada desde las instituciones defensoras de la globalización. Así por ejemplo, el sistema de patentes y copyright entorpece lo primero y favorece lo segundo. Y recientemente la neutralidad de Internet se ha visto traicionada y torpedeada por el parlamente europeo, que ha votado contra la misma.

El camino opuesto consistiría en mantener la neutralidad, apoyar la información independiente que se mantiene al margen de grandes grupos económicos, contribuir al conocimiento general y a compartirlo, y además convertir el acceso a la red en un derecho básico.

No obstante, como todo desequilibrio encuentra finalmente su caída, en el peor de los casos cabe la posibilidad de que el colapso de esta forma de funcionar termine haciendo imperiosa la necesidad de una alternativa. Entonces puede hacerse valer el trabajo previo en su diseño de modo que no triunfe el atajo fácil del fascismo. Así por ejemplo, esta clase de previsión ha hecho posible, a pequeña escala, la autonomía cooperativa de algunas poblaciones kurdas mientras dura la guerra de Siria, como se explica hacia el final de esta charla:



Sean cuales sean las virtudes y defectos de esta reflexión, en cualquier caso es necesaria la búsqueda de un pensamiento estratégico que pueda precisarse en una visión fácilmente comunicable. La solución propuesta en este caso no es ni el nacionalismo ni el gobierno mundial sino la generalización de una autonomía cooperativa: conjugar la relocalización económica con la cooperación democrática transnacional. Hay que denunciar este falso vínculo (económico y competitivo) en favor del verdadero (democrático y cooperativo).

En realidad cada medida concreta esbozada en esta serie de entradas tendría que demostrar su eficacia o ser corregida en la práctica. Su valor es el de los ejemplos que facilitan la comprensión. Y lo verdaderamente importante es esta comprensión del nuevo enfoque. La autonomía es el referente que nos diría si se está obrando bien o mal a la hora de juzgar las políticas. Y una vez asumido socialmente el nuevo paradigma, la propia inercia favorecería el proceso de maneras insospechadas.

Es evidente que se trata de un enfoque a largo plazo y no de un programa acabado. Al igual que la propia globalización, o que el surgimiento de los estados-nación, estamos ante un proceso de largo alcance que requiere una visión clara, una idea-fuerza que sirva para inspirarlo y empujarlo, un horizonte de referencia hacia el que caminar, y que bien podría ser esta autonomía cooperativa para lograr un verdadero bienvivir.



lunes, 20 de junio de 2016

Relocalización económica matizada

Buscando una salida para el problema de la globalización, habíamos llegado a plantear el paso de esta a la autonomía -una noción diferente a la de soberanía, como nuevo destino deseable. Y lo habíamos definido como la necesidad de actuar en dos direcciones: relocalizando la gestión económica con el enfoque prioritario de la máxima autosuficiencia posible, y ampliando progresivamente el ámbito de una cooperación verdaderamente democrática. En esta entrada veremos como el primero de los dos sentidos propuestos podría concretarse a partir del contexto presente, y en la siguiente terminaremos la serie observando lo mismo para el otro.

Es necesario entender que los motivos no son sólo económicos y políticos. En este mismo blog hemos tratado la posibilidad de que estemos aproximándonos a un colapso ecológico, y ya veíamos que la relocalización sería una baza fundamental para afrontar este problema. ¿Cuáles serían las primeras pautas a seguir en esta dirección a partir de la situación actual?


El aspecto central de este nuevo paradigma consistiría en dar prioridad a la autonomía económica para la gestión de los bienes básicos hasta donde esto sea posible, (territorio y recursos naturales, alimentación, energía, vivienda, una industria básica, etc.) Es decir, se impediría o se limitaría el comercio internacional con estos elementos (o su uso como colateral de los derivados financieros globales), o bien se discriminaría este comercio lo suficiente como para no perjudicar las posibilidades de gestión interna de los mismos. Todo ello con la autosuficiencia, la inclusión social, la resiliencia ante futuros eventos y la preservación del capital (natural y económico) como principios inspiradores, (dejando en segundo plano la evolución del PIB o la posición en el ranking económico internacional). Empezar a medir de algún modo este objetivo y deliberar sobre su contorno necesario podría ser el primer paso para encaminarnos al mismo.

Esta autonomía básica ha sido la virtud económica más perjudicada con las sucesivas globalizaciones de la historia o con el proceso de modernización a menudo impuesto desde las clases dominantes. No sólo por la invasión acaparadora propia del colonialismo, o por la intromisión de grandes inversiones que estrangulan el desarrollo local, o por la especulación masiva induciendo burbujas de precios o alterando drásticamente el tipo de cambio, sino porque se ha regulado para que así sea, para que la autonomía personal y colectiva ceda en favor de la dependencia de los mercados globales.

Se trata de una política deliberada plagada de engaños, corrupción y elitismo, que impone la desigualdad en todo el mundo, también en los países opulentos, aunque al mismo tiempo haya establecido diferencias entre los territorios dificultando una reacción conjunta. Para salir de esta trama largamente urdida los estados necesitan desconectarse de su dependencia en la medida en que la padecen. Pero ahora sería deseable que no lo hicieran para establecer una nueva competencia soberana multipolar e igualmente crecentista sino con el nuevo objetivo aquí propuesto.

Concretando más, si queremos salir de esta mercantilización global, en buena lógica el primer propósito será el desmantelamiento de las instituciones que le dan soporte. Aunque el punto de destino suene muy alejado, enunciarlo puede servir para mantener un norte y para saber de qué estamos hablando: ir rompiendo con las estructuras económicas supranacionales no controladas directamente por la ciudadanía, (y que tienen el objetivo explícito de favorecer el crecimiento y el libre comercio al margen de lo que opinemos al respecto): BCE-euro, FMI, Banco Mundial, OCDE, OMC, OTAN, tratados de libre comercio y circulación de capitales), empezando por el veto a la organización global para la evasión fiscal (que llamamos paraísos o refugios fiscales como si fueran pequeños problemas desconectados y alejados del núcleo económico que nos gobierna).

Dentro de los propios estados sería conveniente tender hacia una mayor relocalización favoreciendo en la medida de lo posible el consumo en circuitos cortos, y realzando el papel de los municipios y de las ciudades con su entorno periurbano. Las monedas locales complementarias podrían jugar un papel importante en esta relocalización.

Resulta evidente que una de las líneas generales a seguir sería la contraria a la que ha promovido la globalización, es decir, fraccionar los mercados de modo que recuperemos la democracia. Bajo la soberanía de los mercaderes estos pueden mover libremente sus capitales sin contar con la aprobación ciudadana, y por tanto pueden chantajear a las comunidades. Pero este fraccionamiento de los mercados no tiene por qué significar ausencia de comercio internacional sino control colectivo del mismo.

Es importante no confundir la autonomía con la autarquía. Bajo otros parámetros los acuerdos de intercambio estables podrían ser beneficiosos para compensar las carencias territoriales. Y aunque se lograra una completa autosuficiencia para lo básico, no hay por qué impedir el comercio transnacional para los bienes no básicos. Sin embargo sí es necesario gravar este comercio de modo que se evite el dumping laboral, fiscal y ecológico, o en su defecto, basarlo en acuerdos democráticos internacionales que se superpongan a los acuerdos económicos y que de facto supriman este dumping, (equiparando las normativas a los estándares legales más beneficiosos para la población, no como suele hacerse, eligiendo los más favorables al comercio).

Para modular este comercio añadido habría que concretar medidas de control del mismo que pueden ir desde los clásicos aranceles hasta la Economía del Bien Común (que influiría en los precios con la regulación de unos criterios democráticamente elegidos), pasando por impuestos pigouvianos como una fiscalidad ecológica que discrimine claramente el impacto ambiental de las distintas alternativas de consumo en cuanto a su producción y a su transporte. También cabe recordar que el período de mayor estabilidad financiera (y de mayor crecimiento) coincidió con una época de restricción a la movilidad de capitales -ver gráfico- (y de alta fiscalidad).  Un primer paso en este terreno podría venir de la mano del Impuesto a las Transacciones Financieras llevándolo mucho más lejos de lo que se ha propuesto.

Fuente: http://www.slideshare.net/IakiBeristainEtxabe/reinhart-seminar-november2013

Pensando en un futuro en el que la economía estuviera tan relocalizada como fuera posible, esto tampoco tiene por qué entenderse como la búsqueda de un aislamiento local sino que, al contrario, sería interesante mutualizar riesgos a una escala mayor, y que los municipios contaran con más autonomía para establecer diversas formas de asociación intermunicipal, incluso a nivel tansnacional. Tanto la relocalización como la capacidad local para establecer vínculos en torno a intereses territoriales comunes permitirían una mayor diversidad adaptativa y reducirían la fragilidad general.

Esta es de por sí otra nueva clave de fondo: la búsqueda de una estructura de cooperación estable, (entre estados o entre municipios -política internacional y política intermunicipal-). Allá donde una cooperación estable fructifique deberá ser acogida por encima de la competitividad entre territorios. De hecho ha de entenderse como una liberación de la necesidad de ser flexibles y competitivos, (inseguros e inestables en un entorno que sólo nos favorece si ganamos en la competición continua). Y por el mismo motivo sería deseable discriminar positivamente las iniciativas económicas cooperativas y sin ánimo de lucro frente a modelos irresponsables como la sociedad anónima. De alguna forma se trataría de acompasar el marco legal al dinamismo autogestionado de la economía social y solidaria. 

Con una mutualización de riesgos (intercooperativa, intermunicipal, transnacional), superpuesta a la estructura económica cooperativa de base local se podría superar la hegemonía del mercado como modelo económico (sin necesidad de que este desaparezca).

Para llegar a una sociedad autónoma y sostenible la clave no es anular el comercio y la economía privada, intentando de nuevo una economía netamente pública, por ejemplo. La “globalización” de la URSS, hasta donde llegó, fue igualmente insostenible y antidemocrática. Lo que necesitamos es someter la gestión económica a un marco local que se sitúe por debajo de la capacidad de la población para controlar democráticamente esa gestión. Una descentralización que, por otra parte, quizá esté en sintonía con las nuevas formas de producir, (fabricación aditiva, gestión e información reticular, etc.)

En el futuro que necesitamos la distinción esencial no sería la distinción entre lo público y lo privado, ni la diferenciación entre lo de aquí y lo de fuera, sino la distinción entre lo básico y lo accesorio. Lo primero sería garantizado colectivamente y producido localmente, y lo segundo se movería en el ámbito de las posibilidades productivas y comerciales -ese idolatrado intento continuado de ampliar las aspiraciones materiales- pero ahora condicionadas a su sostenibilidad. Si aseguramos lo básico y cuidamos su garantía, podremos introducir racionalidad, (límites y sostenibilidad), en la producción de lo accesorio sin temor a que esto frene la economía, porque ninguna vida dependerá de que esta producción secundaria proporcione nuevos empleos.

Una economía predominantemente cooperativa e inclusiva, permitiría alinear los incentivos de otra manera y decidir colectivamente cuánto se produce y de qué modo, (al igual que se ha hecho tradicionalmente en la gestión de bienes comunes o en el ejemplo (excepcional) de las cuotas de pesca que han permitido la recuperación de la anchoa en el Cantábrico. No habría por qué producir tanto como fuera posible, y tampoco se vería favorecida en el precio la producción que más externaliza sus costes. De este modo los avances tecnológicos no irían necesariamente unidos a una mayor explotación ambiental. Recordemos que el nuevo objetivo no sería maximizar el comercio y el crecimiento económico sino afianzar las capacidades propias, la sostenibilidad y el buenvivir general, incluyendo la convivencia internacional.

En el contexto europeo actual, lo más difícil y controvertido de este punto es la salida del euro, una chapuza monetaria sin control democrático que al carecer de unión fiscal genera por sí misma desequilibrios (y desigualdades) crecientes. Se trata de uno más de esos acuerdos económicos ventajosos para las élites negociadoras y para los territorios con más peso. Con él se ha llevado al seno de la UE lo que explica la teoría de la dependencia. En realidad, sin una unión política y fiscal, incluso el mercado común carece de sentido pues favorece la competencia fiscal y de otras normativas. Y desde luego, es por sí mismo algo contrario a la relocalización económica que necesitamos. 

Europa es un claro ejemplo de lo expuesto: aunque hemos llegado a tal grado de economicismo que suene raro decirlo, fraccionar este mercado no tiene por qué significar la ruptura política de la UE sino que, al contrario, podría hacerse esto a la par que ponemos en marcha un proceso constituyente para redefinir políticamente la unión. Pero vayamos paso a paso, quedándonos en este artículo en la parte económica.

Explica Varoufakis que la ruptura unilateral del euro por parte de uno de los estados miembros tendría consecuencias aun más desastrosas que la permanencia en el mismo, y él apuesta por reformar la estructura de este sistema monetario para democratizarlo, además de proponer la coexistencia de sistemas de pagos paralelos (incluyendo monedas locales) que permitan contrarrestar los problemas de la moneda única. Quizá un euro reformado podría servir como forma óptima de poner en relación todas las monedas locales, al igual que un bankor, con su Cámara de Compensación Internacional, podría estabilizar el sistema de cambios. 

El problema con estas medidas keynesianas (como el new deal propuesto por Varoufakis o como el bancor), una vez más, es su orientación hacia una mayor actividad, incluyendo el comercio transfronterizo en este caso, y no sólo hacia un reequilibrio económico, por lo que sería necesario compensar este esquema con una regulación del comercio orientada hacia la máxima relocalización posible. Las nuevas políticas necesitarán reducir su impacto ambiental y adaptarse a un futuro con menor disponibilidad energética, además de resultar más controlables democráticamente.


En cuanto al euro lo ideal sería ponernos de acuerdo todos los países en una ruptura ordenada del mismo. Pero quizá la única manera de desmontarlo (o de transformarlo) pase por una coalición amplia de países partidarios que supongan un volumen económico significativo, con lo que la situación sería insostenible en caso de no hacerlo. Aunque curiosamente podríamos llegar a una convergencia hacia el desmontaje del euro por caminos distintos puesto que en países como Alemania también hay corrientes que lo desean por motivos opuestos a pesar de ser los principales beneficiarios del mismo. Al igual que no todos los divorcios son traumáticos, ¿habrá una forma razonable de salir de esta situación?

Pero una vez más, la reducción del ámbito de aplicación no implicaría por sí misma una gestión monetaria al servicio de las personas. El aspecto cualitativo sobre cómo se crea y se distribuye el dinero tiene tanta o más importancia.

La gestión monetaria actual nos deja en manos de los creadores privados del dinero, la banca, que como no puede ser de otra manera en el mercado, utilizan esta prerrogativa de acuerdo a sus intereses particulares, no de acuerdo al bien común o al interés general que se proclama en las constituciones. El resultado de esta creación privada de dinero en forma de deuda con intereses es un endeudamiento masivo, crónico, creciente e irracional (imposible de devolver) que además nos fuerza hacia un crecimiento insostenible para intentar devolver esas deudas legalmente contraídas. Pero las fórmulas matemáticas que nos encorsetan en una deuda odiosa no dejan de ser meras formulaciones legales, (como se vio claramente con la modificación sin refrendo ciudadano del artículo 135 de la constitución española), es decir son decisiones políticas. Y en el fondo, lo que está en juego es una forma de detentar el poder que socava la autonomía de las personas y de los pueblos.  


Descendiendo al terreno de la autonomía personal, esta depende de que no se produzca un desequilibrio excesivo entre el poder económico de los individuos. Como ya dijimos, toda decisión económica es también una decisión política que tiene efectos sobre el entorno social y ambiental. Y por tanto un exceso de patrimonio acaba siendo un exceso de poder político incluso si no tenemos en cuenta el cabildeo, la financiación de los partidos o la corrupción. Así, en la medida en que sigamos confiando en el mercado libre como principal guía de nuestro modelo económico, será necesario integrar en este sistema formas ampliadas de lo que se conoce como estabilizadores automáticos, (subsidio de paro y progresividad fiscal), llevando esa lógica mucho más lejos que en la actualidad con nuevas aplicaciones de la misma de las que hablaremos a continuación. ¿Por qué?

En el mercado lo que manda es la estructura de poder, algo sistemáticamente omitido por los modelos económicos, (como enseñaba, por ejemplo, el profesor Sampedro), y no es la innovación, ni la destrucción creativa, ni un ilusorio equilibrio walrasiano lo que marca las pautas principales de su dinámica. Pero además ocurre que esa estructura de poder no es estable, tiende a una concentración creciente porque los ganadores cada vez tienen más poder en el juego. Esto equivale a tener incorporado un sistema de desigualdad y exclusión creciente que acaba convirtiendo la relaciones económicas en relaciones de servidumbre y abuso de poder. El mercado libre como modelo económico pasa así a ser un modelo político, el preponderante.

La única forma de evitarlo sin deshacernos del mercado es poner límites al mismo. Al igual que es necesario establecer límites ecológicos que pongan en valor lo que el mercado no puede valorar -el bosque primario que a pesar de su valor no tiene precio salvo que se cometa la tropelía de introducirlo en una compraventa-, o límites sobre la propia escala de la economía, (la escala de lo que nos permitimos transformar), es necesario también poner límites sociales al funcionamiento del mercado si pretendemos mantener en el tiempo nuestra autonomía.

Una forma de hacerlo (que plantea, por ejemplo, la EBC) sería abolir el derecho a la riqueza; no a la propiedad privada sino a la posibilidad de enriquecerse sin límite. Cuanto más tardemos en entender la necesidad de esto más tiempo transcurrirá hasta que se consiga.

Y en la misma línea, sería necesario instaurar legalmente una autonomía económica básica para todas las personas, cada día más perdida en nombre de una libertad espuria. Formas concretas de instituir esta autonomía económica serían, por ejemplo, favorecer las iniciativas de quienes decidan asociarse para buscar su autosuficiencia al margen del mercado -¿Qué mejor bien para la sociedad que tener personas o colectivos independientes a las que no será necesario socorrer cuando los mercados fallen?-, así como establecer una inclusión básica para toda persona como derecho inalienable (en sustitución del acceso a los bienes comunes naturales que perdimos con nuestros ancestros). Esto último puede hacerse a partir de la situación actual mediante la adopción de una Renta Básica a la que se puede intentar añadir un trabajo garantizado (con el que cada persona pueda ampliar su Renta Básica) de modo que se compense la insuficiencia del mercado para ofrecer empleo a todo el mundo.

Por último, necesitamos aspirar a una mayor autonomía vital entendida como una liberación respecto al sistema productivo en la medida de lo posible para cada momento histórico. Aunque siempre sea necesario el trabajo, no es lo mismo tener como premisa la maximización de la actividad económica que proponerse limitar la misma a lo necesario con el fin de ganar tiempo para la autonomía. Necesitamos autonomía personal para recuperar la vida social, alimentar la actividad voluntaria y hacer posible la participación política.

La emancipación de los trabajadores no puede limitarse a una resignada aceptación de la servidumbre a jornada completa a cambio de un salario estable que nos permita consumir. Es necesario ampliar el foco y comprender que con esta aspiración lineal estamos alimentando una megamáquina sin futuro y desperdiciando otras posibilidades vitales. El trabajo es sólo un medio; carece de virtud por sí mismo. ¿Cuál es la misión del ser humano en la vida? ¿Trabajar para producir tanto crecimiento económico como sea posible, mucho más allá de lo necesario para subsistir? ¿Acaso hemos de tener alguna misión que no hayamos elegido por nosotros mismos suponiendo que queramos tenerla?

Aceptando un papel instrumental al servicio de la riqueza renunciamos a tomar las riendas de la sociedad y hacemos dejación de nuestra responsabilidad en el rumbo de colisión que lleva esta. La actitud defensiva y además limitada a una serie de opciones laborales no conseguirá ni siquiera mantener su posición. La nueva reivindicación laboral será parte de una reivindicación política más completa o no será. La organización de la economía podría ser más humana y sostenible si además de ser trabajadores decidiéramos adquirir una verdadera conciencia política, no una limitada a la lucha de clases dentro de un marco que no se cuestiona.

Para ello será necesaria otra forma de sindicalismo, enraizado en la sociedad más que en el centro de trabajo; un sindicalismo autonomista e inclusivo que reivindique, además de las medidas anteriores, la liberación de tiempo para la autonomía de todos los trabajadores, estén en el nivel salarial que sea. Con ello no sólo ganaríamos una mayor calidad de vida en el presente, (por el tiempo y por el sosiego ganados, aunque se dispusiera de menos bienes de lujo), sino que ganaríamos también la mera posibilidad de un futuro no distópico.

Es necesario recuperar un saludable escepticismo hacia el trabajo en el modelo económico actual, como hiciera por ejemplo el autonomismo italiano, pero ahora para reivindicar, más allá de la autogestión, también una reducción del insostenible volumen de producción global en favor del medio ambiente y de la adaptación a unos recursos energéticos en declive; y al margen del tipo de propiedad, un límite para el papel del mundo productivo en nuestra vida.

"La teoría política que emergía de estos movimientos intentaba formular nociones democráticas alternativas de poder e insistía sobre la autonomía de lo social contra el dominio del Estado y el capital. La autovaloración era el concepto principal que circulaba en el movimiento, y se refería a las formas sociales y las estructuras de valorización que eran relativamente autónomas y suponían una alternativa efectiva a los circuitos de valorización capitalista. La autovaloración era considerada la piedra sobre la cual construir una nueva forma de socialidad, una nueva sociedad.”
El laboratorio italiano, Michael Hardt

Aunque no podamos salir de este sistema productivo de la noche al día, no es lo mismo valorar las cosas de una manera o de otra, por ejemplo, en nuestras apuestas sindicales y políticas. Se trataría de apostar por un reparto del trabajo realmente necesario, ofreciendo acceso al mismo para todos, e intentar que este se dé bajo otro modelo. Por desgracia la cultura comercial nos educa en el sentido contrario, tratando de convencernos de que es bueno trabajar más, en peores condiciones, compitiendo y a cambio de menos.

Esta puede ser la base de un nuevo internacionalismo que no se limite a defender pasivamente las conquistas del pasado, ahora en peligro por el empuje activo de quienes no sienten ningún pudor al buscar la servidumbre ajena.


¿Es posible hoy día no competir, salir de la competición internacional? La competición debería limitarse al seno de los mercados interiores, una competición entre empresas, no entre estados, y ni siquiera tendría por qué ser el criterio con el que organizar la parte principal de la economía del país.

La competencia no tiene por qué ser incesante más allá de la suficiencia, y esto no es lo natural ni lo habitual en las demás especies ni en el seno de la mayoría de las culturas tradicionales. Así por ejemplo, en la naturaleza a veces podemos ver competencia y a veces cooperación, pero lo que siempre se da es la conformidad con lo suficiente. En nuestra cultura subyace una forma de entender la competencia vinculada al acaparamiento sin límites y a la búsqueda de la supremacía, más allá de lo necesario para la suficiencia. La conformidad material es una actitud fuertemente denostada y reprimida en nuestro mundo. (Esta es una clave importante que ya revelaba, por ejemplo, Karl Polanyi en La Gran Transformación).

Sin embargo, una vez superada la suficiencia es mucho más importante el valor de la convivencia que el aumento del intercambio o el enriquecimiento, y estos han de supeditarse a aquellas. ¿Cómo hacerlo? “Los mercados” no se han impuesto en todo el mundo como institución suprapolítica por ser un inevitable fenómeno de la naturaleza. (Más bien contrarían la lógica natural como hemos visto). Se han impuesto porque se cree en este sistema como regulador global, (tras una intensa, extensa y prolongada campaña de promoción social y académica de esta idea). Por tanto el futuro depende de lo que las personas creamos que debe regular la política mundial.

Además de una economía relocalizada, estacionaria y humanista, necesitamos una visión política para la convivencia que podamos proponer en todo el mundo; o mejor dicho, abrir espacios para ir consensuando esta visión. Pero eso será materia de otra entrada.