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domingo, 18 de septiembre de 2016

¿Debemos ser felices?

Quizá suene paradójico pero, de un modo inconsciente, en nuestra cultura comercial hemos interiorizado la necesidad de conseguir un tipo de felicidad muy concreto como un deber existencial. Y si no nos cuestionamos el tipo de felicidad en el que creemos, no podremos saber si existe otra forma de concebirla más satisfactoria.

Desde hace más de una década "la psicología positiva se viene presentando a sí misma como una nueva rama o un nuevo enfoque de la psicología que pretende proporcionar respaldo científico a la concepción optimista de la vida, y pretende también ofrecernos técnicas para que seamos felices". En el siguiente audio de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, del que hago un resumen (cuadro azul), se pone en cuestión la naturaleza y el propósito de esta disciplina.


La idea de felicidad, tal y como la concebimos hoy día, es originaria de la modernidad o incluso más reciente, es propia del capitalismo de consumo de las últimas décadas. Está íntimamente relacionada con la evolución del protestantismo y de la metafísica norteamericana, y con la ideología del darwinismo social. Responde a la necesidad política estadounidense de homogeneizar las actitudes, valores y aspiraciones de su población, aunque luego se globaliza. Encaja perfectamente en la propuesta sobre la naturaleza humana propia del neoliberalismo, (que es mucho más que una teoría política de las prácticas económicas), con su ontología individualista, según la cual cada uno es enteramente responsable de lo que le ocurre.

La propuesta histórica de la psicología positiva tiende a ocultar el profundo carácter ético y normativo de la felicidad. Al tomarla como objeto de estudio científico vela su origen político y moral, y en la práctica ha hecho de esta noción el valor moral principal para ordenar la vida de las personas, y para justificar determinadas intervenciones políticas. El lenguaje de la felicidad define los límites de lo que es y no es deseable dentro de nuestras sociedades. "La felicidad se ha convertido en un imperativo moral sin parecer ni moral ni imperativo."

La financiación de esta psicología suele proceder de instituciones que están muy marcadas desde un punto de vista empresarial, ideológico o político. Y cada vez más investigaciones ponen en duda la validez científica de estos estudios sobre la felicidad, tanto desde el punto de vista teórico como desde el metodológico. De todo ello se desprende que la psicología positiva viene a legitimar una ideología sin aportar realmente nada nuevo a la ciencia.

Con la psicología comercial se nos pide buscar una felicidad que dependa sólo de nuestra actitud y no del entorno, que no necesite cuestionar nuestro modelo socio-económico sino que, más bien, sea útil a este. Como se explicaba en el libro Sonríe o muere, es dudoso que pueda llamarse felicidad a esto, y más bien puede ser una forma de crueldad. Pero supongamos que es posible sentirse feliz a pesar de las circunstancias gracias a estas técnicas de la psicología positiva, como si fuera una droga sin sustancia. Esto implica dejar la felicidad al margen de nuestra conciencia (en los dos sentidos de este término), es decir, al margen de la comprensión de la realidad y de cuál es nuestro efecto en ella.

¿Es esto lo más saludable? ¿Acaso no ha de jugar la conciencia del mundo algún papel en nuestra búsqueda de cierta plenitud vital? No podemos esperar que el mundo responda a nuestras ensoñaciones (o seríamos eternamente desgraciados) pero sí podemos elegir cuál va a ser nuestra relación con la realidad, nuestra influencia en ella. Y lo que uno sabe de sí mismo y de cómo es su relación con el entorno inevitablemente deja un rastro emocional que contribuye a una mayor o menor satisfacción con la propia vida (en función de los valores en los que se crea).

Al hablar de plenitud quizá merezca la pena considerar otra práctica que está poniéndose muy de moda, el mindfulness, (traducible como atención o consciencia plena). Sus métodos parecen contravenir los valores predominantes en nuestra sociedad, este ansia productiva que nos recompensa por el sacrificio que supone con la fascinación dependiente de un consumo incesante.



Los artistas han buscado a menudo una vivencia parecida
 La pintura china clásica, por ejemplo, es el resultado del sentimiento 
experimentado por el pintor que, 
tras la contemplación del paisaje,
 lo plasma en la pintura.
El mindfulness se trata de una manera sencilla de relacionarnos con nuestra propia
experiencia de forma que reducimos el sufrimiento y aumentamos el bienestar. Consiste en saber regular nuestra atención y ampliar la conciencia de nuestra vida en el presente, logrando que cada momento que estamos vivos cuente y que podamos apreciar en su totalidad. Pero no quedándonos simplemente en una técnica como la meditación, sino más bien aplicándolo como un modo de ser, como un modo de estar ante la vida. Sería lo opuesto a vivir con el piloto automático, funcionando como autómatas.

Una vez que eres capaz de identificar tus emociones y tus pensamientos como eventos mentales, empiezas a distanciarte de ellos; tienes una nueva perspectiva. En lugar de dejarte arrastrar por ellos podemos contemplar la corriente de su paso, y nos permite, mediante esa observación, aprender de ellos, y por lo tanto, ser mucho más efectivos en las respuestas que damos ante los desafíos de la vida diaria.

Para todo ello se ponen en práctica una serie de actitudes básicas:
  • No juzgar aquello que estamos observando, (nuestros eventos mentales), convirtiéndonos en testigos imparciales de nuestra experiencia.
  • La paciencia de quien no busca un objetivo ulterior al momento presente.
  • La mente del principiante, que percibe como por primera vez.
  • La confianza en nuestra intuición, escuchando lo que nos dicen el cuerpo y la mente.
“Los pensamientos no conforman la identidad… Uno no es sus pensamientos…. Somos aquello que hace posible que todos estos eventos sucedan... Con el mindfulness llegamos a entrar en contacto con una parte de nosotros mismos con la que no estábamos en contacto.”

Pero hasta aquí el mindfulness nos habla sólo de un modo de estar, de una solución personal sin incidencia en el entorno o que incluso se basa en esa falta de intervención. O si nos lo planteamos como una capacitación, estamos ante una mera técnica: puede ser aprovechada en cualquier sentido en función de los valores en los que creamos. Uno puede encontrarse en mejor estado de ánimo o ser "mucho más efectivo" para servir a fines diametralmente opuestos a los principios inspiradores de esta técnica. No en vano se está poniendo de moda en el ámbito empresarial como una ayuda para mejorar el desempeño laboral. Incluso cabe pensar que esa desidentificación y ese no juzgar pueden ser funcionales al desarraigo necesario para el capitalismo de mercado.

Si basáramos nuestra búsqueda de felicidad sólo en esto, podría ocurrir, como en el caso de la psicología positiva, que contribuyera a paralizar la resistencia contra el modelo de sociedad que crea precisamente la ansiedad y la inconsciencia. Esa clase de felicidad puede convertirse en una lucha inacabable contra fuerzas que continuamente la socavan. Y como en el caso extremo de las adicciones, prescindir del principio de realidad puede ser una bomba de relojería o un abandono al azar. Desde un punto de vista evolutivo, las reacciones de aversión ante una amenaza o de malestar ante un entorno insalubre han sido cruciales para la supervivencia. Y negarlas o forzarlas siempre será un peligro. En la crisis económica que estalló en 2007, por ejemplo, el pensamiento positivo jugó un papel negativo (como también se cuenta en Sonríe o muere). De hecho es posible hablar de un budismo en sintonía con el capitalismo. Así, el retiro personal podría resultar igualmente muy conservador. No estará incidiendo en el origen del malestar: una sociedad organizada en torno al aumento constante de las capacidades productivas aun a costa de la salud, la equidad, la convivencia, la verdadera democracia y el medio ambiente.

Visto así, la felicidad o el mero sentirse bien buscados por sí mismos parecen estados emocionales peligrosos que podrían impedir una respuesta adecuada ante las amenazas. Entonces, ¿debemos renunciar al intento de ser felices? De nuevo vemos cómo la toma de conciencia juega un papel importante en el intento de vivir mejor, aun cuando sin ella podríamos aliviar la infelicidad. Y esta toma de conciencia abre un nuevo campo de opciones a tener en cuenta en la búsqueda de una felicidad realista. En otras palabras esta búsqueda está íntimamente relacionada con la ética.

Como se desprende de lo que hemos visto sobre psicología positiva, la noción de felicidad tiene una dimensión social. La heredamos a través de la educación, de la información y de la propaganda. Pero además todos influimos en esa percepción común sobre el contenido de la felicidad. Aunque nos nieguen la credibilidad, salvo a los profesionales o expertos, la verdad es que todos los seres humanos somos agentes culturales. Por tanto el propósito de ser felices siempre estará incompleto si no se integra en una reflexión ética acerca de los fines sociales a los que contribuyen nuestra actividad (o inactividad) y nuestras capacidades. Para cambiar el origen social del malestar, (y no sólo aprender a sobrellevarlo en la medida en que cada cual pueda), es necesario que nuestra respuesta se enmarque en una visión más amplia y comprensiva, que se plasme en una acción política y cultural, y que parta de un cuestionamiento existencial.

La pregunta inicial sería ¿debemos transformar la realidad, el entorno en el que vivimos, o es mejor una aceptación que evite los daños causables y las frustraciones propias del conflicto entre esta y nuestras expectativas? Ya hemos visto los peligros del retiro, pero ¿acaso no es precisamente la acción lo que está angustiando a las personas y sobre-explotando la biosfera? ¿Cómo desenredar este lío? ¿No habremos convertido la acción por sí misma en una forma de retiro de la conciencia?

La clásica disyuntiva entre las diversas formas de retiro espiritual o meditativo y la acción transformadora apela necesariamente a respuestas que no puede darnos la ciencia aunque intente aparentarlo. Pero la opción por la que apostamos siempre tiene lugar, bien mediante la reflexión o bien por medio de hábitos mentales, aun cuando no siempre seamos conscientes de ello.

Quizá esto último se aprecie mejor al observar el vínculo entre nuestras convicciones metafísicas y nuestras opciones políticas. Desde la política se ordena el mundo de acuerdo a las creencias mayoritarias, como la fe en un paraíso celestial que haga palidecer cualquier maravilla del mundo real -caso de las teocracias-, o bajo la modernidad, como la fe en unas soluciones técnicas futuras otorgadas por el crecimiento económico, tan indemostrables como cualquier "más allá"; una fe que también nos permite menospreciar el presente. Y dentro de ese orden político, resultan baldíos los cambios de comportamiento individuales que traten de superar los daños provocados por el mismo, porque a ese orden se le da una importancia superior a estos daños, una importancia metafísica, (una importancia ontológica y teleológica): hoy en día consideramos que existimos en la medida en que crecemos económicamente; tanto individuos como naciones miden su relevancia en términos económicos y se proyectan en esa ambición. Y esa ensoñación es la que recaba el apoyo político.

La disidencia resulta impotente cuando atañe a conductas que las instituciones actuales pueden asimilar, cuando no cuestiona estas instituciones y su sentido, cuando no cambia las creencias, (cuando no hay pensamiento), cuando no pone en cuestión la metafísica que inspira la política actual en sus diversas variantes. Hay que desentrañar "lo sagrado" de la cosmovisión científicista, la parte irracional o voluntarista que pasa por científica, y exponerla claramente para que todos veamos que ese meollo tan básico se puede y se debe cuestionar.

Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado
                                
                                                                                 Rafael Sánchez Ferslosio

En general la modernidad, adoradora de la ciencia, no cree estar dominada por una fe irracional, y no se cuestiona esto. (De hecho desprecia los diversos cultos religiosos e incluso el pensamiento metafísico por considerar que todo ello está desconectado de la realidad que podemos conocer y manipular, aunque sin duda esas tradiciones hayan sido menos destructivas que la apuesta por una racionalidad a la que le cuesta mucho reconocer sus limitaciones). Pero esta confianza en el futuro que nos debe proporcionar el aumento de las capacidades productivas es en realidad tan irracional como cualquier religión. La persistencia en esta apuesta a pesar de las consecuencias sociales, ambientales y personales derivadas de la misma son buena muestra de ello.

La experiencia de un crecimiento económico que nos ha otorgado capacidades sorprendentes no es prueba de que vaya a seguir haciéndolo y en el preciso sentido que necesitamos. Eso sólo se apoya en la confianza, es decir, en la fe. A lo que hay que añadir que continuamente se minusvaloran los daños derivados de esta actividad o los científicamente probados límites de la misma. El exceso de transformación propio de esta actividad tomada como valor supremo nos está llevando a un abandono del principio de realidad como cualquier otro abandono a un valor trascendente (basado en la confianza o en la fe más que en la observación).

Es obvio que el problema no está ni en la ciencia ni en la tecnología sino precisamente en su mistificación, haciendo pasar por ciencia (psicológica o económica) lo que no es sino política y metafísica. Que los descubrimientos venideros tengan un sentido favorable para la humanidad no es algo que esté garantizado. La energía de fisión nuclear, por ejemplo, pudo suponer nuestro fin (y aún no hemos dejado atrás ese peligro). La propia disposición de energía, como cualquier capacidad, puede ser tanto un problema como una ayuda en función de cómo se gestione, (incluso cuando hablamos de métodos más limpios como las renovables o la esperada energía de fusión nuclear). Si la eficiencia para una máxima producción a corto plazo sigue prevaleciendo sobre la resiliencia, sobre la sostenibilidad, o sobre el buenvivir presente de todos, cualquier mejora técnica será una mejora de las capacidades para la destrucción. Por tanto, el efecto futuro de los descubrimientos venideros dependerá de si conseguimos reapropiarnos colectivamente de la política, de la filosofía y de la narrativa de nuestro tiempo, o si por el contrario, continuamos actuando como resignados programas.

Escenas de Tron y Tron: Legacy en las que el programador Flynn habla en distintas épocas 
con varios programas inmerso en el mundo de estos.

Y es que, como decíamos en otro artículo glosando a Schumacher, “(...) las ideas surgidas en el siglo XIX, que pretendían romper con la metafísica, son una metafísica destructiva, «los errores no están en la ciencia, sino en la filosofía que se nos propone en nombre de la ciencia».

Según el economista ecológico Herman E. Daly, "la visión neoclásica [vale decir, el enfoque dominante en economía] es aquella en que el hombre, el creador, sobrepasa todos los límites y rehace la Creación para que se adapte a sus preferencias subjetivas e individualistas.”

Tomado de Autoconstrucción, Jorge Riechamann, 2015

Así, respondiendo a la pregunta planteada, hoy día se da la paradoja de que necesitamos ser activos para cambiar un modelo social que resulta destructivo por su exceso de actividad. La diferencia entre una y otra forma de actividad está en que el exceso responde una actividad económica enajenada y lo que necesitamos es actividad política autónoma, una actividad que recupere la conciencia, (unificando las dos acepciones de este término).

Planteado el reto, (una orientación hacia la actividad autónoma, al margen del afán productivo), la pregunta inicial podría formularse de otra manera. ¿Cómo ser felices sin abandonar el principio de realidad? ¿Cómo ser felices sin buscar la paz en la renuncia a mejorar este mundo? ¿O cómo mejorar nuestro porvenir sin renunciar a la felicidad en el presente, lo único que en verdad tenemos? En resumen, ¿cómo congeniar la aceptación con la transformación?

La propia actividad autónoma puede volverse una fuente de frustraciones, conflictos o desmoralización si a la vez no hallamos un modo de hacer las cosas que sea por sí mismo satisfactorio. La cultura occidental de la transformación y de la acción tiene su reflejo en dos mitos, uno es la mencionada transformación económica por sí misma, y el otro es la revolución política [1] [2]. Ambas se basan en sendos supuestos metafísicos (aunque no se perciban como tales). El primero es esa fe en unos descubrimientos y capacidades aún inexistentes que ya hemos tratado. El segundo tiene carácter mesiánico: la fe en la implantación súbita de un sistema político nunca probado en la práctica. Y ambas comparten un planteamiento sacrificial que ignora la vivencia.

Por contra, se consiga lo que se consiga, una actividad que se pueda sostener en el tiempo porque a la vez nos permite disfrutar de ella, será más generalizable y tendrá un mayor efecto que una acción espectacular pero incierta. Es decir, el cambio y la transformación de la realidad que ahora necesitamos no pasa por la economía, ni por diseños políticos cerrados ni por el retiro sino, en todo caso, por el el pensamiento autónomo y por la democracia.

En este sentido, para esta reflexión es obligado recordar a Aldous Huxley, quien ya nos advertía de la posibilidad de alcanzar un mundo cerrado de sujetos controlados desde el poder en el que, sin embargo, nos sintiéramos felices. Una vez más, como en otras distopías, o como en La vida es sueño, esto se basaría en la limitación de nuestra conciencia, en la denegación de acceso a la toma de decisiones constituyentes de nuestra sociedad -¡y en adelante, de nuestra propia biología!- en cada momento histórico. Como decíamos en nuestra modesta utopía,

“Si pretendemos una sociedad formada por ciudadanos maduros y autónomos, estos deben ser plenamente conscientes de lo que vamos construyendo entre todos, sin que se diluya su autoridad sobre ello ni su sentido de la responsabilidad.”

Anulada esa parte esencial de lo que somos, anulada la capacidad ética para evaluar lo que nos rodea y para decidir nuestro apoyo o nuestro rechazo a las normas sociales, no es posible decir que estamos viviendo plenamente, que estamos ejercitando nuestras potencialidades como seres humanos, que eso que sentimos es plenitud vital.



                 En El filo de la navaja Larry Darrell busca su propio camino ¿intelectual?, ¿espiritual? 
Al margen de sus conclusiones, al menos comprende la metafísica nihilista 
que le ofrece su mundo y es capaz de cuestionarla.          

Volviendo al mindfulness, este se inspira en tradiciones orientales que iban más allá de meras prácticas relajantes o satisfactorias por sí mismas. Tratar de extraer la parte técnica (como cuando utilizamos el yoga para hacer estiramientos), desprendiéndonos de la cáscara metafísica, no obrará el milagro de traer las virtudes de esas tradiciones a una modernidad no cuestionada. Ese intento de uso técnico de la experimentación milenaria con nuestro cuerpo y con nuestra mente no representa un sabio punto medio, como tampoco lo sería una difícil conversión a antiguas creencias o el mencionado retiro de toda acción. Una mejor aproximación a este punto medio pasaría por replantearnos el contenido metafísico de nuestra civilización, esta inadvertida tecnolatría crecentista, y convertir esos principios tradicionales favorables al buenvivir, como cierta conformidad material que permita centrarse en mejorar la vivencia, también compartidos por algunos pensadores de nuestra propia tradición cultural, en principios políticos que inspirasen la organización social, (y no sólo la conducta).

Si cambiara esa "significación imaginaria" mayoritaria, podría cambiar el orden político que contiene y encauza lo demás. No sólo podríamos erradicar la fuente de nuestra ansiedad -esa presión social, esas expectativas individuales, este miedo inducido- sino que podríamos resolver los grandes males de nuestro tiempo. Libres del imperativo dogmático de crecer cuanto se pueda, podríamos pasar de la competencia excluyente a una cooperación inclusiva, de la desmesura a la suficiencia y de la dominación a la autonomía.

Por tanto, el sabio punto medio entre el retiro de los deseos en favor del bienestar y el aprecio de nuestras capacidades para transformar el entorno, ese punto que traería realismo y responsabilidad tanto a lo uno como a lo otro, pasa por cuestionar la metafísica oculta en toda cultura, también en la moderna o en la postmoderna, para reapropiarnos de los fines de nuestra actividad, pero también pasa por aspirar al buenvivir en los modos, en las formas, en la vivencia a través de la cual intentamos enaltecer la vida terrenal. Más que un punto medio se trataría de adoptar lo mejor de cada mundo abandonando además las distintas formas de alienación.

El reto ya no puede ser sólo disfrutar al margen de la capacitación práctica ni puede ser sólo entregarnos a un progreso vacío y destructivo. Ahora el reto es una armonía entre los medios y los fines. Estos últimos, a falta de un más allá irrefutable, trascendente o futuro, volverían a ser cuestionables, decididos por cada persona y puestos en común democráticamente. Y la acción tendría que permitir el disfrute en el modo de ser ejecutada, (como en todos los rituales). Porque los medios delatan el fin. El reto es buscar cierta elevación precisamente en el encuentro con la realidad y con los demás, (no en el retiro). El reto es fortalecerse, capacitarse o mejorarse sin prescindir de la noción de virtud.

Estos principios permitirían una felicidad no enajenada (no centrada en la producción y el consumo); o del otro lado, permitirían una transformación no irresponsable, no entregada. Cada cual puede intentar centrarse en la faceta de la acción política y cultural que más conecte con sus inclinaciones, talentos o preocupaciones. Y en esa armonía entre el gozo y lo que uno sabe de sí mismo y de su engarce con la realidad, el tiempo nunca se habrá perdido ni habrá sido robado.


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