Aunque no tengamos un teoría detallada sobre el cambio, lo más sensato
siempre es actuar.
Tras años de actividad intensa en
las redes sociales debo anunciaros algo, es mucho más fácil y sencillo ponernos
de acuerdo en lo que no nos gusta que en lo que queremos. Este consenso
negativo es tremendamente paralizante aunque tiene causas bien fundadas, la
principal de ellas es que no disponemos una teoría aceptada sobre cómo cambiar
el mundo.
En efecto, los marxistas,
socialistas “científicos” opuestos a los socialistas “utópicos”, creían que era
imposible que una parte de la nueva sociedad creciese y se fuese desarrollando dentro
de la vieja, y por eso ponían su confianza en una “revolución”, un cambio
súbito de todo, generalmente logrado a través del control de las instituciones
del poder ejecutivo, el aparato de Estado. Por el contrario los anarquistas,
que consideraban con buen criterio que el Estado era una herramienta de
opresión en manos de los poderosos, pensaban que había que ir desarrollando la
nueva sociedad dentro de la antigua, a través de pequeñas iniciativas autónomas
que fuesen creciendo y cambiando la conciencia de la población poco a poco.
Los anarquistas tenían razón,
evidentemente, los cambios grandes siempre vienen precedidos de infinidad de
pequeños cambios, que como
ya señaló Hegel, serían casi imperceptibles hasta que de golpe fuese
visible la forma de un mundo nuevo:
Así, el espíritu que se forma
madura lentamente y en silencio hasta que su nueva figura, desintegra pedazo a
pedazo el edificio del mundo que lo precede; la conmoción del mundo la indican
tan sólo síntomas esporádicos; la frivolidad y el aburrimiento que invaden lo
que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los
signos que anuncian algo distinto que está en marcha. Este resquebrajamiento
continuo que no alteraba la fisonomía del conjunto se ve bruscamente
interrumpido por la salida del sol que, en un relámpago, dibuja de una vez la
forma del nuevo mundo.
También es cierto que los
anarquistas, en su estrategia, desprecian el apoyo de las instituciones del Estado,
una herramienta muy útil para ir avanzando en pequeños cambios que vayan
haciendo madurar lentamente el espíritu.
Sea como fuere, entre aquellos
que creen que es mejor no hacer nada y esperar a que el mundo se derrumbe, los
que renuncian a las instituciones como herramienta de cambio, y los que no
apoyan nada que no sea completamente transparente, igualitario, feminista,
sostenible, democrático, etc., al final todo parece que continúa su marcha al
viejo estilo capitalista, sin el menor indicio que indique un cambio de rumbo.
Fijándonos por ejemplo en un
problema que sí que parece estar poco a poco ganando terreno entre las
preocupaciones de la ciudadanía, como es el cambio climático (a pesar de que en
general todavía
no se es consciente de sus peores consecuencias), sorprende que apenas
estemos avanzando al respecto, cuando sabemos que un porcentaje muy elevado de
emisiones se deben no sólo a la producción de energía (donde estamos más lejos
de una solución, si exceptuamos el decrecimiento) sino a la agricultura y el
transporte (hay distintas estimaciones pero una búsqueda por internet sitúan
las de la agricultura por encima del 30%
y las del transporte en el 14%),
donde se podrían reducir bastante las emisiones de forma relativamente
sencilla.
En efecto, ¿por qué apostar por un
vehículo de escasas prestaciones, y que requiere
una infraestructura enorme, como el coche eléctrico, que además es difícil
que se pueda fabricar a la escala necesaria para resultar una alternativa de
movilidad? Esa apuesta difícilmente se podría justificar si el coche
eléctrico redujese ampliamente las emisiones de gases de efecto invernadero,
pero a
lo largo de su ciclo de vida apenas lo hace (aproximadamente, ya que depende
del mix eléctrico del país en el que se enchufe) un 20%. Por el contrario,
aumentar la ocupación de un vehículo de un pasajero a dos reduce las emisiones
un 50%, al eliminar un trayecto, y aumentarla hasta cuatro ocupantes las
reduciría en un 75%. Aunque no es una panacea, el camino parece ser compartir y
potenciar las soluciones low tech,
como la bicicleta.
En cuanto a la agricultura
sabemos también que es necesario reducir
el consumo de carne a niveles saludables, desperdiciar mucha menos comida, producirla
localmente, con menos fertilizantes y agroquímicos, y utilizar métodos que
aumenten la fijación de carbono al suelo y la biomasa vegetal en el corteza
terrestre.
Pues bien, recientemente
ha llegado a mi conocimiento el caso de Pep Lemon, una empresa que
precisamente utiliza varios de estos principios: reduce el desperdicio de
comida ya que utiliza limones no aptos para su comercialización por defectos de
forma, tamaño, apariencia, etc., junto con algarrobas que tampoco se utilizaban,
todos ellos de producción local, además de colaborar con empresas locales que
le suministran servicios como el embotellado o la distribución.
Esta empresa, que produce y distribuye
sus productos en las Islas Baleares, no tiene intención de salir de este ámbito
geográfico, lo que haría que el producto dejase de ser local, al contrario,
busca que su modelo sea utilizado en otros territorios, de forma que la
producción de alimentos se vuelva más sostenible.
Resulta paradójico que Pep Lemon haya
sido denunciada por PepsiCo por entender que el nombre de la empresa
mallorquina podría inducir a los consumidores a error, y que por tanto los
insulares se aprovechan de la marca de la empresa norteamericana. Curioso que
PepsiCo, que opera de una manera muy distinta a Pep Lemon, crea tener una marca
valorada por los consumidores, cuando en realidad PepsiCo compite por precio
utilizando economías escala (el embotellado y empaquetado son operaciones
costosas que se pueden automatizar a gran escala), llevándose la riqueza fuera
del territorio y generando
externalidades que tendrán que ser asumidas por todos, y no sólo por sus
clientes, y que no se incluyen en el precio del producto, como el propio nombre
de externalidad sugiere.
Es aquí donde encontramos el
límite a la estrategia de abajo hacia arriba. Es evidente como las
instituciones de gobierno podrían tener un papel en fomentar la economía local,
por ejemplo con impuestos al carbono, a las emisiones de gases de efecto
invernadero. Si con un impuesto subimos el precio a algo, como las emisiones de
gases de efecto invernadero, aquellos productos kilométricos, que lleven
asociados mayores gastos de transporte, serán más caros, y se consumirán menos.
Paralelamente, deberíamos eliminar impuestos a aquello que nos es grato, por
ejemplo el empleo. Si es más barato emplear a alguien es probable que se
proporcione empleo a más parte de la población. Debemos
grabar lo que no queremos y desgravar aquello que queremos.
También el gobierno debería tener
un papel en la elaboración de leyes más beneficiosas para la sociedad sobre los
derechos propiedad intelectual. No parece creíble que los consumidores puedan
confundir los productos de Pep Lemon con los de PepsiCo, como tampoco parece razonable
prohibir el uso de un nombre típico balear y catalán como Pep en una marca
comercial, asumiendo que cualquier marca extranjera puede coger elementos
cualesquiera del procomún y apropiárselos, simplemente porque no tengan dueño.
Precisamente lo común debería definirse como lo inapropiable, no tiene sentido
que empresas particulares restrinjan el uso de nombres, conocimientos o
manifestaciones artísticas que a lo largo de nuestra historia hemos considerado
algo común, de todos.
La información tiene una
propiedad que los economistas denominan “no rivalidad”, es un bien no rival. Al
contrario que una barra de pan, que si es comida por una persona no puede ser
ingerida por otra, que una persona use una información no restringe el uso que
otra persona pueda hacer de ella. Que yo llame a mi hijo Pep no restringe que
otra persona pueda llamar también Pep a su hijo, o utilizarlo como parte de la
marca de un producto.
Debemos lograr leyes más favorables
para el cambio, y mientras lo hacemos quizás
lo más inteligente sea utilizar el procomún de internet, ese contenido en
red de acceso gratuito, para difundir casos como el de Pep Lemon, y promover el
apoyo a este tipo de productos, y a la campaña que pide
que PepsiCo respete a la empresa mallorquina. Si estás de acuerdo, difunde.