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sábado, 29 de julio de 2017

Alternativas económicas que debemos apoyar: el caso de Pep Lemon

Aunque no tengamos un teoría detallada sobre el cambio, lo más sensato siempre es actuar.




Tras años de actividad intensa en las redes sociales debo anunciaros algo, es mucho más fácil y sencillo ponernos de acuerdo en lo que no nos gusta que en lo que queremos. Este consenso negativo es tremendamente paralizante aunque tiene causas bien fundadas, la principal de ellas es que no disponemos una teoría aceptada sobre cómo cambiar el mundo.

En efecto, los marxistas, socialistas “científicos” opuestos a los socialistas “utópicos”, creían que era imposible que una parte de la nueva sociedad creciese y se fuese desarrollando dentro de la vieja, y por eso ponían su confianza en una “revolución”, un cambio súbito de todo, generalmente logrado a través del control de las instituciones del poder ejecutivo, el aparato de Estado. Por el contrario los anarquistas, que consideraban con buen criterio que el Estado era una herramienta de opresión en manos de los poderosos, pensaban que había que ir desarrollando la nueva sociedad dentro de la antigua, a través de pequeñas iniciativas autónomas que fuesen creciendo y cambiando la conciencia de la población poco a poco.

Los anarquistas tenían razón, evidentemente, los cambios grandes siempre vienen precedidos de infinidad de pequeños cambios, que como ya señaló Hegel, serían casi imperceptibles hasta que de golpe fuese visible la forma de un mundo nuevo:

Así, el espíritu que se forma madura lentamente y en silencio hasta que su nueva figura, desintegra pedazo a pedazo el edificio del mundo que lo precede; la conmoción del mundo la indican tan sólo síntomas esporádicos; la frivolidad y el aburrimiento que invaden lo que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los signos que anuncian algo distinto que está en marcha. Este resquebrajamiento continuo que no alteraba la fisonomía del conjunto se ve bruscamente interrumpido por la salida del sol que, en un relámpago, dibuja de una vez la forma del nuevo mundo.

También es cierto que los anarquistas, en su estrategia, desprecian el apoyo de las instituciones del Estado, una herramienta muy útil para ir avanzando en pequeños cambios que vayan haciendo madurar lentamente el espíritu.

Sea como fuere, entre aquellos que creen que es mejor no hacer nada y esperar a que el mundo se derrumbe, los que renuncian a las instituciones como herramienta de cambio, y los que no apoyan nada que no sea completamente transparente, igualitario, feminista, sostenible, democrático, etc., al final todo parece que continúa su marcha al viejo estilo capitalista, sin el menor indicio que indique un cambio de rumbo.

Fijándonos por ejemplo en un problema que sí que parece estar poco a poco ganando terreno entre las preocupaciones de la ciudadanía, como es el cambio climático (a pesar de que en general todavía no se es consciente de sus peores consecuencias), sorprende que apenas estemos avanzando al respecto, cuando sabemos que un porcentaje muy elevado de emisiones se deben no sólo a la producción de energía (donde estamos más lejos de una solución, si exceptuamos el decrecimiento) sino a la agricultura y el transporte (hay distintas estimaciones pero una búsqueda por internet sitúan las de la agricultura por encima del 30% y las del transporte en el 14%), donde se podrían reducir bastante las emisiones de forma relativamente sencilla.

En efecto, ¿por qué apostar por un vehículo de escasas prestaciones, y que requiere una infraestructura enorme, como el coche eléctrico, que además es difícil que se pueda fabricar a la escala necesaria para resultar una alternativa de movilidad? Esa apuesta difícilmente se podría justificar si el coche eléctrico redujese ampliamente las emisiones de gases de efecto invernadero, pero a lo largo de su ciclo de vida apenas lo hace (aproximadamente, ya que depende del mix eléctrico del país en el que se enchufe) un 20%. Por el contrario, aumentar la ocupación de un vehículo de un pasajero a dos reduce las emisiones un 50%, al eliminar un trayecto, y aumentarla hasta cuatro ocupantes las reduciría en un 75%. Aunque no es una panacea, el camino parece ser compartir y potenciar las soluciones low tech, como la bicicleta.

En cuanto a la agricultura sabemos también que es necesario reducir el consumo de carne a niveles saludables, desperdiciar mucha menos comida, producirla localmente, con menos fertilizantes y agroquímicos, y utilizar métodos que aumenten la fijación de carbono al suelo y la biomasa vegetal en el corteza terrestre.

Pues bien, recientemente ha llegado a mi conocimiento el caso de Pep Lemon, una empresa que precisamente utiliza varios de estos principios: reduce el desperdicio de comida ya que utiliza limones no aptos para su comercialización por defectos de forma, tamaño, apariencia, etc., junto con algarrobas que tampoco se utilizaban, todos ellos de producción local, además de colaborar con empresas locales que le suministran servicios como el embotellado o la distribución.





Esta empresa, que produce y distribuye sus productos en las Islas Baleares, no tiene intención de salir de este ámbito geográfico, lo que haría que el producto dejase de ser local, al contrario, busca que su modelo sea utilizado en otros territorios, de forma que la producción de alimentos se vuelva más sostenible.





Resulta paradójico que Pep Lemon haya sido denunciada por PepsiCo por entender que el nombre de la empresa mallorquina podría inducir a los consumidores a error, y que por tanto los insulares se aprovechan de la marca de la empresa norteamericana. Curioso que PepsiCo, que opera de una manera muy distinta a Pep Lemon, crea tener una marca valorada por los consumidores, cuando en realidad PepsiCo compite por precio utilizando economías escala (el embotellado y empaquetado son operaciones costosas que se pueden automatizar a gran escala), llevándose la riqueza fuera del territorio y generando externalidades que tendrán que ser asumidas por todos, y no sólo por sus clientes, y que no se incluyen en el precio del producto, como el propio nombre de externalidad sugiere.

Es aquí donde encontramos el límite a la estrategia de abajo hacia arriba. Es evidente como las instituciones de gobierno podrían tener un papel en fomentar la economía local, por ejemplo con impuestos al carbono, a las emisiones de gases de efecto invernadero. Si con un impuesto subimos el precio a algo, como las emisiones de gases de efecto invernadero, aquellos productos kilométricos, que lleven asociados mayores gastos de transporte, serán más caros, y se consumirán menos. Paralelamente, deberíamos eliminar impuestos a aquello que nos es grato, por ejemplo el empleo. Si es más barato emplear a alguien es probable que se proporcione empleo a más parte de la población. Debemos grabar lo que no queremos y desgravar aquello que queremos.

También el gobierno debería tener un papel en la elaboración de leyes más beneficiosas para la sociedad sobre los derechos propiedad intelectual. No parece creíble que los consumidores puedan confundir los productos de Pep Lemon con los de PepsiCo, como tampoco parece razonable prohibir el uso de un nombre típico balear y catalán como Pep en una marca comercial, asumiendo que cualquier marca extranjera puede coger elementos cualesquiera del procomún y apropiárselos, simplemente porque no tengan dueño. Precisamente lo común debería definirse como lo inapropiable, no tiene sentido que empresas particulares restrinjan el uso de nombres, conocimientos o manifestaciones artísticas que a lo largo de nuestra historia hemos considerado algo común, de todos.

La información tiene una propiedad que los economistas denominan “no rivalidad”, es un bien no rival. Al contrario que una barra de pan, que si es comida por una persona no puede ser ingerida por otra, que una persona use una información no restringe el uso que otra persona pueda hacer de ella. Que yo llame a mi hijo Pep no restringe que otra persona pueda llamar también Pep a su hijo, o utilizarlo como parte de la marca de un producto.


Debemos lograr leyes más favorables para el cambio, y mientras lo hacemos quizás lo más inteligente sea utilizar el procomún de internet, ese contenido en red de acceso gratuito, para difundir casos como el de Pep Lemon, y promover el apoyo a este tipo de productos, y a la campaña que pide que PepsiCo respete a la empresa mallorquina. Si estás de acuerdo, difunde.

lunes, 24 de julio de 2017

¿Qué haremos si dejamos de trabajar?

Reducir el tiempo de trabajo puede ser lo más parecido a la libertad a lo que puede aspirar la población que no pertenece a la élite en una sociedad compleja. Con bastante seguridad redundaría en una mejor satisfacción de nuestras necesidades humanas.




Mientras la economía continúa creciendo a un ritmo mediocre, crecimiento que nos hace cada vez más pobres, el empleo se vuelve cada vez más un lujo. Vivimos atemorizados por la escasa calidad y estabilidad del mismo, y para empeorar la situación nos hablan continuamente de la amenaza de los robots y la automatización e incluso de otra maravilla tecnológica de esas que siempre está llegando, pero que no terminamos de ver, la inteligencia artificial.

Llegue o no llegue la inteligencia artificial lo cierto es que estamos viviendo una revolución tecnológica, la de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, que no crea trabajo, al menos en la medida en que lo destruye. Cuando en su día llegaron el ferrocarril y el telégrafo, o el automóvil y el teléfono, provocaron una inversión masiva en infraestructuras e hicieron posible multitud de actividades y negocios que sin ellos no habrían prosperado, además de hacer obsoletas algunas actividades de escasa entidad (transporte en diligencia, etc.). Las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones requieren infraestructuras de carácter menor, comparadas con las de los ejemplos anteriores, y erosionan el empleo en infinidad de actividades, ya que permiten que lo que antes se vendía ahora se obtenga gratis, además de crear redes que permiten que unos pocos individuos acaparen todo el valor. Repitiendo lo que escribí en el artículo que acabo de enlazar:

Fijémonos en esos 28 millones de dólares de ingresos de la celebrity por excelencia y de otras creadoras de tendencias, ya sabemos de dónde salen, de lo que pagan los organizadores de fiestas, vendedores de ropa, complementos, etc. En realidad este negocio no es nuevo, se desarrollaba de una forma convencional, jerarquizada, corporativa, por publicaciones como Vogue, Elle, Cosmopolitan y otras ¿Qué ha pasado con esas revistas? Pues seguramente lo estarán pasando mal, y lo van a pasar peor, al igual que la prensa escrita, incluso peor todavía, ya que las que no salen como suplemento de algún diario (que son muchas) no podrán contar con el apoyo a fondo perdido de gobiernos, partidos políticos y grupos financieros. Las tendencias son información y como nos han contado recientemente Jeremy Rifkin y Paul Mason, el coste marginal de transmitir información es cero, es decir, una vez pagado lo que cuesta producir esa información (o sin pagar si se genera gratis, como este artículo) se puede reproducir infinitamente sin coste. Los fabricantes de ropa y complementos seguirán pagando por su publicidad, pero con el tiempo lo lógico es que el consumidor final de esas recomendaciones las obtenga gratis a través de la red. Algunos, como los autores citados anteriormente, ven en ello un problema para el actual sistema socioeconómico, que podría llevar a su colapso. En palabras de Paul Mason: “Las tecnologías informacionales (o de la información) son diferentes de cualquier otra tecnología previa. Como mostraré aquí, evidencia una tendencia espontánea a disolver mercados, destruir derechos de propiedad y desintegrar la relación entre trabajo y salarios. Y ese es el trasfondo fundamental de la crisis que estamos soportando.

Quizás es hora de asumir que no será posible proporcionar un trabajo a toda la población, y que habrá que recurrir a medidas como la renta básica universal, para tratar de evitar, al menos de momento, una gran exclusión.

¿Proporcionaremos a la gente una renta sin trabajar? Dicha medida es extremadamente polémica, y es normal que lo sea, viola algunos de los principios sagrados sobre los que se sustenta nuestra civilización: la idea de que somos seres racionales y egoístas, y el derecho sagrado a la propiedad privada. En efecto, si somos racionales y egoístas ¿qué haremos si nos pagan por no hacer nada? ¿Buscar más renta en el mercado negro? ¿Caer en la desidia? En cualquier caso dicho subsidio tendrá que ser pagado por aquellos que trabajan u obtienen rentas sin trabajar de sus propiedades, una “clara vulneración” de la propiedad privada.

En realidad, salvo los anarcocapitalistas (cuya función es mover la ventana de Overton hacia un extremo, no llevar a la práctica sus propuestas) todo el mundo reconoce que los mercados necesitan instituciones públicas robustas para funcionar, a más mercado, más estado, así ha sido históricamente y así continúa siendo. Las economías más prosperas son las que tienen mejores instituciones de gobierno, mejores agencias de supervisión, bancos centrales, policía, sistema judicial, etc. que debe ser pagado mediante impuestos. Se supedita por tanto la propiedad privada al bien común, poniendo un límite a este derecho, y el debate se traslada a qué sistema impositivo es más justo y más eficiente, lo cual dependerá en gran medida de nuestros valores como sociedad.

El segundo argumento, por tanto, no es tal, y el peso de la prueba se desplazará a la racionalidad económica ¿Saldrá rentable? ¿Los beneficios serán mayores que los costes? ¿Se perderá producción? Ya veo a los economistas ortodoxos alegando que distorsiona el mercado de trabajo, y que por tanto no es eficiente, a pesar de que esa puede ser una de sus mayores virtudes, permitirnos decir que no a esa avalancha de trabajos de mierda que amenaza con convertir nuestra vida en un infierno.

Aunque puestos a cuestionarnos qué haríamos con nuestro tiempo si dejásemos de trabajar ¿por qué no dedicarnos a solucionar los problemas de la humanidad? Recientemente leí sobre la actividad de una ONG que me pareció de enorme interés, reparan herramientas para enviarlas a países en vías de desarrollo. Envían kits de herramientas, de sastre, mecánico, herrero, carpintero, junto con un curso de formación e instrucciones para reparaciones a personas de países en vías de desarrollo, a cambio de un precio simbólico, para evitar que haya quién quiera obtenerlas para revenderlas. Es una forma muy sencilla de transferir capital a países donde es necesario y posiblemente sería necesario hacerlo a mayor escala, y con una variedad de herramientas y de capital más amplia. Es evidente que reducir el trabajo ampliaría enormemente el tiempo que dedicamos a realizar actividades que no son rentables, desde (en el peor de los casos) jugar a videojuegos hasta plantar árboles, alimentos o ayudar a gente que lo necesita, ya sea porque es pobre, está enferma o está sola.

Poder dedicar tiempo a actividades no rentables, a cubrir nuestras auténticas necesidades como seres humanos, es lo más parecido a la libertad en una sociedad compleja a lo que pueden aspirar los que no pertenecen a la élite gobernante. El racionalismo economicista posiblemente nos diga que realizar todas esas cosas no aumenta el PIB, pero se les podría contestar que como ya mostramos en otra ocasión, la producción de bienes y servicios y su distribución en el mercado, atendiendo al beneficio, en numerosas ocasiones no está alineada con la satisfacción de nuestras necesidades humanas





Es más, en muchos casos se trata de inhibidores de las mismas. Así por ejemplo, si nos fijamos en la necesidad de subsistencia, un alimento procesado industrial puede tener cabida en la celda de subsistencia y tener, pero será un inhibidor en la celda de subsistencia y ser, ya que inhibe permanecer en un buen estado de salud física, e incluso mental, ya que los problemas mentales relacionados con el peso pueden estar causados por un modelo de belleza física que ensalza la delgadez debido a los problemas sociales con el sobrepeso, causados en gran medida por la alimentación industrial.


Ya es hora entonces, de exigir a nuestros gobiernos que paso a paso vayan implementando medidas para reducir el tiempo de trabajo, una economía colaborativa y cooperativa podría ayudarnos a mantener los servicios que nos proporcionan el bienestar con menos recursos, y también con menos renta. Como también he argumentado en otra ocasión, una Renta Básica Universal que se complemente con un programa de empleo público garantizado podría abrir la puerta a una auténtica economía inclusiva, o ser el primer paso en la evolución hacia ella.

miércoles, 19 de julio de 2017

Nuestro crecimiento nos empobrece

No se deje engañar por la retórica vacía de los dirigentes, los costes del crecimiento superan en la actualidad a sus benficios.




Continuamente nos bombardean con titulares sobre el crecimiento: de la economía española, de la facturación de Inditex o tal o cual compañía. Que algo pueda crecer cada vez más sin ocasionar graves perjuicios sólo puede ser sostenido si se mantiene al menos una de estas creencias:
a)      Aquello que crece no está contenido por nada (por ejemplo el universo).
b)      Lo que crece puede desvincularse por completo del mundo físico, siendo una entidad puramente mental (por ejemplo, nuestra fe en Dios puede ser cada vez mayor).

En varias ocasiones hemos señalado como en el caso de la economía se puede demostrar que ambas creencias son falsas, pero conviene recordar de vez en cuando el corolario de todo ello: crecer nos hace más pobres.

En efecto, si algo no puede crecer hasta el infinito debe necesariamente tener una escala óptima. Claro que cuando crece la facturación de Inditex sus accionistas seguramente estén muy contentos, pero la contrapartida de ello es que hemos dedicado más tiempo a comprar ropa, y por tanto lo hemos restado de contemplar un atardecer, besar a nuestr@ amad@ o mantener una conversación estimulante. También, el incremento de prendas de ropa, de las que ya tenemos en abundancia, tiene su contrapartida en emisiones de CO2, ya que las máquinas de confección se mueven con electricidad, cuya generación emite este gas de efecto invernadero, por no hablar del agua, petróleo, y resto de insumos consumidos para generar y dar color a las fibras sintéticas o naturales que componen la prenda. También será necesario abrir nuevos vertederos, cada vez más rápido, cuando los que están en funcionamiento se vayan saturando con el aumento de basura generada que va asociado a un mayor nivel de consumo. Se puede reciclar claro, aunque es costoso y requiere como poco trabajo y energía.

Es evidente que alcanzado cierto nivel de producción, los inconvenientes superarán a las ventajas de producir una unidad adicional. Los economistas dicen que los beneficios y los costes marginales se igualan.



Esto nos permitiría conocer la escala óptima de la economía, si computásemos los costes, claro, porque no lo hacemos.

En los años 70, después de años de fuerte crecimiento económico en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, el estado de los recursos hídricos en los países desarrollados era lamentable



Como ya descubrieran los romanos, las grandes urbes y la pujante industria encontraron un medio sencillo de deshacerse de los residuos que generaba su actividad. El agua que fluye hacia el mar era un vertedero ideal, que arrastraba esos residuos lejos. Pero, como ya señalara el gran John Kenneth Galbraith en los años cincuenta, el crecimiento de la riqueza privada debe ir en paralelo con un incremento en el suministro de bienes públicos, en este caso agua limpia. El pésimo estado de las aguas continentales suponía un grave perjuicio para la higiene y la salud de las familias, así como para la producción de alimentos. En consecuencia se desarrollaron programas de depuración a gran escala.

Como sabe cualquiera que viva en un pueblo pequeño pero que necesite depuradora, la depuración es un coste importante. Estos pequeños municipios no tienen flexibilidad en sus ingresos, y no pueden aprovechar las economías de escala como si lo hacen las grandes urbes. En cualquier caso, los ayuntamientos deben sufragar el funcionamiento de las depuradoras con los impuestos del contribuyente. Para cualquier ciudadano eso es un coste, pero los economistas ven que se realiza una actividad, el dinero cambia de manos, y por tanto el PIB sube. Lo único que estamos haciendo es restaurar una condición anterior al proceso de crecimiento con el objeto de suministrar un bien público indispensable, agua dulce en condiciones sanitarias adecuados para su uso, pero al hacerlo, y aunque supone un coste para el contribuyente, lo contabilizamos en positivo y la economía crece.

Es evidente como este proceso tiene mucho que ver con el estancamiento en las condiciones de vida del conjunto de la población a lo largo de las últimas décadas, las cuatro o cinco últimas décadas en los países punteros y las tres o cuatro últimas en países como España, que se subieron tarde al carro de las “décadas gloriosas” de la segunda mitad del siglo XX. La renta disponible ha aumentado, pero a costa de perder más tiempo en el transporte, de vivir más hacinado, de disfrutar de peor calidad del agua y del aire, de disfrutar de peores alimentos, de necesitar de dos sueldos para mantener un nivel de vida digno, de sufrir trabajos inseguros y precarios, de dedicar más porcentaje de su renta a la vivienda, de disfrutar menos de los productos de consumo ya que sufren una obsolescencia cultural y programada más rápida, de sufrir mayor disconfort térmico y mayores daños por fenómenos naturales, de disfrutar de una naturaleza menos diversa y por tanto menos rica, etc. La lista podría ser casi infinita, añada usted, querido lector, lo que considere oportuno.

En esa lista de daños no hemos incluido uno muy importante, la menor disponibilidad futura de recursos naturales no renovables: petróleo, gas, cobre, litio, etc. Esa menor disponibilidad todavía no ejerce un efecto directo negativo en nuestras vidas, salvo quizás el petróleo, que ha multiplicado su precio. Todavía no se nota, pero hemos consumido esos recursos no renovables, y debemos tenerlo también en cuenta.

Siguiendo este razonamiento algunos economistas han creado indicadores alternativos al PIB, como el Índice de Progreso Real o Genuino (GPI), que mide el gasto de las familias, lo ajusta en función de la desigualdad, con buen criterio contabiliza como un coste el gasto en bienes de consumo duradero y como un beneficio los servicios que prestan esos bienes, descuenta un coste por desempleo y suma o resta la inversión neta en relación al resto del mundo. Posteriormente resta los daños al medioambiente, y suma o resta beneficios o costes sociales.



Cuando se observa la evolución de este indicador para EEUU



O para el conjunto del mundo




Se observa que no estamos avanzando nada desde mediados de los 70. Así que cuando oiga al ministro de economía o tecnócrata europeo de turno sacar pecho por nuestro “vigoroso crecimiento”, no se deje engañar, el crecimiento nos hace más pobres, no más ricos, porque es antieconómico.

lunes, 10 de julio de 2017

Por una nueva relación campo-ciudad

Al hablar de la relación entre el campo y la ciudad lo primero que nos viene a la cabeza es una dicotomía, una encrucijada ante la que debemos elegir o que se plantea como una oposición. De igual modo es un tópico histórico hablar del conflicto campo-ciudad, como es habitual el lamento por la despoblación rural. Sirvan de ejemplo dos referencias actuales: el programa de Jordi Évole Tierra de nadie, o el reciente éxito editorial de Sergio del Molino La España vacía. Este último libro nos da algunas pistas sobre las características peculiares de este asunto en nuestro país. No obstante, se trata de un fenómeno que ha acompañado a todas las sociedades del mundo a medida que se ha ido imponiendo la industrialización y el comercio a larga distancia. La dislocación entre campo y ciudad puede rastrearse incluso en la alta edad media, como nos recordaba Kropotkin en El apoyo mutuo:

"El error más grande y más fatal cometido por la mayoría de las ciudades fue también el basar sus riquezas en el comercio y la industria, junto con un trato despectivo hacia la agricultura. De tal modo, repitieron el error cometido ya una vez por las ciudades de la antigua Grecia y debido al cual cayeron en los mismos crímenes. Pero el distanciamiento entre las ciudades y la tierra las arrastró, necesariamente, a una política hostil hacia las clases agrícolas, que se hizo especialmente visible en Inglaterra durante Eduardo III, en Francia durante las jacqueries (las grandes rebeliones campesinas), en Bohemia en las guerras hussitas, y en Alemania durante la guerra de los campesinos del siglo XVI."

Reclama medidas útiles para luchar contra la despoblación rural en España

La transformación agresiva del entorno rural y su despoblamiento en épocas más recientes se debe sobre todo al mencionado proceso industrializador unido al comercio a larga distancia. En España no son pocos los conflictos socio-ambientales planteados por el moderno desarrollismo a lo largo de nuestra geografía. Sin embargo no suele identificarse claramente el origen político de ese desarrollismo y de esa despoblación. De hecho a menudo sus principales promotores recaban un apoyo mayoritario en las zonas rurales a pesar del abandono que sufren estas y a pesar del lamento por la despoblación. Uno de los motivos para esto es que la derecha conservadora siempre ha tratado de halagar al campo, ensalzando sus tradiciones y costumbres, como caladero de votos. Es lo que hizo, por ejemplo, el carlismo, buscando ganar apoyo en el campo ante sus dificultades para imponerse en la corte, o lo que posteriormente hicieron los diversos nacionalismos. Pero se trata de un problema principalmente occidental, no sólo español. Los conservadores británicos, franceses o estadounidenses, por ejemplo, también se han apoyado en el mundo rural y en las zonas menos centrales de esos estados, y siguen haciéndolo, como se ha visto en las últimas elecciones de estos países sin ir más lejos.

La derecha moderna es la primera y la más profunda promotora de fenómenos como el desarraigo, la despoblación rural, el desarrollismo, la globalización y el abastecimiento en cadenas de distribución de larga distancia, y en realidad siempre ha tratado con desprecio y ninguneo al campo, un campo del que sólo se acuerda en las excursiones electorales y para poner alguna acera o alguna farola mientras socava los cimientos vitales sobre los que se sostiene la vida rural. Y es que la derecha actual es sobre todo liberal. Al igual que por la izquierda tenemos liberales con tintes socialistas, (la llamada tercera vía), por la derecha tenemos liberales con tintes conservadores, interesados en conservar sobre todo las jerarquías y el elitismo, no la forma de vida rural, ni mucho menos el medio natural en el que se desenvuelve esta. Esta derecha se ha vertebrado en torno al poder económico y a los negocios, que con el tiempo han terminado por laminar las antiguas diferencias entre conservadores y liberales con el lubricante balsámico del beneficio en el que ahora participan los herederos de los caciques por medio del capitalismo de amiguetes.

Por su parte los liberales ribeteados de socialismo también han sido apaciguados por la vía del dinero con buenos sueldos para los dirigentes y puestos en consejos de administración, y con similares premios aunque de menor relevancia para el resto de la estructura de los cargos. Sus partidos funcionan como agencias de colocación que no cuestionan el mercado y que, en el fondo, dependen de que este vaya bien. En realidad la izquierda se ha estructurado desde sus inicios como una reacción al capitalismo sin cuestionar algunos principios liberales fundamentales que definían una concepción de la economía parcial, interesada y poco realista a largo plazo, y por lo general ha sido firme partidaria de la industrialización indefinida y del crecentismo.

El liberal-socialismo de nuestros días ha renunciado incluso a esa forma viciada de buscar una transformación social para limitarse a la defensa de algunas políticas sociales con los beneficios obtenidos de un mercado al que se hacen concesiones legales y del que se depende cada vez más. De hecho han sido la segunda pata del avance de la globalización comercial, y actúa en perfecta connivencia con las multinacionales que no sólo se basan en el mercado sino en el predominio de un tipo de mercado opuesto a la pequeña empresa y al consumo local.

Igualmente el liberalismo de ambos matices ha promovido la financiarización de la economía que pone los beneficios de la especulación por delante de la soberanía alimentaria y de la autonomía de los pueblos mediante el acaparamiento de tierras que, desde los inicios del capitalismo hasta nuestros días, empuja el despoblamiento rural, el desarraigo, la dependencia del mercado global, el desarrollismo sin miras y el desprecio a las formas de vida basadas en la producción local.

Si alguna corriente ideológica puede encarnar los intereses de fondo de quienes viven en y del campo esta es la poco considerada ecología política. La apuesta por la producción local, la pequeña escala, un ritmo de vida en armonía con nuestra propia naturaleza, la sostenibilidad de la que dependemos todos pero cuyo deterioro los agricultores perciben de primera mano, todo ello sobre la primacía del rendimiento, son criterios que sintonizan con la base cultural necesaria para una revitalización del mundo rural.

Pero aquí encontramos la paradoja de que a menudo existen recelos, malentendidos o incluso conflictos entre el mundo del campo y el ecologismo. Con frecuencia encontramos un desencuentro entre el conservacionismo y los intereses de agricultores y ganaderos: lobos que diezman rebaños sin que los pastores vean justamente recompensado el perjuicio; daños ambientales de la caza, (una práctica con más arraigo en el campo); lindes de parques naturales que rivalizan con los pastos; normativas ambientales que pueden dificultar el desempeño habitual o requisitos para el etiquetado que en ocasiones dejan a los pequeños productores en desventaja respecto a las grandes empresas.

Sería deseable que se generalizase un mayor diálogo y comprensión mutua para promover soluciones emergidas del mismo. Porque en realidad estos son problemas menores si los comparamos con los cambios profundos que está provocando el crecimiento económico, unos cambios que, por otro lado, los pequeños agricultores perciben de primera mano, como los efectos del cambio climático, la erosión de los suelos, la pérdida de biodiversidad, la expansión de la agricultura y la ganadería intensivas, la competencia desleal de multinacionales subvencionadas o que pueden hacer dumping, la desertización y la falta de agua, etc.

 http://www.ecologistasenaccion.org/article91.html

En el Sur global los campesinos lo ven de otra manera y la ecología forma parte central de la reivindicación rural con mayor frecuencia, quizá porque el choque entre grandes multinacionales y formas de vida que mantienen su arraigo en el campo ha sido menos gradual, más violento y con un mayor contraste. Esto ha dado lugar al llamado ecologismo de los pobres, expresado en innumerables conflictos socio-ambientales en cuya denuncia se ha implicado la población y cuya represión ha sido también más cruenta.

Por otra parte, quienes queremos que prevalezca una mayor sostenibilidad tenemos que desestimar el ambientalismo que sólo busca un lavado de cara verde al modelo actual. Quizá también habría que hablar de liberalismo con tintes ecologistas en la medida en que sólo se planteen nuevas formas de hacer lo mismo sin proponerse cambios en la actual organización política de la economía, origen de los males ecológicos. Tras muchos años de ecologismo infructuoso o insuficiente, la conciencia generalizada sobre los problemas ambientales necesita dar el paso decisivo de cuestionar el modelo económico y las formas de producción que renuevan la insostenibilidad a pesar de cada avance en eficiencia y en las normativas ambientales; asumir que no se está haciendo realmente una apuesta ecológica si no se da un cuestionamiento a este nivel, tanto en la teoría económica, como en la política y en la práctica diaria.

Por ejemplo, fijándonos en las características de la empresa, y no sólo en las del producto: eligiendo cooperativas sin ánimo de lucro en un modelo de producción local y colaborativo, (en lugar de conformarnos con etiquetas sobre los insumos utilizados en el caso de la alimentación). O valorando las formas de distribuir y de compartir lo necesario: fomentando el procomún. Y sobre todo tratando de incidir en la política económica en todos los niveles para favorecer un modelo que no dependa del aumento constante del consumo de recursos para renovar la inclusión.

Como vamos a ver, este enfoque aplicado al consumo alimentario puede servir, además, para aliviar la contraposición entre campo y ciudad. Planteada esta dualidad como conflicto, este se da también dentro de nosotros mismos, y pervive especialmente enraizado en España por lo que Sergio del Molino llama el Gran Trauma: una inmigración masiva hacia las ciudades forzada en muy pocas décadas.

 

Dejando a un lado los motivos puramente económicos y el azar personal que nos fuerzan a uno u otro modo de vida, cabe preguntarse cuál de los dos elegiríamos si pudiéramos hacerlo o cuál nos parece el más adecuado. ¿Hay más opciones?

En cierta medida desde el campo se ha admirado y deseado la libertad, la variedad, la concurrencia social, la algarabía (o incluso el bullicio) que se puede encontrar en las ciudades, y en ocasiones se ha vivido esta admiración con un complejo complementario al desprecio que algunos urbanitas han manifestado por la figura del aldeano. Del otro lado, es habitual una añoranza del campo por parte de muchas personas que viven en la ciudad y que sufren lo que algunos psicólogos llaman trastorno por déficit de naturaleza. Para ambos ambos casos es de suponer que las carencias sostenidas en el tiempo acaban idealizando aquello de lo que se carece.

El hartazgo de los problemas urbanos, por ejemplo, en ocasiones ha dado lugar al neorruralismo, el intento de volver a vivir en el campo por parte de quienes han crecido en la ciudad, pero este movimiento no siempre resulta consistente. Sergio del Molino nos dice en su libro que su (informal) investigación sobre el tema le ha dejado la impresión de que mayoritariamente desemboca en una decepción más o menos dura según los casos. Probablemente en estos fracasos o decepciones tenga mucho que ver el hecho de que la vida en el campo se siga desarrollando de un modo individualista. Aunque tampoco resulta sencillo sacar adelante proyectos eco-comunitarios.

Si buscáramos la forma de vida para la cual nuestra naturaleza está constituida tendríamos que remontarnos a la época en la que ha vivido nuestra especie durante el 90% de su tiempo en la tierra: una vida nómada en comunidad, algo ya imposible de generalizar como modo de vida y que además requeriría un intenso proceso de aculturación. (De aquella vida sólo nos queda el consuelo -aunque suene cómico- de poder hacer de vez en cuando un treking en grupo, que al prolongarse durante varios días caminando en campo abierto, nos trae remembranzas de una vida tribal, como la satisfacción de descubrir juntos un valle nuevo para los viajeros que así conviven durante ese tiempo, o la de alcanzar un objetivo común en esa itinerancia).

Pero dejando a un lado lo difícil o lo imposible, podemos pensar en nuevas formas de solucionar este desencuentro entre el campo y la ciudad que, en realidad, lo es con nosotros mismos. Ya hace décadas que empezó a fraguarse un modelo de consumo agroecológico a través de cooperativas de consumo que ponen en relación a productores y consumidores, y que en muchos casos implica a todos ellos en la producción. Esta forma de vinculación, aún muy minoritaria por ahora, podría ser el germen de una nueva relación campo-ciudad que iría más allá de un encuentro comercial para, idealismos al margen, de un modo pragmático, establecer una nueva complicidad entre ambos mundos que, eso sí, tendría implicaciones políticas transformadoras si se generalizase (como nos explicaba Esther Vivas en este artículo). Al menos en los casos en los que se lleva a cabo de un modo participativo, que trasciende la relación entre productor y cliente, este modelo puede proporcionar una vivencia compartida, una convivencia sanadora, y en cualquier caso abre una vía para la revitalización de las zonas rurales.

Estas iniciativas se enmarcan dentro del paradigma de la soberanía alimentaria, la potestad para organizar con autonomía local la política agraria de acuerdo a criterios de seguridad alimentaria, sostenibilidad y justicia social. La destrucción de las economías de pequeña escala a manos de la competencia desleal e insostenible ejercida por las corporaciones multinacionales nos hace cada vez más dependientes de mercados globales, especulativos y elitistas, quedando comprometido el futuro de todos.

La Vía Campesina celebrará su VII Conferencia Internacional
en Derio, Bizkaia del 16 al 24 de julio de 2017

Además de los grupos de consumo existen otras iniciativas de la economía social y solidaria que tratan de promover la soberanía alimentaria para aquellas personas que quieran hacerlo y vean difícil la auto-organización necesaria para formar una cooperativa. Por ejemplo, en algunos casos se organiza la mediación entre los agricultores locales y los consumidores mediante el reparto regular de cestas de alimentos a domicilio. En otros casos se promueven tiendas abiertas a todo el público, (no sólo para socios), en las que los productos responden a los criterios mencionados, (a diferenciar del consumo ecológico de marca, a menudo también organizado por corporaciones y que no tiene en cuenta criterios de proximidad o de justicia social en la producción). También desde las instituciones sería fácil apoyar la soberanía alimentaria si hubiera voluntad política para ello, por ejemplo en la gestión de los comedores escolares, o en la promoción de la agricultura urbana, que también puede ser autogestionada.
 
 
                                         Alimentación y bienvivir

Serie de artículos del nutricionista Alejandro Moruno para este blog:




Para muchos ciudadanos la alimentación es su único contacto con la naturaleza. ¿Cuál es la calidad de ese contacto? Si nos fijamos en su impacto ambiental, nuestra comida no es sostenible, y si atendemos a nuestra salud, cada día surgen nuevos datos que ponen de relieve las carencias o lo poco saludable de nuestra alimentación. Para el conjunto de la sociedad la agricultura y la ganadería intensivas y kilométricas vienen a ser el equivalente al sedentarismo y a los malos hábitos en la vida de cada uno. No cuidar nuestra relación con el campo es como no cuidar nuestro propio cuerpo.

Pensar la producción en términos de máxima competencia a partir de meros cálculos de coste y beneficio a corto plazo nos lleva a estresar la vida en detrimento de su adaptación a largo plazo. Fertilizantes, pesticidas e importaciones innecesarias vienen a ser como la droga para el cuerpo que maximiza su rendimiento presente a costa de la salud y de una supervivencia longeva en buenas condiciones. Por contra, la adaptación a largo plazo está más relacionada con la creación que surge de la cooperación y de la simbiosis. ¿Por qué no adoptar, entonces, un modelo simbiótico en el que campo y ciudad puedan ser, más que la unión de dos elementos, un nuevo cuerpo resiliente y saludable gracias a la sinergia así creada?

"Se ha hablado mucho más de la competencia, en la que el fuerte es el que vence, que de la cooperación. Pero determinados organismos aparentemente débiles a la larga han sobrevivido al formar parte de colectivos, mientras que los llamados fuertes, que no han aprendido nunca el truco de la cooperación, han ido a parar al montón de desechos de la extinción evolutiva. Si la simbiosis es tan frecuente e importante en la historia de la vida como parece, habrá que reconsiderar la biología desde el principio. La vida en la Tierra no es de ninguna manera un juego en el cual algunos organismos ganan y otros pierden. Es lo que en el campo matemático de la teoría del juego se conoce como un juego «de suma no cero»."

Lynn Margulis, Dorion Sagan, Microcosmos.
 
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Acabo este texto haciendo un poco de política-ficción sobre las posibilidades de esta tendencia. Si se generalizara esta nueva relación con nuestra propia alimentación, con lo que somos materialmente, que va más allá de un mero consumir en mercados impersonales, esta práctica podría ayudar a repoblar la parte "vacía" de nuestro territorio, o yendo más lejos, apuntar hacia una forma de organización política institucional basada en el entorno local. Como se dice en este artículo de la revista Ecología Política: "Las redes alimentarias alternativas suponen una defensa de las producciones locales frente al mercado global, pero son sobretodo un laboratorio de nuevas formas de organización social mediante las cuales se trata de trascender el valor de cambio para construir valores de uso y, en definitiva, comunidad."

En el estado español las provincias podrían vertebrar el esquema territorial ideal para desplegar esta nueva forma de simbiosis entre el campo y la ciudad, dado que las provincias se basan precisamente en un territorio vinculado a una ciudad, (o visto desde la urbe, en una ciudad y su entorno periurbano más o menos extenso). La provincia es una entidad política más próxima al biorregionalismo, y que podría mediar mejor entre este ideal y las instituciones actuales, entre una organización territorial basada en la naturaleza y el componente social tal y como ha devenido hasta nuestros días. Aunque conviene recordar que las biorregiones suelen rebasar la demarcación provincial en cordilleras, cuencas, litorales o climas compartidos, (apuntando a una visión territorialmente colaborativa, no aislada).

No estoy sugiriendo seguir la concepción originaria de las provincias, un intento de modernizar el territorio al servicio de un poder centralizado que las maneja por medio de gobernadores. En lugar de ello convendrían unas provincias que se gobernasen a sí mismas con mayor autonomía política democrática, buscando la resiliencia y la prevalencia de la economía local, en consonancia con un incipiente modelo de producción distribuida, menos dependiente de grandes economías de escala. Si hemos de eliminar duplicidades en la administración, quizá sea en las instituciones centralizadas o regionales donde más halla que limarlas, sin necesidad de que esto implique una desconexión sino, al contrario, buscando una cooperación desde la autonomía democrática municipal y provincial (que además serviría para mutualizar determinados riesgos).

Se trataría de un modelo distribuido en una constelación de entidades pequeñas formadas por una ciudad y su campo aledaño relacionados orgánicamente (más que comercialmente). Lo que se buscaría con este planteamiento es la racionalidad ecológica, o lo que es lo mismo, un interés común que no se limite al antieconómico beneficio pecuniario a corto plazo sino que, en lugar de ello, tenga en cuenta nuestra dependencia del estado actual de la biosfera, que tenga en cuenta nuestra salud y la seguridad alimentaria, que valore el bienvivir así como el largo plazo y a las generaciones futuras.


La revalorización del mundo rural cercano tampoco tiene por qué entenderse como una apelación al pasado con añejas loas a la Historia, ahora desde un punto de vista localista, un pasado a menudo basado en una estratificación social jerárquica, desigual y autoritaria. Ni se trata de poner por encima de todo las tradiciones, que a fin de cuentas son invenciones sostenidas en el tiempo. Las tradiciones tienen el valor que queramos darle, y es una potestad democrática abolirlas -pongamos los casos de crueldad animal- o revitalizarlas -pongamos los concursos de versos improvisados que aun perviven en algunos lugares-. De hecho estamos hablando más bien de innovación social apoyada por el desarrollo de la investigación en agroecología. El verdadero lastre para avanzar hacia un futuro mejor es la privatización del conocimiento y de la herencia biológica común en forma de patentes, restringiendo el uso público y compartido de la información y de las semillas.

En definitiva, una nueva relación campo-ciudad pasaría por sustituir la dicotomía entre ambos entornos por una forma diferente de vincularlos localmente, oponiendo la soberanía alimentaria a la mercantilización absoluta, y la diversificación del espacio frente a la centralización creciente de la vida en megalópolis uniformes que pierden de vista su dependencia de la naturaleza. Si realmente vamos hacia una economía basada en el conocimiento y en las comunicaciones virtuales, y si fuera verdad que la tecnología nos va a permitir mejorar la eficiencia (en términos de recursos materiales), entonces tendría que ser más fácil relegar el transporte y el propio crecimiento económico sin menoscabo de la inclusión económica de todos. En realidad esta es la prueba del nueve que deberíamos exigir al desarrollo tecnológico para poder observarlo con optimismo: que nos permita reducir el flujo de transformación (y el consiguiente consumo de recursos y uso de sumideros) garantizando a la vez la inclusión. Pero no es esto lo que está ocurriendo.
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