Suenan
“trumpetas” de guerra en las secciones de economía de los
principales medios de comunicación de nuestra querida piel de toro.
El anuncio de la administración Trump de la imposición de aranceles
a las importaciones de aluminio y acero de Estados Unidos ocasionó
un buen puñado de titulares y artículos de opinión encabezados por
el grueso sintagma “guerra comercial”. El erizo se hizo bola al
sentir una brizna de aire. Luego sabríamos que esto era tan sólo
una zanahoria para que Europa renuncie a ser crítica con los
aranceles a China, pero parece que en este terreno hacen gala de una
sensibilidad notablemente acusada. Nada que ver con la piel gruesa de
la que se revisten ante las violaciones de los derechos humanos:
torturas, espionajes o intimidaciones para evitar la libertad de
expresión. Pero en esta ocasión no son los medios los únicos
culpables, tecnócratas europeos como Juncker y Draghi enmarcaron
la cuestión de los aranceles de la misma forma que los medios de
comunicación.
Fue
George Lakoff, lingüista y científico cognitivo quién nos
advirtiera en su célebre libro No pienses en un elefante de
la importancia de los marcos en la comunicación. Enmarcar es crear
una estructura narrativa que activa estructuras mentales
inconscientes que condicionan nuestro comportamiento y nuestras
decisiones. No pensar en un elefante, era un mensaje para los
demócratas, que debían dejar de aceptar los marcos propuestos por
los republicanos. Un ejemplo, tomado del propio libro, ilustrará la
cuestión:
Hay un fenómeno que probablemente hayas observado. En televisión los conservadores utilizan solamente dos palabras: alivio fiscal, mientras que los progresistas se enfrascan en una larga parrafada para plantear su punto de vista. Los conservadores pueden apelar a un marco establecido: por ejemplo, que los impuestos son una desgracia o una carga, lo cual les permite decir esa frase de dos palabras: alivio fiscal. Pero en el otro lado no hay ningún marco establecido. Se puede hablar de ello, pero supone un cierto esfuerzo porque no hay ningún marco establecido, ninguna idea fijada ya ahí a mano.
Si
cuando los republicanos hablan de “alivio fiscal” apelan al marco
de los impuestos como una carga ¿qué marco están tratando de
activar los burócratas europeos cuando enmarcan la política
comercial de administración Trump con el sintagma “guerra
comercial”?
En
una guerra hay al menos un agresor ¿es la imposición de aranceles
al acero y al aluminio una agresión? Si los aranceles son una
agresión cabría preguntarse por qué la propia Unión Europea
mantiene algunos de sus mercados notablemente protegidos. Es el caso
del sector agrícola, en la negociaciones de la Organización Mundial
del Comercio en Cancún, en el año 2003, los países en vías de
desarrollo se levantaron de la mesa cuando la Unión Europea insistió
en hablar de cuestiones que no estaban en la agenda, como la retirada
de barreras a la inversión (compra de activos en esos países por
parte de empresas de la Unión Europea) a cambio de concesiones
mínimas en la apertura de los mercados agrarios. Los hechos se
contaron en su día en este
artículo
de
The Guardian.
Dada
la situación de despoblación en amplias zonas de nuestro país, no
podemos estar en contra de la política proteccionista europea
respecto a nuestra agricultura. Claro que dado como la agricultura y
la ganadería contribuyen al deterioro medioambiental y al cambio
climático sería deseable apostar por otro modelo, más intensivo en
mano de obra y más respetuoso con la biosfera que nos proporciona
servicios medioambientales vitales. Pero ese es otro tema. Lo cierto
es que si estamos de acuerdo en que debe existir una política
agraria, aun cuando los más perjudicados por ello sean aparentemente
los países en vías de desarrollo, no podemos negar a los
norteamericanos la posibilidad de realizar una política industrial,
con el fin de proteger determinados Estados cuya población se ha
visto especialmente perjudicada por la desprotección de la
industria, y que mayoritariamente han votado a Trump.
Como
saben todos los que participaron en las movilizaciones contra
el TTIP,
ahora temporalmente olvidado mientras esté Trump en la Casa Blanca,
los tratados comerciales suponen una importante cortapisa a la
soberanía nacional, y a la capacidad de la ciudadanía de tomar
decisiones colectivas. El epítome que ejemplifica esto es el
conflicto en la Unión Europea y Estados Unidos y Canadá por las
importaciones de carne de ganado engordado, al menos en parte,
gracias a las hormonas. Un tribunal de arbitraje de la Organización
Mundial del Comercio dictaminó
que la UE no podía rechazar las importaciones de esta carne por
motivos sanitarios,
y autorizó a EEUU y Canadá a imponer sanciones mientras la UE no
aceptase esta carne. El conflicto se prolongó durante 20 años,
hasta
que pudo alcanzarse un acuerdo.
Así pues, lo que los tecnócratas y medios europeos tratan de
enmarcar como una agresión, bien puede considerarse el espacio sin
restricciones externas necesario para la actuación política.
Por
otro lado, la “guerra” no suele tener consecuencias agradables, y
en el caso de nuestra supuesta “guerra comercial” se repiten los
análisis que destacan los ingresos perdidos por esta causa, que
podrían escalar de forma alarmante, de producirse una reacción
simétrica en países afectados por las medidas de Trump. En un
momento en el que todavía está fresca la anterior crisis económica,
especialmente entre los más vulnerables, que han visto como
empeoraban sus condiciones laborales, la supuesta “guerra
comercial” puede percibirse como una terrible amenaza. Sin embargo,
los cálculos de pérdidas económicas se realizan partiendo de
supuestos tan buenos o tan malos (sí, en ocasiones los supuestos son
extremadamente
poco realistas) como otros que auguran resultados favorables a
las acciones de Trump, y que no son citados en los medios.
Economistas como Nicholas Kaldor, por ejemplo, concluyeron
que las restricciones a las importaciones podían dar lugar a un
incremento del comercio y de los ingresos.
Sin
entrar en debates técnicos, que no son objeto de este artículo, ni
posicionarnos en un lado u otro, hagamos un pequeño ejercicio mental
que podría aclarar este punto. Pongamos que en lugar de importar
carne hormonada, decidimos producir carne de forma respetuosa con el
medioambiente (lo cual es difícil, pero
no imposible). En lugar de concentrarse los beneficios en unos
pocos ganaderos y empresas fabricantes de hormonas, este se
distribuiría de forma mucho más amplia entre pequeños ganaderos y
sus empleados. A su vez esto podría permitir a estas personas
comprar, por ejemplo, un teléfono móvil fabricado en Corea y
Taiwan, cuyo sistema operativo se produce en California. Nada impide,
en principio, pensar que una serie de consecuencias de este tipo
podrían hacer que la prohibición de carne hormonada en Europa
termine aumentando y no disminuyendo la demanda de productos
estadounidenses en el extranjero. Evidentemente, la misma situación
podría darse ahora con los aranceles al acero y al aluminio (parece
ser que finalmente no se aplicarán sobre Europa), o los anteriores a
los paneles solares, lavadoras y aceitunas de mesa. O con los 60.000
millones de aranceles a productos chinos, los cuales mientras junto
estas letras están todavía por concretar.
Así
que no es cierto que vivamos en un mundo sin restricciones
comerciales, aunque pueda ser cierto que la tendencia en las últimas
décadas ha sido ir reduciendo aranceles, pero sin renunciar por
completo a la política comercial (como la que está poniendo en
práctica ahora la administración Trump), ni siquiera la Unión
Europea. Tampoco es cierto que haya consenso en que la consecuencia
de reducir los aranceles sea un incremento de la producción, y si el
resultado fuese un incremento agregado en el conjunto de países,
bien podría ser que alguno de ellos terminase perdiendo a costa de
otros.
Sin
embargo, sí es cierto que la globalización goza de un extraño
prestigio humanista (como si hacer dinero fuese profundamente ético
y humano). Claro que hay fundadas sospechas de que la administración
Trump es nacionalista (como lo era la administración Obama, aunque
de otra forma), pero también es cierto que si un servidor, siendo de
Madrid, compra las legumbres en Daganzo, ello no es por sentir tirria
hacia los productores de León, por los que siento un profundo
respeto y una sincera simpatía.
No
es una cuestión moral, sino de orden práctico, necesitamos una
relocalización
económica, al menos en cierto grado. La producción de alimentos
es evidente que debería ser local, por el impacto medioambiental que
tiene el transporte de productos de poco valor añadido y fácilmente
sustituibles, así como por mantener la soberanía en un sector tan
sensible, y por último por mejorar la salud de la población, cuyos
genotipos han sido seleccionados en el último milenio entre los
mejor adaptados a los alimentos producidos tradicionalmente en las
regiones donde vivían sus ancestros. En el otro extremo, parece
excesivo que en cada comarca haya una fábrica de paneles solares,
coches, smartphones, etc, porque se perderían las ventajas de las
economías de escala. En el punto medio, como en tantas cosas, se
encuentra la virtud.
Al
realizar una elección de compra necesariamente tenemos que descartar
otras, pero ello no implica que odiemos a quienes venden el producto
que hemos desechado. Si solo pensamos en el precio nuestra motivación
es egoísta, ahorrar un poquito para poder gastarlo en algo más.
Incorporar valores a nuestras decisiones implica necesariamente mirar
más allá del precio, al menos no mirar sólo el precio. A nivel
colectivo incorporar valores a decisiones comerciales es hacer
política, y decidir de forma expresa que no vamos a incorporar
valores a nuestras decisiones comerciales, que el precio es toda la
información que necesitamos, es una decisión de sustancia, no es
algo neutral, pero no por ello lo calificamos de agresión, no por
ello hablamos de “guerra”.
Este artículo, fue originalmente publicado en El Salto
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