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lunes, 22 de junio de 2015

Utopía y trabajo

Ha pasado mucho tiempo desde que Keynes predijo que por estas fechas podríamos vivir trabajando unas 15 horas a la semana. ¿Se cumplirán algún día sus vaticinios? Lo curioso es que eso que parece una utopía es posible dados los continuos aumentos de la productividad laboral. No se equivocó en este aspecto sino en la expectativa política e ideológica que adoptaría la sociedad. Así como Marx erró en no prever el efecto de sus propios análisis y la reacción social que suscitaron, Keynes también minusvaloró el peso de la cultura, la previsión sobre cómo nuestras ideas, ilusiones, creencias, temores y condicionantes psicosociales influyen en las apuestas políticas.

Actualmente el marketing predomina como entorno cultural que, gracias al dinero, se mantiene a flote entre un falaz relativismo moral que relega toda apuesta ética. Esto nos ha llevado a transformar necesidades inmateriales en necesidades económicas mediatizadas por el mercado, y a sentir como una necesidad vital la satisfacción incesante de deseos volátiles. Los aumentos de productividad no se pueden traducir en una mayor liberación de las ataduras económicas porque el afán de consumo y de enriquecimiento ocupan el espacio que podría liberarse, marcan el rumbo a seguir, y así nos hacemos depender de un continuo crecimiento.

En lugar redistribuir el tiempo de trabajo y sus frutos, sólo una élite ha aprovechado esos aumentos de productividad dejando a los demás la tarea de producir cada vez más y la amenaza de una exclusión que se decide no erradicar.




Gráfico para los datos de EEUU. La diferente evolución de la productividad y los salarios:

Por otra parte estamos en un momento en el que el propio exceso productivista puede acabar arruinando la sostenibilidad del medio ambiente que lo soporta y que nos soporta. A lo que se añade la ceguera de la economía neoclásica ante el declive de los recursos fósiles que han nutrido todo este crecimiento, insustituibles en la dimensión de su aporte energético y en su cualidad. Esto sin duda afectará a las posibilidades económicas futuras y llevará a que sectores básicos, como la alimentación, vuelvan a tener mayor peso tanto en los agregados macroeconómicos como en la cesta de la compra, y también en la proporción de trabajo humano que requieran.

¿Cuál sería entonces el papel ideal del trabajo? No podemos dejar de tener en cuenta todo lo anterior al pensar en una utopía, al plantear un futuro deseable que tenga visos de ser posible, el mejor futuro posible para todos teniendo en cuenta los límites y condicionantes de la realidad.

Podemos empezar por aislar el factor trabajo para observar el valor que pueda aportar (o no) por sí mismo a nuestras vidas. De entrada puede sonar paradójico hablar de trabajo en un mundo utópico, pero el trabajo, entendido como actividad que no se hace por placer sino como necesidad, también cumple algún papel en nuestra vida diferente al de la mera obtención del sustento necesario. El trabajo nos pone en contacto con la realidad que nos constituye y que nos sostiene, la realidad material y la realidad social. El trabajo es una forma de reconocer nuestras condiciones existenciales. Por tanto, incluso en el hipotético caso de que pudiéramos dejar de trabajar gracias a la mecanización y a la programación de toda la producción básica, habría que plantearse la necesidad de mantener cierta dosis de trabajo como forma de contacto con la realidad, con sus leyes y con nuestra responsabilidad sobre ella.

Cosa distinta es determinar qué cantidad de trabajo es la adecuada para no perder de vista ese vínculo con las condiciones de la vida. Si sólo tenemos en cuenta este valor psicológico, sin duda sería conveniente dedicar al mismo una porción de nuestro tiempo mucho más reducida que en la actualidad, y su importancia también sería mucho menor, quedando muy alejado de la posición de centralidad que ocupa en nuestras vidas hoy día, (posición que entonces estaría ocupada por el conocimiento, la responsabilidad y la iniciativa voluntarias). En ese mundo la necesidad de trabajar estaría determinada por su beneficio psicológico en la medida en que el trabajo lo aporte, dejando atrás el hastío embrutecedor que suele suponer, y no sería concebido como un castigo divino o como una fuente de virtud por sí mismo, (virtud que hoy por hoy se supone mayor cuanto mayor es la carga autoinfligida).

Ahora introduzcamos el resto de variables. Si las limitaciones físicas y económicas imponen que en conjunto vamos a tener que trabajar más para obtener menos como consecuencia del declive de los recursos energéticos y materiales, o como consecuencia de un incremento de las dificultades naturales (caos climático en ciernes, sexta extinción masiva de especies en curso, etc.), la realidad ambiental se encargará por sí misma de imponer el grado de trabajo necesario para cubrir las necesidades básicas de todos. Pero se abriría una discusión sobre la forma de organizar y de distribuir ese trabajo y sus beneficios. Es decir, seguiría siendo necesario decidir políticamente cuál es el modo ideal de organizar el trabajo en la sociedad porque no hay una sola manera de hacerlo. Siempre habrá un modo más utópico que otro.

La actividad política que consiste en pensar la utopía no puede basarse en un mero cálculo sobre los límites y las leyes de la física. Tanto en el caso de que decidamos repartir ya la productividad ganada de la que sólo se han aprovechado las élites, como en el caso de un incremento de la necesidad conjunta de trabajar, lo que decidamos también estará determinado por nuestras expectativas, por la forma de interpretarnos, de entender nuestras necesidades y de dar satisfacción a las mismas, es decir, por la influencia de la cultura predominante (que a su vez podemos modificar, y he ahí la esperanza). De modo que el pensamiento utópico, acaba siendo una reflexión sobre nosotros mismos que si no determina, sí condiciona nuestro devenir orientando los pasos del presente. Será necesario un ejercicio de deliberación utópica del que emerjan los principios ideales de la organización del trabajo.

Si tenemos en cuenta todo lo anterior, la formulación ideal de estos principios establecería un sistema dinámico que incluyera la variabilidad de los recursos disponibles y la necesidad de preservar el capital natural. Así la aproximación a este sistema vendría inspirada por dos polos: un trabajo tan limitado como sea posible (pero cumpliendo al menos con su utilidad psicológica), y tan intenso como sea necesario para una producción que cubra las necesidades básicas de todos (en función de los recursos del momento y sin exceder la biocapacidad del planeta).

Parece lógico deducir que en una utopía el trabajo sólo sería socialmente exigible hasta el punto necesario para, entre todos, proporcionarnos un sustento suficiente a todos, (sea cual sea el grado de trabajo necesario en cada momento para alcanzar ese punto). Por supuesto, a diferencia de lo que ocurre ahora, en justa correspondencia por esa exigencia social, debería ser un derecho obtener la posibilidad de acceder al trabajo, (al empleo o a los recursos suficientes para la autogestión). Y si el mercado o el estado no cubren ese derecho, deberían proporcionar una renta equivalente, suficiente para cubrir las necesidades vitales. Este acceso a una parte alícuota de los recursos disponibles en el planeta sería instituido socialmente como un derecho, no como una posibilidad dependiente de la coyuntura, y sólo a partir de ese orden de cosas tiene sentido exigir un trabajo a cambio del mismo, al menos si estamos hablando de una ética y de una política, (de una utopía), pensadas para la humanidad, y no de una lucha excluyente, a la postre suicida.

Siguiendo este principio de suficiencia para todos queda claro que el resto de actividad humana estaría marcado por la voluntariedad, (incluso cuando fuese actividad remunerada, pues no sería imprescindible ese empleo secundario), es decir, el sentido de todo avance sería el que realmente deseáramos. Es un lugar común confundir el cese del trabajo como actividad exigible con el cese de toda actividad responsable. Las actividades voluntarias y el trabajo reproductivo y de cuidados desmienten con creces esa simplicidad. Y como culmen de las actividades voluntarias, la actividad política ciudadana (no profesional), el ejercicio de la responsabilidad en colectividad, puede y debe ser ejercido con libertad e independencia de las restricciones económicas para ser verdadera responsabilidad y no chantaje.



Por último, si el trabajo puede entenderse como una forma de contacto con la realidad y sus propiedades, será lógico pensar que cada tipo de actividad implica una toma de conciencia diferente. El tipo de trabajos que realizamos hoy en día tiene parte de responsabilidad en nuestro distanciamiento cognitivo respecto a las condiciones naturales que sostienen nuestra vida, con la consecuencia de que resulta más difícil visualizar el desastre que estamos provocando. Sin que esto deba entenderse como un alegato contra la división del trabajo que complicara excesivamente las cosas, al plantearse el trabajo en una utopía cabe pensar que sería deseable recuperar ese perdido vínculo con el medio natural del que formamos parte. Podemos preguntarnos qué clase de trabajos son más "saludables" teniendo en cuenta ese beneficio psicológico que buscamos, (ese vínculo y ese sentido de la responsabilidad), cuáles cumplen mejor esa función.





Pongamos algunos ejemplos orientativos. La alimentación es claramente el sector que más directamente nos pone en indisoluble relación con el medio natural y sus condiciones. Somos lo que comemos y dependemos de ello. Por tanto sería saludable que todo el mundo estuviera directamente relacionado con este sector. Y la forma ideal de hacerlo pasaría por alejarnos lo más posible de la agricultura industrial, tratando de acercarnos, en alguna medida al menos, a las condiciones en las que evolucionó nuestro organismo (y para las que este se encuentra más adaptado), aquella actividad que constituyó nuestra genética y nuestra fisonomía cuando éramos cazadores recolectores. Quizá la permacultura podría entenderse como la forma ideal de organizar este trabajo en adelante, una forma de producción que además puede superar los rendimientos de una agroindustria en declive sobre una tierra degradada. También sería útil para reforzar este vínculo con nuestras condiciones naturales implicarse en la (bio)construcción del lugar en el que vivimos, o en la manufactura de enseres personales básicos, (ropa, mobiliario, etc). Y entrando en nuestra condición de seres sociales, adquiriría importancia que todo este trabajo se organizase en colectividad.

Esta autogestión colectiva de lo esencial no tiene por qué entenderse como una vuelta a un pasado pretecnológico (si es que alguna vez lo hubo) o como una renuncia a cualquier otra actividad productiva sino como una recuperación de la cordura perdida, retomada ahora en una medida básica, en una fracción de nuestro tiempo. Para el resto del trabajo remunerado, ya sea cierta producción industrial también necesaria o producción de mejoras y comodidades, la forma de introducir equilibrio social y ambiental vendría de la mano leyes que condicionaran la producción desde la política y la deliberación ética pública sin el estrés social de la exclusión y la represión económica.

La utopía no es un estado de cosas sino un propósito claro al que acercarnos en la medida en que las posibilidades de cada momento lo permitan. En el caso del trabajo ese propósito consistiría en liberar nuestro tiempo en favor de una autonomía compartida recuperando a la vez la cordura en la actividad productiva.

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