Hablaremos
de varias paradojas, la de la globalización y las de la felicidad,
estrechamente relacionadas entre si, aunque no parezca evidente en un
primer momento.
En
una entrevista realizada a comienzos de año en Davos Jamie
Dimon, CEO del banco de inversión norteamericano JP Morgan aseguraba
que el nivel de vida europeo era excesivo, los salarios, pensiones y
prestaciones del Estado son excesivas si Europa pretende competir con
el resto del mundo. Dimon aseguraba que esa situación era
insostenible “Dicho sea
con todo el respeto para los europeos, pero eso tiene que cambiar.
Pueden forzar a ello los políticos, o un nuevo tipo de liderazgo”.
Quizás la
gran paradoja de nuestro tiempo sea esta, en una sociedad cada día
aparentemente más opulenta, según nos muestra los cada día más
altos valores que alcanza el Producto Interior Bruto (aunque
en realidad no por ello seamos más ricos), nos vemos obligados a
ser más productivos, es decir, trabajar por menos dinero y menos
prestaciones, si no queremos “dejar de ser competitivos”, es
decir, dígalo claramente señor Dimon, ser antiguos, obsoletos, poco
modernos, y sobre todo, más pobres, incluso mucho más pobres,
depauperarnos hasta límites que nos causen vergüenza y humillación.
La economía
de mercado se caracteriza por premiar ventajas marginales, que a
priori parecen nimias, incapaces de provocar movimientos de gran
envergadura. Pero si, pongamos por caso, tuviésemos que elegir entre
dos manzanas aparentemente iguales y una de ellas fuese diez céntimos
más barata lo racional es que todos compremos la que es más barata,
de forma que quien produce diez céntimos más caro se quede sin
vender nada. Dimon nos avisa que estamos a punto de correr la suerte
de ese agricultor que produce más caro y quedarnos sin mercado,
perder nuestro trozo de queso.
Es
paradójico que a pesar de ser cada día más ricos no podamos
emplear esa riqueza de forma que nos haga más felices, porque
trabajar más por menos nos hace infelices, y lo que nos haría más
felices sería precisamente trabajar menos. Eso es lo que viene a
explicarnos la economía de la felicidad. Sintetizaré de forma
esquemática las evidencias que el lector puede encontrar, por
ejemplo, en La felicidad: lecciones de una
nueva ciencia, de Richard Layard.
En la
segunda mitad del siglo XX un grupo de psicólogos, sociólogos y
economistas dejó bien establecido lo que se denominó como
“paradojas de la felicidad”,
una serie de hechos empíricos contrastados mediante encuestas que
muestran la relación entre felicidad y renta. Así, se sabe que
existe una correlación positiva entre ingresos y felicidad, y que
los países ricos tienden a ser más felices. Sin embargo, a partir
de los 20.000$ per capita incrementos sucesivos en la renta no
implican incrementos sucesivos en la felicidad media.
Es por ello
que los niveles de felicidad en los países occidentales no han
aumentado en los últimos 60 años.
Esto se explica porque,
si bien los aumentos de renta repercuten positivamente en la
felicidad, parece existir una correlación negativa entre felicidad y
los ingresos de los demás. Es decir, por un lado tiene más peso la
renta relativa que la absoluta, además de existir una pugna por
ciertos bienes de prestigio llamados “posicionales”, pero también
se da un efecto de adaptación, de forma que según se incrementa la
renta hacen lo propio las expectativas. Al mantenerse constante la
distancia entre renta y expectativas el bienestar subjetivo no se
modifica.
En definitiva, a causa de
la adaptación y de la pugna social, se dedica una cantidad de tiempo
desproporcionada a intentar obtener mayores ingresos, en detrimento
de, por poner un ejemplo, la vida familiar, y el bienestar subjetivo
se reduce, o no crece tanto como se podría esperar. ´Lo que
muestran estas evidencias es que para mejorar la felicidad de los
ciudadanos una política de sentido común sería alcanzar el pleno
empleo reduciendo la jornada laboral. Sin embargo no podemos, y si
algún partido llevase esta política en su programa sería tachado
de populista e ingenuo.
Estamos pues ante un
grave problema. El gobierno tendría que intervenir para reducir la
jornada de trabajo, y crear un marco adecuado para que mejoren las
relaciones familiares, así como el resto de factores que contribuyen
a la felicidad. Sin embargo, esto es exactamente lo contrario a lo
que propone Jamie Dimon. Vivimos demasiado bien, es ilusorio
pretender ser felices, o que el mercado nos traiga felicidad, al
contrario, estamos abocados a luchar en él encarnizadamente, en caso
contrario terminaríamos perdiendo todo, terminaríamos siendo muy
pobres, y ello tampoco nos haría felices.
Lo que este dilema nos
está poniendo de relieve es de suma importancia. No somos autónomos,
no tenemos libertad para fijar objetivos de política económica que
mejoren la vida de los ciudadanos ¿qué puede hacer el gobierno?
aunque sea difícil de aceptar, en realidad poca cosa.
No estoy descubriendo
nada nuevo, todo esto ya fue señalado por un economista de
reconocido prestigio, Dani Rodrik, de la universidad de Harvard,
quién en su libro La paradoja de la globalización expuso que
la integración de la economía, anteriormente economías nacionales,
ahora economía global, nos exponía a un trilema, es decir, podemos
escoger dos características de entre tres y ello supone que la
tercera se vuelve inalcanzable. Estas tres características son la
democracia, la soberanía y la hiperglobalización. Podemos tener
democracia y soberanía, pero sin hiperglobalización. O bien podemos
tener hiperglobalización y democracia, pero sin soberanía. La
última opción sería soberanía e hiperglobalización, pero sin
democracia. Porque la globalización es la clave ¿no? Evidentemente
sí. Es ella la que nos obliga a competir encarnizadamente. Es ella
la que hace que las instituciones del estado nación se vuelvan
irrelevantes. Gracias al intento de alcanzar un tratado trasatlántico
de inversiones, ahora muerto con Trump, hemos
conocido que la soberanía nacional se ve seriamente erosionada con
estos tratados, ya que las empresas transnacionales podrían
demandar a los estados por normativas que perjudicasen el rendimiento
de su inversión.
Es un ejemplo, a todos
nos es familiar el mecanismo inexorable de la disciplina económica,
la prima de riesgo, las empresas que supuestamente se deslocalizan de
Cataluña, las
supuestas repercusiones catastróficas del Brexit, el
funesto destino de Grecia
por votar en contra del mercado. La economía es un mecanismo de
disciplina extraordinario, y ello es gracias a la globalización. Sin
movilidad de capital no hay deslocalizaciones, ni primas de riesgo.
La
solución de Rodrik a su trilema es fomentar la movilidad de la mano
de obra entre diferentes puntos del planeta. Algo difícilmente
asumible a nivel político, ya que precisamente el malestar creado
por la globalización se ha traducido en un rechazo creciente de
parte de la población a los inmigrantes. Basta ver lo ocurrido en
Europa en la llamada crisis de los refugiados.
Hay una solución más
sencilla y es aumentar los aranceles (habría otras más
sofisticadas, pero no merece la pena entrar en detalles en este
artículo). En este punto los partidarios de la globalización suelen
utilizar la falacia de la pendiente deslizante y hablar de autarquía,
de volver a la cueva o de dedicarnos todos a la cría de cabras. Nada
más lejos de la realidad. Como Rodrik analiza en su libro, cuando la
economía está muy cerrada (en autarquía o cerca de ella) las
ganancias del comercio son inmensas. Sin embargo, en economías
tremendamente abiertas como las nuestras, las ganancias de continuar
esa apertura son muy reducidas, y también lo son las pérdidas de
cerrarse un poco más.
La propia Unión Europea,
un paradigma de la globalización, ha marcado el camino cuando en
reiteradas ocasiones ha reventado la agenda de la Organización
Mundial de Comercio por negarse a liberalizar la agricultura,
abriendo sus mercados agrícolas a la competencia internacional. Han
hecho lo correcto, por unas (supuestas) ganancias insignificantes en
el PIB mundial ¿merece la pena que se sigan despoblando nuestros
pueblos, esa
España vacía? ¿Merece la pena que los productos agrícolas
viajen miles de kilómetros del campo a la mesa con
la consiguiente huella de carbono y su efecto sobre el clima?
De la misma forma, sería
posible levantar alguna pequeña protección en ciertos sectores, con
escasas repercusiones en términos monetarios, pero que fuese
permitiendo desarrollar una política económica basada en evidencias
orientada hacia el incremento de la felicidad del conjunto de la
población. Si tomamos al pie de la letra la cifra de 20.000$ per
capita a partir de la cual los niveles de felicidad no varían con la
renta, sino a causa de otros factores, disponemos de un amplio
margen. No sería necesario llegar tan lejos.
Sería posible, sí,
aunque nadie habla de ello. A los que hablan de un cierto grado de
relocalización económica se los tacha de xenófobos, pero nada
tiene que ver la búsqueda de la felicidad, o primar la decisión
colectiva sobre la encarnizada competencia económica con el
desprecio a otras culturas. Gracias a Dios se pueden comprar los
tomates a tu vecino y tener un amigo marroquí, no hay ninguna
incompatibilidad lógica en ello. No mire a ningún partido político,
el silencio puede ser incómodo, pero bien merece la pena ir tomando
conciencia de estas paradojas, quizás antes de lo que pensamos
llegué el momento en que se puedan poner sobre la mesa. Mientras
tanto el lector puede empezar por comprar parte de sus alimentos a
productores locales a través de algún grupo de consumo
agroecológico, reduciendo de paso su huella de carbono.
Este artículo, fue originalmente publicado en El Salto
Este artículo, fue originalmente publicado en El Salto
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