Páginas

lunes, 10 de abril de 2017

¿Puede el procomún cambiar el mundo?

Las tecnologías de la información y las comunicaciones han abierto una ventana de cambio en el sistema económico, pero este cambio, de producirse, no será automático, las mayorías interesadas en él tendrán que remar para lograr una economía de producción y consumo distribuido entre iguales que permita una mejora sustancial de nuestras sociedades.



La tecnología cambia el mundo, aunque no siempre de la forma que nos gustaría. Internet y las tecnologías de la información y las comunicaciones han despertado el entusiasmo de varios ensayistas y reformadores sociales que ven en ellas una palanca para cambiar y mejorar el sistema económico. Estas tecnologías harían posible el retorno y la hegemonía de un antiguo, y olvidado, ordenamiento institucional, el procomún, común o bienes comunes.

Tradicionalmente el termino hacía referencia al conjunto de derechos de una comunidad sobre un bien o factor de producción, como por ejemplo el derecho a rebuscar espigas en la tierra después de segarla, o de llevar animales a pastar, o el de recoger las ramas que caían al suelo en un bosque. Dichos derechos eran compatibles con la propiedad privada de los campos o bosques y también podían ser ejercidos en tierras que podemos denominar, incorrectamente pero por simplificar, de propiedad comunal (1).

El procomún cayó en desuso con el auge de lo que a posteriori se denominó sistema capitalista. De hecho, la narrativa más consolidada sobre la transición de la Edad Media a la modernidad suele ensalzar el movimiento de enclosures o cercamiento de campos comunales, es decir, la limitación de los derechos de la comunidad en favor del derecho de propiedad absoluto, como factor esencial de modernización y de progreso. Dicha narrativa idílica ha sido hasta hace poco comúnmente aceptada, ya que era compartida por liberales y marxistas. Para estos últimos “el comunismo tradicional” de los comunes no era sino una forma de perpetuar la miseria y el atraso. Durante las últimas décadas hemos visto esa visión, todavía hegemónica, cuestionada, fundamentalmente por historiadores, que han señalado el papel fundamental de la violencia y el trabajo semi-esclavo en el proceso modernizador.

Un nuevo hito en el desprestigio de los comunes fue la descripción realizada por Garrett Hardin en 1968 en la revista Science de la conocida como Tragedia de los comunes. Según la racionalización de Hardin, los individuos al querer maximizar la utilidad en el uso de un recurso común terminarían sobreexplotándolo. Hardin pone el ejemplo de un pastizal comunal, los incentivos de cada ganadero individualmente son poner a pastar en él todas las cabezas de ganado posibles, y de esta forma, por ejemplo, reducir el gasto en pienso. Esta dinámica terminaría conduciendo a usar en exceso del pastizal, hasta convertirlo en un erial yermo.

Esta racionalización, basada en los preceptos sobre el comportamiento humano aceptados por la economía neoclásica de individualismo y egoísmo, chocaba frontalmente con la realidad de los comunes explotados con éxito durante siglos en la Edad Media, algunos de los cuales, por ejemplo en España, habían llegado hasta nuestros días. Elinor Ostrom se percató de esta discrepancia, poniendo de relieve las reglas que habían permitido la gestión eficiente de los bienes comunes.

Todo esto parece un debate académico sin relevancia en nuestra vida cotidiana. La opinión pública (y publicada) continúa dando vueltas a la eterna controversia entre lo público y lo privado, lo común no existe. Personalmente he intentado hablar de ello con algunas personas con las que por la circunstancia de compartir un largo viaje y una larga conversación terminas hablando de todo, y en general no se entiende. Una cuestión tan trascendente como esta, que está afectando a los pilares centrales de nuestra vida se encuentra completamente fuera del foco de atención.

Porque la emergencia del procomún puede estar siendo suficiente para desestabilizar un sistema construido sobre el frágil equilibrio del crecimiento. Los signos de alarma, lo que la epidermis muestra, son irritaciones de escasa entidad como la Wikipedia y el software libre. Se trata de productos gratuitos y elaborados de forma colaborativa, por la testarudez de algunos hackers que entendieron que era importante que la información no estuviese “cercada”, dado que su coste marginal, el coste de producir una unidad adicional, es cero. Según Paul Mason en su libro Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro

Si a alguno de ustedes le interesa ser “propietario” de un pedazo de información determinado (ya sea usted el líder de un grupo de rock, ya sea usted un fabricante de motores para la aviación), va a tener que enfrentarse con un importante problema, y es que esa información no se degrada con el uso, y el hecho de que una persona la consuma no impide que otra lo haga también. Los economistas denominan ese fenómeno “no rivalidad”. Una palabra más simple para referirse a él podría ser “compartibilidad” (por “compartible” o susceptible de ser compartido sin menoscabo de uso alguno).
En el precio de una canción de iTunes no tiene influencia alguna la clásica interacción entre oferta y demanda: la oferta de Love Me Do de los Beatles en iTunes es infinita. Y, a diferencia de lo que sucede con los discos físicos, el precio no varía aunque fluctúe la demanda: es el derecho legal absoluto de Apple a cobrar 99 peniques lo que lo fija.

La Wikipedia ha desintegrado el negocio de las enciclopedias, una circunstancia que apenas tiene incidencia en nuestro devenir (salvo por el hecho afortunado de que ya no llamará nadie a nuestra puerta para vender una enciclopedia), pero no por ello debemos subestimar en el impacto del procomún y las tecnologías de la información en la economía. Quién hace un curso gratuito por internet no hace un curso presencial, y quién lee un blog no compra un periódico. Hace unos meses podíamos leer en La Proa del Argo como las redes sociales están acabando con el negocio tradicional de las revistas de moda y del corazón. Todos estos pequeños impactos sumados, que en cada uno de los sectores afectados a lo mejor alcanzan a corroer no más del 10% del negocio, podrían ser suficientes para estar paralizando el sistema. Según Jeremy Rifkin en su libro La sociedad de coste marginal cero:

Tras la Gran Recesión, el PIB mundial ha ido creciendo a un ritmo cada vez menor. Aunque los economistas señalan, entre otras causas, el elevado coste de la energía, los factores demográficos, el lento crecimiento del empleo, la deuda pública y privada, la creciente proporción de la renta mundial que va a parar a los más ricos, y la prudencia del consumidor que se traduce en no gastar, puede que haya otro factor subyacente de gran alcance que, aun siendo todavía incipiente, explique al menos es parte esta desaceleración del PIB. A medida que el coste marginal de producir bienes y servicios se va acercando a cero en un sector tras otro, los beneficios disminuyen y el PIB se reduce. Por otro lado, el hecho de que más bienes y servicios sean prácticamente gratuitos hace que se compre menos en el mercado, lo que también reduce el PIB. También se venden menos productos en la economía del intercambio porque en la economía del compartir cada vez hay más personas que optan por reciclar y redistribuir productos ya comprados, y esta extensión de la vida útil de los productos también supone una reducción del PIB. También crece el número de consumidores que prefieren acceder a ciertos bienes antes que tenerlos en propiedad y deciden pagar únicamente por el tiempo que utilizan un automóvil, una bicicleta, un juguete, una herramienta o cualquier otra cosa, lo que también se traduce en una bajada del PIB. Además, a medida que la automatización, la robótica y la inteligencia artificial sustituyen a decenas de millones de trabajadores, la pérdida de poder adquisitivo de los consumidores también repercute negativamente en el PIB. Y cuanto más crece el número de prosumidores, más actividad económica pasa de la economía de intercambio en el mercado a la economía del compartir en el procomún colaborativo con la correspondiente contracción del crecimiento del PIB.

Tras ser instituido el mercado como elemento central organizador de la economía esta ha venido desarrollando un comportamiento cíclico, con ciclos cortos y largos. Los ciclos largos se han caracterizado por el cambio tecnológico. Así, cuando un conjunto de tecnologías alcanzaban su madurez, por ejemplo el ferrocarril y la caldera de vapor, sobrevenía un periodo largo de estancamiento, que se rompía con la aparición de nuevas tecnologías (electricidad, motor de explosión, automóvil), cuyo despliegue provocaba una nueva fase alcista. Las tecnologías de la información y las comunicaciones serían la primera excepción a este patrón, ya que por sus características no favorecerían la economía del intercambio, sino la del compartir. Considero que esta tesis, dados los hechos, es cierta, al menos parcialmente. De esta circunstancia Rifkin deriva, de una forma determinista que recuerda al pensamiento marxista (las instituciones determinadas por las condiciones materiales, en este caso la tecnología), la emergencia ineludible de un nuevo sistema económico, horizontal y basado en la abundancia, en lugar de la escasez.

Junto al hecho de que la información sea un bien no rival cabe señalar en favor de esta tesis el carácter distribuido de la producción en red a la que da lugar, característica que es compartida por las energías renovables. La propia naturaleza de estas redes hace que sea lógico facilitar el acceso al mayor número de personas. Según Rifkin:

Rose señala con agudeza que el derecho consuetudinario de celebrar festejos en el procomún es pertinente al debate actual sobre el derecho de acceso universal a los espacios sociales de Internet. Rose afirma que cuantas más personas participan en festivales, bailes, deportes y otras actividades sociales en la plaza pública, “más valor tienen esas actividades para cada participante”. Según ella, esto <<es lo contrario de la “tragedia del procomún”: es la “comedia del procomún” que se expresa de manera tan acertada en la frase “cuantos más, mejor”>>

Sin embargo, yo veo problemas bastante evidentes para que fluya este nuevo maná tecnológico. La estructura de poder en nuestra sociedad es la que viene heredada del sistema económico vigente, muy desigual. Los actores relevantes usarán su poder para mantener el sistema tal y como está, de hecho ya lo están haciendo. Según Mason:

Ante el hecho de que la información corroe el valor, las empresas responden con tres tipos de estrategia de supervivencia: la creación de monopolios sobre esa información y la defensa enérgica de la propiedad intelectual; el enfoque consistente en “patinar hasta el filo del caos”, tratando de sobrevivir en ese diferencial que queda entre la oferta en expansión y la caída de los precios; y el intento de capturar y explotar una información producida socialmente, ya sea obteniendo datos cedidos por sus consumidores, ya sea imponiendo contratos a sus programadores que estipulan que la empresa es dueña del código que estos escriben en su tiempo libre.

Cabe destacar que los monopolios parecen ser la norma en el sector de las tecnologías de la información y las comunicaciones (Microsoft, Google, Apple, Amazon, Facebook). Tal parece ser, según nos aclara Mason, el estado natural de las cosas:

En el infocapitalismo, un monopolio no es táctica inteligente más con la que maximizar beneficios: es el único modo de mantener un sector de negocio. Asombra el pequeño número de compañías que tienen posiciones dominantes en cada uno de ellos. En sectores tradicionales, por ejemplo, lo normal es que existan de cuatro a seis grandes actores en cada mercado: las cuatro grandes empresas de contabilidad; los cuatro o cinco grandes grupos de supermercados; los cuatro grandes fabricantes de turborreactores. Pero las marcas señeras del ámbito de la infotecnología necesitan un dominio total de cada uno de sus mercados: Google necesita ser la única compañía en el terreno de los buscadores; Facebook tiene que ser el único lugar en el que las personas construyan su identidad digital; Twitter, el foro por excelencia donde publican sus pensamientos; iTunes, la tienda de música digital de referencia; etcétera.

Ello, y este es un punto esperanzador, nos conduce inevitablemente a un menor bienestar del que podríamos alcanzar, citando ahora a Christian Laval y Pierre Dardot en su libro Común. Ensayo sobre la revolución del siglo XXI:

Según Charlotte Hess y Elinor Ostrom, el problema fundamental del conocimiento se reduce hoy en día a un problema de captura digital […] La productividad del conocimiento debe ser garantizada por reglas bastante parecidas a las que protegen la renovación del stock de recursos naturales. No poder o no querer establecer estar reglas sociales conduciría directamente a lo que Michael Heller, a propósito de los derechos de propiedad en el campo de la investigación biomédica, ha llamado “la tragedia de los anticomunes”. Se trata de impedir el agotamiento de la innovación y de la creación, engendrado por los derechos de propiedad y la comercialización.

Y señalo que este punto es esperanzador dado que la sociedad civil, si alguna vez supera su peligrosa fascinación por la tecnología y por personajes como Elon Musk, el nuevo superheroe del sistema, evidentemente se rebelará contra esta pérdida de bienestar, siempre que esté informada de ello, y considero que es probable que lo esté, dado que precisamente las tecnologías de la información y las comunicaciones están corroyendo también el dominio de las élites sobre lo pensable, como prueba que Donald Trump haya ganado unas elecciones sin el apoyo de ni siquiera un medio de comunicación convencional.

Quizás más preocupante que la estructura de poder heredada del anterior sistema económico sea la facilidad con la que Rifkin y Mason extrapolan el principio del coste marginal cero al conjunto de la economía. Sí, es cierto, producir una unidad adicional de información tiene un coste cero, pero no ocurre lo mismo con un tomate, una unidad adicional necesita más tierra, más agua y más insumos. Lo mismo puede decirse de un automóvil, una unidad adicional, a pesar de que sea un bien que contenga cantidades ingentes de información, seguirá teniendo un coste marginal elevado.

Siendo realistas lo que cabe esperar es que las élites utilicen el poder que mantienen en los sectores económicos tradicionales para afianzar monopolios en el sector de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Si el desempleo y la miseria se va fuera de control siempre se puede recurrir al Estado para que reparta algunas migajas, por ejemplo mediante un plan de empleo público garantizado que apuntale el sistema.

Con este realismo no quiero desanimar a todos aquellos que creen que es posible mejorar las condiciones de vida de los seres humanos, al contrario, tenemos un palanca en la que apoyarnos, sin embargo esta no actuará por si sola, tendremos que ser nosotros los que con nuestras acciones propiciemos el cambio. Precisamente el actuar común está en el núcleo del cambio de paradigma. Volviendo a Laval y Dardot:

La consecuencia que aquí extraeremos es que el término “común” es particularmente apto para designar el principio político de una coobligación para todos aquellos que están comprometidos en una misma actividad. En efecto, hay que entender el doble sentido contenido en munus: al mismo tiempo la obligación y la participación en una misma “tarea” o una misma “actividad” -de acuerdo con un sentido más amplio que el de la estricta “función”-. Hablaremos aquí de actuar común para designar el hecho de que haya hombres que se comprometen juntos en una misma tarea y produzcan, actuando de este modo, normas morales y jurídicas que regulan su acción. En sentido estricto, el principio político de lo común se enunciará, por tanto, en estos términos: “sólo hay obligación entre quienes participan en una misma actividad o en una misma tarea”. Excluye, en consecuencia, que la obligación se funde en una pertenencia dada independientemente de la actividad.

Este principio de lo común puede extenderse más allá del ámbito de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Dardot y Laval ponen el ejemplo de la agricultura, con un común de semillas:

Tenemos ahí un buen ejemplo de la institución de común mediante la fijación de ciertas reglas, destinadas al mismo tiempo a luchar contra la biopiratería y a asegurar una puesta en común efectiva de los saberes, ya que esta puesta en común no es únicamente local sino ya transnacional. Tal institución, lo más alejada posible de lo que es el Banco Mundial de Semillas -controlado por los Estados y por las grandes empresas-, ganaría coordinándose con otras instituciones del mismo tipo a escala mundial, de tal manera que se creen las bases para un común mundial de semillas. En todo caso, un ejemplo como éste nos enseña que la “guarda” de un común sólo puede ser confiada a quienes hacen de él un co-uso, y no a los Estados, que no pueden ser considerados como los guardianes de las “cosas comunes” encargados de dictar las leyes de obligado cumplimiento. El uso instituyente de los comunes no es un derecho de propiedad, es la negación en acto del derecho de propiedad en todas sus formas, porque es la única forma en que es posible hacerse cargo de lo inapropiable.

Es necesario que la población tome conciencia de la emergencia de este principio de “lo común”, en contraposición a lo público y lo privado, y que usemos las instituciones que tenemos (aún cuando queramos cambiarlas) para potenciarlo. Es evidente la potencia que tendría una Renta Básica Universal para dinamizar el trabajo colaborativo y horizontal en el procomún, por poner sólo un ejemplo, quizás el de mayor transcendencia.

La posibilidad existe, en este artículo hemos explorado parte de ella. En uno posterior hablaré de la economía colaborativa, un tipo de actividad potenciada por las tecnologías de la información y las comunicaciones, ya que se suelen utilizar plataformas digitales como medio para conectar a los prosumidores interesados en el intercambio. El potencial disruptivo de la economía colaborativa es enorme, por ello merece un análisis específico.


(1) No es muy correcto hablar de propiedad comunal, dado que en realidad se trata de cierto tipo de derechos que los usuarios pueden ejercer sobre el bien, y que excluyen la mayoría de los usos que un auténtico propietario puede dar a un bien de su propiedad, por ejemplo venderlo, destruirlo, etc.

1 comentario:

  1. La empanada mental que hay, al menos en España, con los conceptos de público y privado es de aúpa. Supongamos que el ministerio de Defensa es propietario de un terreno que es utilizado por el ejército para sus maniobras. Con buen criterio, el propietario me prohibirá utilizar ese terreno a mí, excursionista ocasional los fines de semana, o a un pastor que quiera llevar allí su ganado a pastar: hay que evitar que una bala perdida o un obús maten a alguien. Dejando el porqué aparte, el hecho es que esos terrenos son una propiedad privada y que ello da derecho al propietario a privar a excursionistas, pastores y demás a usar del terreno. Harina de otro costal es que la titularidad del terreno en cuestión sea del estado a través del ministerio de Defensa. El error está en confundir titularidad y carácter público o privado.

    El "too big to fail" quizás sea otro ejemplo de esta confusión. En los años 70 el fabricante francés de automóviles Citröen estaba en quiebra y fue comprado por uno de sus competidores, Peugeot. Esta historia tiene su letra pequeña: la operación de compra fue auspiciada por el gobierno del país. Desde un punto de vista legal Citröen era una empresa privada y, por tanto, al gobierno no le debería incumbir que quebrase; máxime cuando el país contaba con otros fabricantes de coches que podrían ocupar el hueco. Sin embargo, en la práctica la quiebra de Citröen no tiene las mismas consecuencias que la quiebra de una panadería. ¿Era, entonces, de facto aquella Citröen tan privada? ¿Lo era también aquella General Motors rescatada en el año 2009 por el gobierno de los Estados Unidos?

    ResponderEliminar

NO SE ADMITEN COMENTARIOS ANÓNIMOS