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lunes, 30 de junio de 2014

Tiempo y autonomía

No es raro que nos encontremos con cierta frecuencia artículos en los que se habla del estrés de la vida moderna, incluso llegándose a afirmar que el tiempo libre ha muerto, entre otras cosas porque el estrés, esa disfunción emocional derivada de sobrecargar y alienar nuestro tiempo, se valora como un signo de estatus social. También es habitual que estos análisis vayan acompañados de consejos comerciales para paliar el estrés centrados en las conductas individuales, que no cuestionan el marco en el que esto ocurre, que actúan sobre los síntomas pero no sobre las verdaderas causas que cronifican este problema.

Hoy día se da el absurdo de que producimos mucho más allá de lo que sería suficiente para cubrir las necesidades de todos y sin embargo permanece la exclusión social y su amenaza, a lo que hay que añadir la insostenibilidad de esa sobre-producción. ¿Por qué elegimos, entonces, esta forma desequilibrada de trabajar que consume el tiempo y la vida emocional de unos mientras otros quedan excluidos haciendo cola, y que ambiciona la ampliación de posibilidades para el futuro mientras degrada su base natural insustituible? ¿Estamos locos o qué nos pasa?

El trabajo remunerado, (ya sea por cuenta ajena o por cuenta propia), esa entelequia social que alimentamos con nuestro tiempo y nuestro esfuerzo, resulta imprescindible para subsistir. Pero como no se distribuye entre todos los que lo necesitan, siempre estaremos dispuestos a pagar por él un alto precio en forma de entrega personal. Así, lo que en realidad es un coste, el trabajo, se ha transfigurado a nuestros ojos en un bien preciado y escaso. Sólo el empresario puede tratarlo como un coste a reducir, racionalizándolo y reduciendo su empleo al mínimo. Los demás anhelamos irracionalmente aumentar al máximo ese coste para asegurar una incierta subsistencia futura y también para prestigiarnos con la estima social que implica.

Esta inversión del sentido ha llegado a tal punto que en nuestra sociedad se da una identificación casi perfecta entre remuneración y valor. Lo que cuenta es el precio. Tiene sentido hacer algo cuando es rentable. Nunca fue tan fácil calcular el valor de cada acto sin necesidad de pensar mucho, es decir, nunca la ética estuvo tan ausente. El mercado decide por nosotros.

¿Adónde nos lleva este abandono de la reflexión autónoma? Más allá de constatar nuestro estrés estaría bien buscar algo de claridad para intentar sobreponernos a este desbarajuste. Para ello quizá sea útil fijarnos en esa naturaleza voluble del tiempo que nos hace percibirlo como algo agobiante o como algo grácil en función de la vivencia que incluya, la vivencia que le aporta o le quita significado. Siguiendo este criterio, propongo dividir nuestro tiempo en cuatro fases que apuntaré brevemente para, finalmente, aventurar alguna conclusión.

1- El hastío de la actividad heterónoma

En las últimas décadas no se ha detenido la innovación tecnológica que, junto a un consumo creciente de energía, nos permite producir cada vez más con menos empleo de mano de obra, y sin embargo esto no ha redundado en una liberación de tiempo para nosotros ni en una forma más humanizada de trabajar sino todo lo contrario. Lo que ha motivado esos aumentos de productividad no ha sido el objetivo de distribuir mejor el coste humano de producir lo necesario (en horas de trabajo) sino el deseo de maximizar los beneficios empresariales, y nuestra actividad ha caído presa de ese mismo propósito. Nuestro trabajo es una mera variable inserta en una función predefinida e incuestionable.

La moral comúnmente aceptada -siempre hay una- establece que esta entrega es nuestro deber en la vida. Pero si no podemos determinar casi nada en nuestro trabajo, si no podemos decidir los principios, los objetivos y los límites del mismo, si las decisiones de la gestión no pasan por el pensamiento y los intereses de los implicados en la producción, la única motivación sólo puede ser el miedo, la ansiedad, como en cualquier sistema doctrinal y represivo, (por muy libre que sea el mercado). Y el resultado excluirá la identificación con lo realizado, el sentido de la actividad, dejándonos el sinsabor de un profundo hastío.

2- La apatía de la pasividad heterónoma

La doctrina de la confusión entre rentabilidad y sentido lleva a que fuera del trabajo no veamos valor a nuestro tiempo salvo si podemos vincularlo a la capacidad adquisitiva y al lucimiento de la misma. El tiempo libre se emplea como tiempo para ser entregado, como consumidor o como espectador. No se desvincula de las relaciones económicas; se hace dependiente del suministro de bienes y servicios. Su valor se estima en función del precio con el que se paga el ocio consumido. La vida no tiene “calidad” si no se adquiere cierta “calidad de vida”. Y lo que a nuestros ojos carece de valor por sí mismo no puede motivarnos. La apatía (y su alivio) es el principio rector del tiempo libre cuando no salimos de la forma convencional de valorar las cosas propia de una sociedad heterónoma.

En ocasiones puede ocurrir que confundamos el dejarse llevar, como en un viaje programado, con una forma de actividad. O que confundamos el consumo de sensaciones, momentáneas y dependientes, con una forma de favorecerse a uno mismo por el placer que suponen. Sin embargo ambas cosas son un mal sucedáneo de una satisfacción auténtica, autónoma, controlable, de las necesidades vitales más importantes. No es lo mismo comprar un poco de calor pasajero que llevar dentro una hoguera propia.

3- El disfrute de la pasividad autónoma

Existen formas relajadas de disfrutar más o menos pasivas (o compasivas), sin necesidad de consumir nada, sin dependencias. Siempre habrá quien quiera menospreciar estas formas de invertir el tiempo, tan poco propensas a mover la economía, pero ¿hay algo más ridículo que plantear el aumento del PIB como ejemplo de salud social, o el conformismo del espectador televisivo como ejemplo de plenitud vital?

Dejemos en un cajón la cartera. Apaguemos los medios de distracción masiva. Hagamos un ampuloso silencio. No existe tecnología que pueda compararse en sofisticación a nuestro propio cerebro. Disfrutemos de las posibilidades de su naturaleza. Escuchemos el rumor de nuestro pensamiento. Escuchemos el rumor emocional que subyace a nuestro pensamiento. Meditemos, (con fe o sin ella); conversemos; atendamos; intentemos sentir por otra persona, en sus circunstancias; recuperemos el afecto, o mejor aún, el cariño, los cuidados que en realidad pueden ser el origen del afecto más que su consecuencia, al igual que el sexo puede ser lo que lleve al amor.

Contemplemos. Decía Henry Miller que el arte no enseña nada más que el significado de la vida. Quizá todas las obras deban ser entendidas por quien las observa como meros ejercicios de aprendizaje para una finalidad personal que se construye en su interior: aprender a ver de una forma que enaltezca lo percibido, que ponga la realidad a la altura del asombro que merece su existencia.

Quizá ya no es posible hallar ningún valor a la poesía, (en la medida en que no sea valor añadido, valor editorial). Pero rebelémonos. Intentemos escuchar cómo crece la hierba, descubramos el movimiento desapercibido de las nubes, caminemos despacio... más despacio, (no es tan fácil)... pasividad… palabra serena, apacible y sabia.

4- El apasionamiento de la actividad autónoma

A menudo una pasividad autónoma conduce a la reflexión, porque nuestro cerebro no deja de funcionar nunca. Y de la reflexión autónoma podemos extraer unos valores, aunque sean provisionales. No es buena idea desatenderlos por muchos filósofos que haya en el mundo. Cuando algo nos parece valioso, tratar de dar expresión activa a ese valor es una fuente de motivación. El problema es que, en las condiciones actuales, el trabajo remunerado rara vez coincidirá con hacer algo por lo que uno valora. De momento esto queda relegado a las posibilidades que uno tenga de liberar tiempo para la actividad autónoma.

Pasiones personales, participación cultural, autoeducación, voluntariado, activismo... ocupan a muchas personas sin que nada les obligue a ello. Esto dice algo de la naturaleza humana. La actividad volitiva y el esfuerzo pueden estar motivados exclusivamente a partir de valores, y esto incluso puede conducir al apasionamiento. No es difícil inferir que en una sociedad más liberada del trabajo remunerado, toda la población se sentiría motivada por estas actividades en alguna medida.

En ocasiones se mencionan las dedicaciones voluntarias o el intento de mejorarse como otra posible forma de exceso para nuestras sobrecargadas vidas. En el artículo citado al principio se identifica esto último como “ocio intencional”. Pero quizá esta denominación delate la banalidad con la que hoy día se considera nuestro tiempo, (que es como decir nuestra vida). ¿Ocio serio? ¿No se supone que el ocio es eso que consumimos en forma de sensaciones para desconectar del trabajo? ¿Intenciones que no consisten en ganar más?

Sin embargo en toda actividad voluntaria hay una diferencia fundamental con el trabajo: uno puede elegir el grado de implicación, el tiempo y el ritmo con el que se entrega a lo que valora. Y esto último es lo que en realidad resulta verdaderamente extraño (y subversivo): valorar algo por motivos propios, al margen de cualquier idea de rentabilidad, de estatus o de moda. Sin duda este tipo de actividad se aproxima más a la idea de artesanía, o de actividad dotada de sentido, que el desempeño laboral tal y como lo concebimos hoy en día. ¿No deberíamos considerar enfermiza precisamente la forma de trabajar que deja a un lado cualquier criterio personal, el vínculo con lo realizado, la motivación, el sentido? ¿Acaso esa entrega enajenada no dificulta precisamente la toma de conciencia y la responsabilidad?

Hagamos una reflexión ética para llenar de valores, de intenciones y de motivación nuestro tiempo. Liberemos tiempo para ello. En lugar de tanta ambición económica y tanta ruindad social, nosotros y nuestro medio ambiente saldríamos ganando con cierta conformidad material y más crecimiento personal, compasión, alegría, ambición libre en tiempo libre, madurez.

Pero aun así falta algo en este esquema, algo sin lo cual la reflexión ética resulta impotente, algo cuya carencia impide este cambio de valores y que a la vez engarzaría las piezas para hacer de ellas algo más grande que las partes.

La fertilidad de una sociedad autónoma

Intentando llegar a alguna conclusión, podemos preguntarnos por qué no apostamos decididamente por una forma de vida más autónoma. ¿De dónde viene la actual propensión a la heteronomía? Somos seres sociales y, como tales, necesitamos integrarnos en lo colectivo, ¿pero acaso es lo mismo integrarse que someterse de forma acrítica? Quizá no sea extraño que en una sociedad educada para la insignificancia y la conformidad, nuestro natural deseo de integración en la sociedad se exprese mediante la preferencia por las diversas formas más o menos sutiles de sumisión o de seguidismo. ¿Qué lección podemos aprender de esto?

La autonomía personal no podrá ser satisfactoria si no incluye una dimensión social, es decir, si nuestra ética no incluye una dimensión política, una deliberación compartida, una forma de socialización con la que las personas no deben renunciar a sí mismas. A su vez, la influencia crucial del entorno que nos educa y que nos condiciona a diario muestra que nuestra autonomía se decide en la política.

¿Cuál debe ser la finalidad de la organización social y de su modelo económico (como parte de la misma)? ¿Cómo podemos utilizar, y cómo no, los recursos naturales finitos de nuestro planeta compartido? Y si lo hacemos mediante un sistema de remuneración, ¿cuáles son las condiciones laborales más saludables y por tanto deseables para todo el mundo? ¿Cómo distribuimos el coste humano de producir lo necesario (en horas de trabajo)? ¿Cómo repartimos los beneficios de la producción? ¿Cuánto tiempo podremos liberar para cumplir con necesidades superiores?... Los valores predominantes cristalizan en la sociedad a través de la política, a través de las leyes que delimitan el entorno que nos condiciona.

Nuestro verdadero interés está en la construcción de una sociedad autónoma que nos permita revitalizar nuestro tiempo. Y Sólo la política hecha por y para las personas podrá instituir este tipo de sociedad. Lo que favorece la (bio)diversidad, el florecimiento humano, la creatividad generalizada y la maduración no es una lucha excluyente e ilimitada, hasta que sólo quede un único individuo victorioso en un desierto sin gente, sino un clima saludable y un entorno generoso nutriendo la proliferación de iniciativas autónomas de todo tipo, un valle fértil para la vida en lugar de un valle de lágrimas.


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lunes, 23 de junio de 2014

El Coste Interior Bruto versus el Ingreso Sostenible

Kenneth Boulding calificó el indicador macroeconómico por excelencia, en su tiempo el PNB o producto nacional bruto, actualmente el PIB o producto interior bruto como el coste nacional bruto.

La medición del PIB ha salido a la palestra por los cambios metodológicos que Euroestat ha impuesto con la finalidad de reflejar mejor el flujo de producción de la economía.

Lo más llamativo y comentado ha sido la inclusión de actividades ilegales entre las actividades económicas computadas en el PIB. Hay otras modificaciones, como la inclusión de los gastos I+D como formación bruta de capital, que me parece un error técnico, pero dentro del tecno-optimismo reinante se puede considerar normal.

Sin embargo, no quiero discutir los aciertos y errores de tales modificaciones. Pretendo señalar la impostura de la cuenta única, donde todo suma y nada resta, basada en la creencia religiosa, de que toda actividad económica es intrínsecamente buena y nos hace más ricos. El caso de las actividades ilícitas es ilustrativo pues nuestras normas las consideran actividades no deseables que deben ser reprimidas. Sin embargo, como actividad económica, que sin duda son, se deben incluir en el flujo de producción. Como la economía no juzga, todas las preferencias son igualmente válidas por poco adecuadas que desde un punto de vista ético las podamos considerar, la inclusión parece razonable. Aunque cabe decir que cualquier actividad ilícita que pueda generar un flujo de producción debería ser incluida. Tal vez, el problema consista en acceder a su medición, pues eso implicaría tener conocimiento de tales actividades, aunque sea de forma indirecta, e intentar reprimirlas y acabar con ese flujo económico. Las visitas de funcionarios públicos del INE a burdeles o centros de distribución de droga para realizar sus estimaciones del volumen de operaciones es una imagen bastante surrealista.

Es cierto, que los economistas suelen afirmar como cláusula de estilo que el PIB no es una medida del bienestar. Su mismo creador, Simon Kuznets, lo advertía con poco éxito. De una forma u otra, la inmensa mayoría de los economistas ortodoxos consideran el PIB una buena aproximación al bienestar. Postular que el crecimiento del PIB es la solución universal a todos nuestros males se refleja en la metáfora de la marea que eleva todos los barcos (sin tener en cuenta que si hay pleamar en un lugar, en otro debe haber bajamar). Una vez conseguido el primer objetivo, el crecimiento, vendrá la redistribución de la riqueza en forma de bienestar para todos. No obstante, los estudios sobre igualdad tan en boga, como el conocido Best Seller “Capital in the Twenty-First Century” de Thomas Piketty, desmienten de forma rotunda que ese momento sea más que una quimera ya que la desigualdad es una característica estructural.

El PIB es un instrumento fundamental para la economía ortodoxa, el crecimiento anémico o  negativo desde el estallido de la crisis plantea severos problemas al paradigma económico dominante. En mi opinión, estas modificaciones, además del obvio objetivo de presentar un mejor ratio de deuda pública en relación con el PIB, con actividades, dicho sea de paso, que no pueden contribuir a su pago, demuestra una cierta desesperación. No son malas noticias, aunque están muy lejos de percatarse de las causas de un crecimiento que nada soluciona, excepto generar malestar y desigualdad, crecimiento antieconómico.



Como alternativa al moribundo PIB es necesario definir el ingreso sostenible que nos permita un consumo hoy sin consumir menos en períodos futuros. Tener el PIB como medida y guía de nuestras políticas económicas es comparable a utilizar criterios de liquidación para administrar una empresa. Consumir el capital que nos proporciona los flujos de recursos es lo mismo que consumir por encima de los intereses que nos proporciona un depósito bancario, nos comemos el capital. Si lo hacemos de forma exponencial, como es el caso, no importa cuan grande creamos que es ese capital, llegará un momento en que el consumo del capital mermará los intereses de períodos futuros hasta que vivamos prácticamente sólo de consumir capital. El final de la historia es la liquidación del depósito. En  nuestro caso, la liquidación de nuestro soporte vital, lo que es una locura. La economía del ingreso sostenible es la economía del astronauta en contraposición a la economía de cowboy de horizontes infinitos sin preocupaciones por los recursos y los residuos.





Rediseñar el PIB es una manera más de intentar prolongar el engaño sobre la existencia de límites que deben ser tenidos en cuenta. La consecuencia es contribuir a retrasar la toma de decisiones que cuanto más se pospongan más dolorosas serán. El problema es que como ocurre con la riqueza ese dolor estará muy desigualmente repartido.

Por eso, es fundamental tener presente que estas discusiones aparentemente técnicas ocultan una importante carga ideológica sobre la visión del mundo y sobre cuales son las prioridades que se tienen para afrontar los retos. Sin una idea clara de cuáles son los costes reales de crecer y qué sacrificamos es difícil que podamos tomar decisiones informadas.

lunes, 16 de junio de 2014

Democracia y deliberación


En nuestras sociedades vivimos dentro de lo que se llama democracia representativa, es decir un sistema en el cual el pueblo elige en unas elecciones a una serie de personas, vinculadas a diferentes partidos políticos, como representantes de la ciudadanía durante cuatro o cinco años.

Este es el concepto dominante de democracia, pero hay otro, más acorde con el sentido etimológico de la palabra democracia, o sea gobierno del pueblo. Según este concepto la verdadera democracia sería el autogobierno popular, o sea un sistema deliberativo donde se reflexiona y decide colectivamente sobre lo que se va a hacer: las leyes son debatidas y aprobadas por los ciudadanos mismos.

Esta forma de democracia directa y deliberativa, que desde Autonomía y Bienvivir defendemos como ideal a alcanzar, supone apostar por una sociedad autónoma, por usar un concepto de Castoriadis, frente a la sociedad dirigida o heterónoma.


No obstante, como el camino es largo y tal sociedad autónoma requiere de tiempo y, siendo realistas, estamos donde estamos, quizá sería preferible imaginar un mecanismo más sencillo de democracia deliberativa como paso previo a la creciente profundización en materia de derechos, responsabilidades y libertades. Por ejemplo, ante la necesidad de reformar la Constitución por la creciente apatía y descontento de los ciudadanos, un partido en el poder que quiera desarrollar la democracia deliberativa y dar más peso a la opinión de la ciudadanía podría realizar una Convención o Asamblea de políticos y ciudadanos, estos últimos elegidos al azar pero representativos de la sociedad por edad, género y nivel socioeconómico-estudiantes, parados, trabajadores en activo, amas de casa y jubilados- de todas las zonas geográficas del país, y los primeros en función de la fuerza de cada partido, con un Presidente de Asamblea independiente.

La Convención, que se realizaría durante quince fines de semana seguidos, o el tiempo que se determine, dedicaría el sábado a escuchar la voz de diferentes expertos y los domingos a deliberar y votar, sobre, por ejemplo, la reforma de la Ley Electoral para hacerla más representativa y la forma de Estado, continuar con la Monarquía o cambiar a una República, y, dentro de la República, su clase: presidencialista, semipresidencialista o parlamentaria. La deliberación y el voto  se harían respetando los principios de ecuanimidad e igualdad. Los debates y votaciones se grabarían y podrían ser visualizados por la población en diferentes medios, desde televisiones a internet.

Las propuestas aceptadas requerirían de refrendos para que finalmente el conjunto de la ciudadanía se pronunciase.

El mismo sistema podría aplicarse para, por ejemplo, crear una ley educativa, con la participación en la Asamblea de Asociaciones de padres, profesores y estudiantes u otras leyes, lo que implicaría una mayor calidad democrática al ampliar la participación por un lado y por otra favorecer la reflexión al oír diferentes voces en igualdad de condiciones.

Fuente: Democracia deliberativa: un buen ejemplo irlandés . Eldiario.es Zona crítica

lunes, 9 de junio de 2014

Comiéndonos el futuro

Cuenta el diario El País que el gobierno de España ha aprobado un Real Decreto a medida para que se pueda reabrir la central de Garoña, que llegaría así, si finalmente se reabre, a una vida útil de 60 años, aunque ¿quién sabe? quizás posteriormente se pida una nueva prórroga.

España tiene un exceso enorme de capacidad de producción de energía eléctrica. Las nefastas previsiones de la industria eléctrica española consideraban en sus escenarios un incremento constante de la demanda a ritmo de burbuja. Si hay infraestructuras de sobra para producir electricidad ¿cuál es entonces la racionalidad de la nueva puesta en servicio de una central nuclear tan antigua?

La teoría económica elemental, que cualquier ciudadano de a pie tiene en mente, establece que ante un exceso de oferta de este tipo los precios bajarán, y las empresas quebrarán. Eso ocurre en un mercado libre, como el de la vivienda. Nadie nos puede obligar a comprar un piso (aunque sí nos pueden obligar a rescatar a los bancos que han concedido créditos irresponsables para comprarlos a precio de oro), pero la energía eléctrica, al igual que el pan, es un bien muy distinto. Como el funcionamiento del sector eléctrico español es el de un oligopolio mal disimulado, cuanto mayor es el exceso de oferta sobre la demanda más suben los precios. Es lógico, cuanto menor es el mercado, menos posibilidades tienen estas empresas de obtener beneficios, y suben los precios para compensar su pérdida de ingresos. Lógico para sus accionistas, claro.

La lógica de la reapertura de Garoña es la misma. Una infraestructura amortizada hace tiempo, que produce a coste casi cero una electricidad que nadie necesita, pero que dará un nuevo balón de oxígeno a los accionistas de Endesa e Iberdrola. A igual precio para el consumidor, producir más barato dejará más beneficios en las arcas de estas empresas.

El ciudadano no sale perjudicado, salvo que haya un accidente, pero la energía nuclear es segura ¿verdad? Bueno, en mis cuarenta años de vida han ocurrido tres accidentes, Three Mile Island, Chernóbil y Fukushima, y aunque no tengo una bola de cristal para ver el futuro, es lógico pensar que habrá más. Habrá más porque no sabemos controlar la energía nuclear.

No sabemos controlar la energía nuclear y los tres accidentes son una prueba, como también lo es la cuestión de los residuos. Tras finalizar la vida útil de la central, las barras de combustible usado, que contienen los residuos de alta actividad, deben mantenerse en una piscina dentro de la propia central, donde se refrigeran y se controla su temperatura. No sabemos cuánto tiempo pasará hasta que estén suficientemente frías para que puedan ser confinadas en un almacén, sin necesidad de refrigeración, se estima que sesenta años, ni tampoco está claro cómo será ese almacenamiento geológico profundo donde deberán permanecer durante siglos. En Alemania llevan décadas debatiendo sobre la cuestión, y no está nada claro que el almacén escogido esté exento de problemas, y en EEUU han tenido que clausurar su proyecto ante la magnitud de la inversión necesaria, por encima de los 60.000 millones de dólares.

La realidad es que comenzamos esta aventura de la energía nuclear civil en junio de 1954, hace ahora casi sesenta años, sin saber hacia dónde nos conduciría. Se pensaba que se encontrarían soluciones sobre la marcha al problema de los residuos, pero no ha sido así. Seis décadas después no tenemos forma de eliminarlos, sólo podemos enterrarlos, pero ¿por cuánto tiempo y cuando cuesta? Ambas cuestiones parecen estar relacionadas.

Si sólo fuese la energía nuclear se trataría de un problema menor. En realidad hemos procedido de la misma forma con todo. Hemos gastado los combustibles fósiles pensando en un futuro sustituto, pero este no aparece. Hemos contaminado pensando que más adelante se podría arreglar, pero no podemos, y nos vemos obligados a negar la evidencia.

Nos hemos comido el futuro, como Saturno, hemos devorado a nuestros hijos.




Mejor dicho, nuestros padres se han comido nuestro futuro, y ahora la vía de escape es comernos el de nuestros hijos. Como una serpiente hambrienta, que se devora por la cola enroscándose sobre si misma, esperamos solucionar nuestros problemas.

Soluciones las hay, pero implican cambiar la sociedad, alumbrar una sociedad alternativa, que incluso podría ser mejor que la actual, pero no existe el consenso para ello, estamos demasiado alienados.


Los finlandeses parecen captar la esencia del problema, han construido su almacén nuclear con la ayuda de antropólogos y teólogos. Pero, ¿no es este un problema de geología e ingeniería? Sí, pero siendo coherentes, los finlandeses quieren diseñar el almacenamiento para los 100.000 años durante los cuales se mantendrá la alta actividad de los residuos, y han supuesto que nuestra civilización desaparecerá mucho antes. El papel de los antropólogos y teólogos es diseñar símbolos que disuadan a los futuros humanos de acercarse al lugar. Al fin y al cabo, quien devora a sus hijos sólo puede esperar que desaparezca su estirpe.