No es raro que nos encontremos con cierta frecuencia artículos en los que se habla del estrés de la vida moderna, incluso llegándose a afirmar que el tiempo libre ha muerto, entre otras cosas porque el estrés, esa disfunción emocional derivada de sobrecargar y alienar nuestro tiempo, se valora como un signo de estatus social. También es habitual que estos análisis vayan acompañados de consejos comerciales para paliar el estrés centrados en las conductas individuales, que no cuestionan el marco en el que esto ocurre, que actúan sobre los síntomas pero no sobre las verdaderas causas que cronifican este problema.
Hoy día se da el absurdo de que producimos mucho más allá de lo que sería suficiente para cubrir las necesidades de todos y sin embargo permanece la exclusión social y su amenaza, a lo que hay que añadir la insostenibilidad de esa sobre-producción. ¿Por qué elegimos, entonces, esta forma desequilibrada de trabajar que consume el tiempo y la vida emocional de unos mientras otros quedan excluidos haciendo cola, y que ambiciona la ampliación de posibilidades para el futuro mientras degrada su base natural insustituible? ¿Estamos locos o qué nos pasa?
El trabajo remunerado, (ya sea por cuenta ajena o por cuenta propia), esa entelequia social que alimentamos con nuestro tiempo y nuestro esfuerzo, resulta imprescindible para subsistir. Pero como no se distribuye entre todos los que lo necesitan, siempre estaremos dispuestos a pagar por él un alto precio en forma de entrega personal. Así, lo que en realidad es un coste, el trabajo, se ha transfigurado a nuestros ojos en un bien preciado y escaso. Sólo el empresario puede tratarlo como un coste a reducir, racionalizándolo y reduciendo su empleo al mínimo. Los demás anhelamos irracionalmente aumentar al máximo ese coste para asegurar una incierta subsistencia futura y también para prestigiarnos con la estima social que implica.
Esta inversión del sentido ha llegado a tal punto que en nuestra sociedad se da una identificación casi perfecta entre remuneración y valor. Lo que cuenta es el precio. Tiene sentido hacer algo cuando es rentable. Nunca fue tan fácil calcular el valor de cada acto sin necesidad de pensar mucho, es decir, nunca la ética estuvo tan ausente. El mercado decide por nosotros.
¿Adónde nos lleva este abandono de la reflexión autónoma? Más allá de constatar nuestro estrés estaría bien buscar algo de claridad para intentar sobreponernos a este desbarajuste. Para ello quizá sea útil fijarnos en esa naturaleza voluble del tiempo que nos hace percibirlo como algo agobiante o como algo grácil en función de la vivencia que incluya, la vivencia que le aporta o le quita significado. Siguiendo este criterio, propongo dividir nuestro tiempo en cuatro fases que apuntaré brevemente para, finalmente, aventurar alguna conclusión.
1- El hastío de la actividad heterónoma
En las últimas décadas no se ha detenido la innovación tecnológica que, junto a un consumo creciente de energía, nos permite producir cada vez más con menos empleo de mano de obra, y sin embargo esto no ha redundado en una liberación de tiempo para nosotros ni en una forma más humanizada de trabajar sino todo lo contrario. Lo que ha motivado esos aumentos de productividad no ha sido el objetivo de distribuir mejor el coste humano de producir lo necesario (en horas de trabajo) sino el deseo de maximizar los beneficios empresariales, y nuestra actividad ha caído presa de ese mismo propósito. Nuestro trabajo es una mera variable inserta en una función predefinida e incuestionable.
La moral comúnmente aceptada -siempre hay una- establece que esta entrega es nuestro deber en la vida. Pero si no podemos determinar casi nada en nuestro trabajo, si no podemos decidir los principios, los objetivos y los límites del mismo, si las decisiones de la gestión no pasan por el pensamiento y los intereses de los implicados en la producción, la única motivación sólo puede ser el miedo, la ansiedad, como en cualquier sistema doctrinal y represivo, (por muy libre que sea el mercado). Y el resultado excluirá la identificación con lo realizado, el sentido de la actividad, dejándonos el sinsabor de un profundo hastío.
2- La apatía de la pasividad heterónoma
La doctrina de la confusión entre rentabilidad y sentido lleva a que fuera del trabajo no veamos valor a nuestro tiempo salvo si podemos vincularlo a la capacidad adquisitiva y al lucimiento de la misma. El tiempo libre se emplea como tiempo para ser entregado, como consumidor o como espectador. No se desvincula de las relaciones económicas; se hace dependiente del suministro de bienes y servicios. Su valor se estima en función del precio con el que se paga el ocio consumido. La vida no tiene “calidad” si no se adquiere cierta “calidad de vida”. Y lo que a nuestros ojos carece de valor por sí mismo no puede motivarnos. La apatía (y su alivio) es el principio rector del tiempo libre cuando no salimos de la forma convencional de valorar las cosas propia de una sociedad heterónoma.
En ocasiones puede ocurrir que confundamos el dejarse llevar, como en un viaje programado, con una forma de actividad. O que confundamos el consumo de sensaciones, momentáneas y dependientes, con una forma de favorecerse a uno mismo por el placer que suponen. Sin embargo ambas cosas son un mal sucedáneo de una satisfacción auténtica, autónoma, controlable, de las necesidades vitales más importantes. No es lo mismo comprar un poco de calor pasajero que llevar dentro una hoguera propia.
3- El disfrute de la pasividad autónoma
Existen formas relajadas de disfrutar más o menos pasivas (o compasivas), sin necesidad de consumir nada, sin dependencias. Siempre habrá quien quiera menospreciar estas formas de invertir el tiempo, tan poco propensas a mover la economía, pero ¿hay algo más ridículo que plantear el aumento del PIB como ejemplo de salud social, o el conformismo del espectador televisivo como ejemplo de plenitud vital?
Dejemos en un cajón la cartera. Apaguemos los medios de distracción masiva. Hagamos un ampuloso silencio. No existe tecnología que pueda compararse en sofisticación a nuestro propio cerebro. Disfrutemos de las posibilidades de su naturaleza. Escuchemos el rumor de nuestro pensamiento. Escuchemos el rumor emocional que subyace a nuestro pensamiento. Meditemos, (con fe o sin ella); conversemos; atendamos; intentemos sentir por otra persona, en sus circunstancias; recuperemos el afecto, o mejor aún, el cariño, los cuidados que en realidad pueden ser el origen del afecto más que su consecuencia, al igual que el sexo puede ser lo que lleve al amor.
Contemplemos. Decía Henry Miller que el arte no enseña nada más que el significado de la vida. Quizá todas las obras deban ser entendidas por quien las observa como meros ejercicios de aprendizaje para una finalidad personal que se construye en su interior: aprender a ver de una forma que enaltezca lo percibido, que ponga la realidad a la altura del asombro que merece su existencia.
Quizá ya no es posible hallar ningún valor a la poesía, (en la medida en que no sea valor añadido, valor editorial). Pero rebelémonos. Intentemos escuchar cómo crece la hierba, descubramos el movimiento desapercibido de las nubes, caminemos despacio... más despacio, (no es tan fácil)... pasividad… palabra serena, apacible y sabia.
4- El apasionamiento de la actividad autónoma
A menudo una pasividad autónoma conduce a la reflexión, porque nuestro cerebro no deja de funcionar nunca. Y de la reflexión autónoma podemos extraer unos valores, aunque sean provisionales. No es buena idea desatenderlos por muchos filósofos que haya en el mundo. Cuando algo nos parece valioso, tratar de dar expresión activa a ese valor es una fuente de motivación. El problema es que, en las condiciones actuales, el trabajo remunerado rara vez coincidirá con hacer algo por lo que uno valora. De momento esto queda relegado a las posibilidades que uno tenga de liberar tiempo para la actividad autónoma.
Pasiones personales, participación cultural, autoeducación, voluntariado, activismo... ocupan a muchas personas sin que nada les obligue a ello. Esto dice algo de la naturaleza humana. La actividad volitiva y el esfuerzo pueden estar motivados exclusivamente a partir de valores, y esto incluso puede conducir al apasionamiento. No es difícil inferir que en una sociedad más liberada del trabajo remunerado, toda la población se sentiría motivada por estas actividades en alguna medida.
En ocasiones se mencionan las dedicaciones voluntarias o el intento de mejorarse como otra posible forma de exceso para nuestras sobrecargadas vidas. En el artículo citado al principio se identifica esto último como “ocio intencional”. Pero quizá esta denominación delate la banalidad con la que hoy día se considera nuestro tiempo, (que es como decir nuestra vida). ¿Ocio serio? ¿No se supone que el ocio es eso que consumimos en forma de sensaciones para desconectar del trabajo? ¿Intenciones que no consisten en ganar más?
Sin embargo en toda actividad voluntaria hay una diferencia fundamental con el trabajo: uno puede elegir el grado de implicación, el tiempo y el ritmo con el que se entrega a lo que valora. Y esto último es lo que en realidad resulta verdaderamente extraño (y subversivo): valorar algo por motivos propios, al margen de cualquier idea de rentabilidad, de estatus o de moda. Sin duda este tipo de actividad se aproxima más a la idea de artesanía, o de actividad dotada de sentido, que el desempeño laboral tal y como lo concebimos hoy en día. ¿No deberíamos considerar enfermiza precisamente la forma de trabajar que deja a un lado cualquier criterio personal, el vínculo con lo realizado, la motivación, el sentido? ¿Acaso esa entrega enajenada no dificulta precisamente la toma de conciencia y la responsabilidad?
Hagamos una reflexión ética para llenar de valores, de intenciones y de motivación nuestro tiempo. Liberemos tiempo para ello. En lugar de tanta ambición económica y tanta ruindad social, nosotros y nuestro medio ambiente saldríamos ganando con cierta conformidad material y más crecimiento personal, compasión, alegría, ambición libre en tiempo libre, madurez.
Pero aun así falta algo en este esquema, algo sin lo cual la reflexión ética resulta impotente, algo cuya carencia impide este cambio de valores y que a la vez engarzaría las piezas para hacer de ellas algo más grande que las partes.
La fertilidad de una sociedad autónoma
Intentando llegar a alguna conclusión, podemos preguntarnos por qué no apostamos decididamente por una forma de vida más autónoma. ¿De dónde viene la actual propensión a la heteronomía? Somos seres sociales y, como tales, necesitamos integrarnos en lo colectivo, ¿pero acaso es lo mismo integrarse que someterse de forma acrítica? Quizá no sea extraño que en una sociedad educada para la insignificancia y la conformidad, nuestro natural deseo de integración en la sociedad se exprese mediante la preferencia por las diversas formas más o menos sutiles de sumisión o de seguidismo. ¿Qué lección podemos aprender de esto?
La autonomía personal no podrá ser satisfactoria si no incluye una dimensión social, es decir, si nuestra ética no incluye una dimensión política, una deliberación compartida, una forma de socialización con la que las personas no deben renunciar a sí mismas. A su vez, la influencia crucial del entorno que nos educa y que nos condiciona a diario muestra que nuestra autonomía se decide en la política.
¿Cuál debe ser la finalidad de la organización social y de su modelo económico (como parte de la misma)? ¿Cómo podemos utilizar, y cómo no, los recursos naturales finitos de nuestro planeta compartido? Y si lo hacemos mediante un sistema de remuneración, ¿cuáles son las condiciones laborales más saludables y por tanto deseables para todo el mundo? ¿Cómo distribuimos el coste humano de producir lo necesario (en horas de trabajo)? ¿Cómo repartimos los beneficios de la producción? ¿Cuánto tiempo podremos liberar para cumplir con necesidades superiores?... Los valores predominantes cristalizan en la sociedad a través de la política, a través de las leyes que delimitan el entorno que nos condiciona.
Nuestro verdadero interés está en la construcción de una sociedad autónoma que nos permita revitalizar nuestro tiempo. Y Sólo la política hecha por y para las personas podrá instituir este tipo de sociedad. Lo que favorece la (bio)diversidad, el florecimiento humano, la creatividad generalizada y la maduración no es una lucha excluyente e ilimitada, hasta que sólo quede un único individuo victorioso en un desierto sin gente, sino un clima saludable y un entorno generoso nutriendo la proliferación de iniciativas autónomas de todo tipo, un valle fértil para la vida en lugar de un valle de lágrimas.