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domingo, 12 de agosto de 2018

No pienses en una guerra comercial


Suenan “trumpetas” de guerra en las secciones de economía de los principales medios de comunicación de nuestra querida piel de toro. El anuncio de la administración Trump de la imposición de aranceles a las importaciones de aluminio y acero de Estados Unidos ocasionó un buen puñado de titulares y artículos de opinión encabezados por el grueso sintagma “guerra comercial”. El erizo se hizo bola al sentir una brizna de aire. Luego sabríamos que esto era tan sólo una zanahoria para que Europa renuncie a ser crítica con los aranceles a China, pero parece que en este terreno hacen gala de una sensibilidad notablemente acusada. Nada que ver con la piel gruesa de la que se revisten ante las violaciones de los derechos humanos: torturas, espionajes o intimidaciones para evitar la libertad de expresión. Pero en esta ocasión no son los medios los únicos culpables, tecnócratas europeos como Juncker y Draghi enmarcaron la cuestión de los aranceles de la misma forma que los medios de comunicación.



Fue George Lakoff, lingüista y científico cognitivo quién nos advirtiera en su célebre libro No pienses en un elefante de la importancia de los marcos en la comunicación. Enmarcar es crear una estructura narrativa que activa estructuras mentales inconscientes que condicionan nuestro comportamiento y nuestras decisiones. No pensar en un elefante, era un mensaje para los demócratas, que debían dejar de aceptar los marcos propuestos por los republicanos. Un ejemplo, tomado del propio libro, ilustrará la cuestión:

Hay un fenómeno que probablemente hayas observado. En televisión los conservadores utilizan solamente dos palabras: alivio fiscal, mientras que los progresistas se enfrascan en una larga parrafada para plantear su punto de vista. Los conservadores pueden apelar a un marco establecido: por ejemplo, que los impuestos son una desgracia o una carga, lo cual les permite decir esa frase de dos palabras: alivio fiscal. Pero en el otro lado no hay ningún marco establecido. Se puede hablar de ello, pero supone un cierto esfuerzo porque no hay ningún marco establecido, ninguna idea fijada ya ahí a mano.

Si cuando los republicanos hablan de “alivio fiscal” apelan al marco de los impuestos como una carga ¿qué marco están tratando de activar los burócratas europeos cuando enmarcan la política comercial de administración Trump con el sintagma “guerra comercial”?

En una guerra hay al menos un agresor ¿es la imposición de aranceles al acero y al aluminio una agresión? Si los aranceles son una agresión cabría preguntarse por qué la propia Unión Europea mantiene algunos de sus mercados notablemente protegidos. Es el caso del sector agrícola, en la negociaciones de la Organización Mundial del Comercio en Cancún, en el año 2003, los países en vías de desarrollo se levantaron de la mesa cuando la Unión Europea insistió en hablar de cuestiones que no estaban en la agenda, como la retirada de barreras a la inversión (compra de activos en esos países por parte de empresas de la Unión Europea) a cambio de concesiones mínimas en la apertura de los mercados agrarios. Los hechos se contaron en su día en este artículo de The Guardian.

Dada la situación de despoblación en amplias zonas de nuestro país, no podemos estar en contra de la política proteccionista europea respecto a nuestra agricultura. Claro que dado como la agricultura y la ganadería contribuyen al deterioro medioambiental y al cambio climático sería deseable apostar por otro modelo, más intensivo en mano de obra y más respetuoso con la biosfera que nos proporciona servicios medioambientales vitales. Pero ese es otro tema. Lo cierto es que si estamos de acuerdo en que debe existir una política agraria, aun cuando los más perjudicados por ello sean aparentemente los países en vías de desarrollo, no podemos negar a los norteamericanos la posibilidad de realizar una política industrial, con el fin de proteger determinados Estados cuya población se ha visto especialmente perjudicada por la desprotección de la industria, y que mayoritariamente han votado a Trump.

Como saben todos los que participaron en las movilizaciones contra el TTIP, ahora temporalmente olvidado mientras esté Trump en la Casa Blanca, los tratados comerciales suponen una importante cortapisa a la soberanía nacional, y a la capacidad de la ciudadanía de tomar decisiones colectivas. El epítome que ejemplifica esto es el conflicto en la Unión Europea y Estados Unidos y Canadá por las importaciones de carne de ganado engordado, al menos en parte, gracias a las hormonas. Un tribunal de arbitraje de la Organización Mundial del Comercio dictaminó que la UE no podía rechazar las importaciones de esta carne por motivos sanitarios, y autorizó a EEUU y Canadá a imponer sanciones mientras la UE no aceptase esta carne. El conflicto se prolongó durante 20 años, hasta que pudo alcanzarse un acuerdo. Así pues, lo que los tecnócratas y medios europeos tratan de enmarcar como una agresión, bien puede considerarse el espacio sin restricciones externas necesario para la actuación política.

Por otro lado, la “guerra” no suele tener consecuencias agradables, y en el caso de nuestra supuesta “guerra comercial” se repiten los análisis que destacan los ingresos perdidos por esta causa, que podrían escalar de forma alarmante, de producirse una reacción simétrica en países afectados por las medidas de Trump. En un momento en el que todavía está fresca la anterior crisis económica, especialmente entre los más vulnerables, que han visto como empeoraban sus condiciones laborales, la supuesta “guerra comercial” puede percibirse como una terrible amenaza. Sin embargo, los cálculos de pérdidas económicas se realizan partiendo de supuestos tan buenos o tan malos (sí, en ocasiones los supuestos son extremadamente poco realistas) como otros que auguran resultados favorables a las acciones de Trump, y que no son citados en los medios. Economistas como Nicholas Kaldor, por ejemplo, concluyeron que las restricciones a las importaciones podían dar lugar a un incremento del comercio y de los ingresos.

Sin entrar en debates técnicos, que no son objeto de este artículo, ni posicionarnos en un lado u otro, hagamos un pequeño ejercicio mental que podría aclarar este punto. Pongamos que en lugar de importar carne hormonada, decidimos producir carne de forma respetuosa con el medioambiente (lo cual es difícil, pero no imposible). En lugar de concentrarse los beneficios en unos pocos ganaderos y empresas fabricantes de hormonas, este se distribuiría de forma mucho más amplia entre pequeños ganaderos y sus empleados. A su vez esto podría permitir a estas personas comprar, por ejemplo, un teléfono móvil fabricado en Corea y Taiwan, cuyo sistema operativo se produce en California. Nada impide, en principio, pensar que una serie de consecuencias de este tipo podrían hacer que la prohibición de carne hormonada en Europa termine aumentando y no disminuyendo la demanda de productos estadounidenses en el extranjero. Evidentemente, la misma situación podría darse ahora con los aranceles al acero y al aluminio (parece ser que finalmente no se aplicarán sobre Europa), o los anteriores a los paneles solares, lavadoras y aceitunas de mesa. O con los 60.000 millones de aranceles a productos chinos, los cuales mientras junto estas letras están todavía por concretar.

Así que no es cierto que vivamos en un mundo sin restricciones comerciales, aunque pueda ser cierto que la tendencia en las últimas décadas ha sido ir reduciendo aranceles, pero sin renunciar por completo a la política comercial (como la que está poniendo en práctica ahora la administración Trump), ni siquiera la Unión Europea. Tampoco es cierto que haya consenso en que la consecuencia de reducir los aranceles sea un incremento de la producción, y si el resultado fuese un incremento agregado en el conjunto de países, bien podría ser que alguno de ellos terminase perdiendo a costa de otros.

Sin embargo, sí es cierto que la globalización goza de un extraño prestigio humanista (como si hacer dinero fuese profundamente ético y humano). Claro que hay fundadas sospechas de que la administración Trump es nacionalista (como lo era la administración Obama, aunque de otra forma), pero también es cierto que si un servidor, siendo de Madrid, compra las legumbres en Daganzo, ello no es por sentir tirria hacia los productores de León, por los que siento un profundo respeto y una sincera simpatía.

No es una cuestión moral, sino de orden práctico, necesitamos una relocalización económica, al menos en cierto grado. La producción de alimentos es evidente que debería ser local, por el impacto medioambiental que tiene el transporte de productos de poco valor añadido y fácilmente sustituibles, así como por mantener la soberanía en un sector tan sensible, y por último por mejorar la salud de la población, cuyos genotipos han sido seleccionados en el último milenio entre los mejor adaptados a los alimentos producidos tradicionalmente en las regiones donde vivían sus ancestros. En el otro extremo, parece excesivo que en cada comarca haya una fábrica de paneles solares, coches, smartphones, etc, porque se perderían las ventajas de las economías de escala. En el punto medio, como en tantas cosas, se encuentra la virtud.

Al realizar una elección de compra necesariamente tenemos que descartar otras, pero ello no implica que odiemos a quienes venden el producto que hemos desechado. Si solo pensamos en el precio nuestra motivación es egoísta, ahorrar un poquito para poder gastarlo en algo más. Incorporar valores a nuestras decisiones implica necesariamente mirar más allá del precio, al menos no mirar sólo el precio. A nivel colectivo incorporar valores a decisiones comerciales es hacer política, y decidir de forma expresa que no vamos a incorporar valores a nuestras decisiones comerciales, que el precio es toda la información que necesitamos, es una decisión de sustancia, no es algo neutral, pero no por ello lo calificamos de agresión, no por ello hablamos de “guerra”.


Este artículo, fue originalmente publicado en El Salto

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