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lunes, 20 de junio de 2016

Relocalización económica matizada

Buscando una salida para el problema de la globalización, habíamos llegado a plantear el paso de esta a la autonomía -una noción diferente a la de soberanía, como nuevo destino deseable. Y lo habíamos definido como la necesidad de actuar en dos direcciones: relocalizando la gestión económica con el enfoque prioritario de la máxima autosuficiencia posible, y ampliando progresivamente el ámbito de una cooperación verdaderamente democrática. En esta entrada veremos como el primero de los dos sentidos propuestos podría concretarse a partir del contexto presente, y en la siguiente terminaremos la serie observando lo mismo para el otro.

Es necesario entender que los motivos no son sólo económicos y políticos. En este mismo blog hemos tratado la posibilidad de que estemos aproximándonos a un colapso ecológico, y ya veíamos que la relocalización sería una baza fundamental para afrontar este problema. ¿Cuáles serían las primeras pautas a seguir en esta dirección a partir de la situación actual?


El aspecto central de este nuevo paradigma consistiría en dar prioridad a la autonomía económica para la gestión de los bienes básicos hasta donde esto sea posible, (territorio y recursos naturales, alimentación, energía, vivienda, una industria básica, etc.) Es decir, se impediría o se limitaría el comercio internacional con estos elementos (o su uso como colateral de los derivados financieros globales), o bien se discriminaría este comercio lo suficiente como para no perjudicar las posibilidades de gestión interna de los mismos. Todo ello con la autosuficiencia, la inclusión social, la resiliencia ante futuros eventos y la preservación del capital (natural y económico) como principios inspiradores, (dejando en segundo plano la evolución del PIB o la posición en el ranking económico internacional). Empezar a medir de algún modo este objetivo y deliberar sobre su contorno necesario podría ser el primer paso para encaminarnos al mismo.

Esta autonomía básica ha sido la virtud económica más perjudicada con las sucesivas globalizaciones de la historia o con el proceso de modernización a menudo impuesto desde las clases dominantes. No sólo por la invasión acaparadora propia del colonialismo, o por la intromisión de grandes inversiones que estrangulan el desarrollo local, o por la especulación masiva induciendo burbujas de precios o alterando drásticamente el tipo de cambio, sino porque se ha regulado para que así sea, para que la autonomía personal y colectiva ceda en favor de la dependencia de los mercados globales.

Se trata de una política deliberada plagada de engaños, corrupción y elitismo, que impone la desigualdad en todo el mundo, también en los países opulentos, aunque al mismo tiempo haya establecido diferencias entre los territorios dificultando una reacción conjunta. Para salir de esta trama largamente urdida los estados necesitan desconectarse de su dependencia en la medida en que la padecen. Pero ahora sería deseable que no lo hicieran para establecer una nueva competencia soberana multipolar e igualmente crecentista sino con el nuevo objetivo aquí propuesto.

Concretando más, si queremos salir de esta mercantilización global, en buena lógica el primer propósito será el desmantelamiento de las instituciones que le dan soporte. Aunque el punto de destino suene muy alejado, enunciarlo puede servir para mantener un norte y para saber de qué estamos hablando: ir rompiendo con las estructuras económicas supranacionales no controladas directamente por la ciudadanía, (y que tienen el objetivo explícito de favorecer el crecimiento y el libre comercio al margen de lo que opinemos al respecto): BCE-euro, FMI, Banco Mundial, OCDE, OMC, OTAN, tratados de libre comercio y circulación de capitales), empezando por el veto a la organización global para la evasión fiscal (que llamamos paraísos o refugios fiscales como si fueran pequeños problemas desconectados y alejados del núcleo económico que nos gobierna).

Dentro de los propios estados sería conveniente tender hacia una mayor relocalización favoreciendo en la medida de lo posible el consumo en circuitos cortos, y realzando el papel de los municipios y de las ciudades con su entorno periurbano. Las monedas locales complementarias podrían jugar un papel importante en esta relocalización.

Resulta evidente que una de las líneas generales a seguir sería la contraria a la que ha promovido la globalización, es decir, fraccionar los mercados de modo que recuperemos la democracia. Bajo la soberanía de los mercaderes estos pueden mover libremente sus capitales sin contar con la aprobación ciudadana, y por tanto pueden chantajear a las comunidades. Pero este fraccionamiento de los mercados no tiene por qué significar ausencia de comercio internacional sino control colectivo del mismo.

Es importante no confundir la autonomía con la autarquía. Bajo otros parámetros los acuerdos de intercambio estables podrían ser beneficiosos para compensar las carencias territoriales. Y aunque se lograra una completa autosuficiencia para lo básico, no hay por qué impedir el comercio transnacional para los bienes no básicos. Sin embargo sí es necesario gravar este comercio de modo que se evite el dumping laboral, fiscal y ecológico, o en su defecto, basarlo en acuerdos democráticos internacionales que se superpongan a los acuerdos económicos y que de facto supriman este dumping, (equiparando las normativas a los estándares legales más beneficiosos para la población, no como suele hacerse, eligiendo los más favorables al comercio).

Para modular este comercio añadido habría que concretar medidas de control del mismo que pueden ir desde los clásicos aranceles hasta la Economía del Bien Común (que influiría en los precios con la regulación de unos criterios democráticamente elegidos), pasando por impuestos pigouvianos como una fiscalidad ecológica que discrimine claramente el impacto ambiental de las distintas alternativas de consumo en cuanto a su producción y a su transporte. También cabe recordar que el período de mayor estabilidad financiera (y de mayor crecimiento) coincidió con una época de restricción a la movilidad de capitales -ver gráfico- (y de alta fiscalidad).  Un primer paso en este terreno podría venir de la mano del Impuesto a las Transacciones Financieras llevándolo mucho más lejos de lo que se ha propuesto.

Fuente: http://www.slideshare.net/IakiBeristainEtxabe/reinhart-seminar-november2013

Pensando en un futuro en el que la economía estuviera tan relocalizada como fuera posible, esto tampoco tiene por qué entenderse como la búsqueda de un aislamiento local sino que, al contrario, sería interesante mutualizar riesgos a una escala mayor, y que los municipios contaran con más autonomía para establecer diversas formas de asociación intermunicipal, incluso a nivel tansnacional. Tanto la relocalización como la capacidad local para establecer vínculos en torno a intereses territoriales comunes permitirían una mayor diversidad adaptativa y reducirían la fragilidad general.

Esta es de por sí otra nueva clave de fondo: la búsqueda de una estructura de cooperación estable, (entre estados o entre municipios -política internacional y política intermunicipal-). Allá donde una cooperación estable fructifique deberá ser acogida por encima de la competitividad entre territorios. De hecho ha de entenderse como una liberación de la necesidad de ser flexibles y competitivos, (inseguros e inestables en un entorno que sólo nos favorece si ganamos en la competición continua). Y por el mismo motivo sería deseable discriminar positivamente las iniciativas económicas cooperativas y sin ánimo de lucro frente a modelos irresponsables como la sociedad anónima. De alguna forma se trataría de acompasar el marco legal al dinamismo autogestionado de la economía social y solidaria. 

Con una mutualización de riesgos (intercooperativa, intermunicipal, transnacional), superpuesta a la estructura económica cooperativa de base local se podría superar la hegemonía del mercado como modelo económico (sin necesidad de que este desaparezca).

Para llegar a una sociedad autónoma y sostenible la clave no es anular el comercio y la economía privada, intentando de nuevo una economía netamente pública, por ejemplo. La “globalización” de la URSS, hasta donde llegó, fue igualmente insostenible y antidemocrática. Lo que necesitamos es someter la gestión económica a un marco local que se sitúe por debajo de la capacidad de la población para controlar democráticamente esa gestión. Una descentralización que, por otra parte, quizá esté en sintonía con las nuevas formas de producir, (fabricación aditiva, gestión e información reticular, etc.)

En el futuro que necesitamos la distinción esencial no sería la distinción entre lo público y lo privado, ni la diferenciación entre lo de aquí y lo de fuera, sino la distinción entre lo básico y lo accesorio. Lo primero sería garantizado colectivamente y producido localmente, y lo segundo se movería en el ámbito de las posibilidades productivas y comerciales -ese idolatrado intento continuado de ampliar las aspiraciones materiales- pero ahora condicionadas a su sostenibilidad. Si aseguramos lo básico y cuidamos su garantía, podremos introducir racionalidad, (límites y sostenibilidad), en la producción de lo accesorio sin temor a que esto frene la economía, porque ninguna vida dependerá de que esta producción secundaria proporcione nuevos empleos.

Una economía predominantemente cooperativa e inclusiva, permitiría alinear los incentivos de otra manera y decidir colectivamente cuánto se produce y de qué modo, (al igual que se ha hecho tradicionalmente en la gestión de bienes comunes o en el ejemplo (excepcional) de las cuotas de pesca que han permitido la recuperación de la anchoa en el Cantábrico. No habría por qué producir tanto como fuera posible, y tampoco se vería favorecida en el precio la producción que más externaliza sus costes. De este modo los avances tecnológicos no irían necesariamente unidos a una mayor explotación ambiental. Recordemos que el nuevo objetivo no sería maximizar el comercio y el crecimiento económico sino afianzar las capacidades propias, la sostenibilidad y el buenvivir general, incluyendo la convivencia internacional.

En el contexto europeo actual, lo más difícil y controvertido de este punto es la salida del euro, una chapuza monetaria sin control democrático que al carecer de unión fiscal genera por sí misma desequilibrios (y desigualdades) crecientes. Se trata de uno más de esos acuerdos económicos ventajosos para las élites negociadoras y para los territorios con más peso. Con él se ha llevado al seno de la UE lo que explica la teoría de la dependencia. En realidad, sin una unión política y fiscal, incluso el mercado común carece de sentido pues favorece la competencia fiscal y de otras normativas. Y desde luego, es por sí mismo algo contrario a la relocalización económica que necesitamos. 

Europa es un claro ejemplo de lo expuesto: aunque hemos llegado a tal grado de economicismo que suene raro decirlo, fraccionar este mercado no tiene por qué significar la ruptura política de la UE sino que, al contrario, podría hacerse esto a la par que ponemos en marcha un proceso constituyente para redefinir políticamente la unión. Pero vayamos paso a paso, quedándonos en este artículo en la parte económica.

Explica Varoufakis que la ruptura unilateral del euro por parte de uno de los estados miembros tendría consecuencias aun más desastrosas que la permanencia en el mismo, y él apuesta por reformar la estructura de este sistema monetario para democratizarlo, además de proponer la coexistencia de sistemas de pagos paralelos (incluyendo monedas locales) que permitan contrarrestar los problemas de la moneda única. Quizá un euro reformado podría servir como forma óptima de poner en relación todas las monedas locales, al igual que un bankor, con su Cámara de Compensación Internacional, podría estabilizar el sistema de cambios. 

El problema con estas medidas keynesianas (como el new deal propuesto por Varoufakis o como el bancor), una vez más, es su orientación hacia una mayor actividad, incluyendo el comercio transfronterizo en este caso, y no sólo hacia un reequilibrio económico, por lo que sería necesario compensar este esquema con una regulación del comercio orientada hacia la máxima relocalización posible. Las nuevas políticas necesitarán reducir su impacto ambiental y adaptarse a un futuro con menor disponibilidad energética, además de resultar más controlables democráticamente.


En cuanto al euro lo ideal sería ponernos de acuerdo todos los países en una ruptura ordenada del mismo. Pero quizá la única manera de desmontarlo (o de transformarlo) pase por una coalición amplia de países partidarios que supongan un volumen económico significativo, con lo que la situación sería insostenible en caso de no hacerlo. Aunque curiosamente podríamos llegar a una convergencia hacia el desmontaje del euro por caminos distintos puesto que en países como Alemania también hay corrientes que lo desean por motivos opuestos a pesar de ser los principales beneficiarios del mismo. Al igual que no todos los divorcios son traumáticos, ¿habrá una forma razonable de salir de esta situación?

Pero una vez más, la reducción del ámbito de aplicación no implicaría por sí misma una gestión monetaria al servicio de las personas. El aspecto cualitativo sobre cómo se crea y se distribuye el dinero tiene tanta o más importancia.

La gestión monetaria actual nos deja en manos de los creadores privados del dinero, la banca, que como no puede ser de otra manera en el mercado, utilizan esta prerrogativa de acuerdo a sus intereses particulares, no de acuerdo al bien común o al interés general que se proclama en las constituciones. El resultado de esta creación privada de dinero en forma de deuda con intereses es un endeudamiento masivo, crónico, creciente e irracional (imposible de devolver) que además nos fuerza hacia un crecimiento insostenible para intentar devolver esas deudas legalmente contraídas. Pero las fórmulas matemáticas que nos encorsetan en una deuda odiosa no dejan de ser meras formulaciones legales, (como se vio claramente con la modificación sin refrendo ciudadano del artículo 135 de la constitución española), es decir son decisiones políticas. Y en el fondo, lo que está en juego es una forma de detentar el poder que socava la autonomía de las personas y de los pueblos.  


Descendiendo al terreno de la autonomía personal, esta depende de que no se produzca un desequilibrio excesivo entre el poder económico de los individuos. Como ya dijimos, toda decisión económica es también una decisión política que tiene efectos sobre el entorno social y ambiental. Y por tanto un exceso de patrimonio acaba siendo un exceso de poder político incluso si no tenemos en cuenta el cabildeo, la financiación de los partidos o la corrupción. Así, en la medida en que sigamos confiando en el mercado libre como principal guía de nuestro modelo económico, será necesario integrar en este sistema formas ampliadas de lo que se conoce como estabilizadores automáticos, (subsidio de paro y progresividad fiscal), llevando esa lógica mucho más lejos que en la actualidad con nuevas aplicaciones de la misma de las que hablaremos a continuación. ¿Por qué?

En el mercado lo que manda es la estructura de poder, algo sistemáticamente omitido por los modelos económicos, (como enseñaba, por ejemplo, el profesor Sampedro), y no es la innovación, ni la destrucción creativa, ni un ilusorio equilibrio walrasiano lo que marca las pautas principales de su dinámica. Pero además ocurre que esa estructura de poder no es estable, tiende a una concentración creciente porque los ganadores cada vez tienen más poder en el juego. Esto equivale a tener incorporado un sistema de desigualdad y exclusión creciente que acaba convirtiendo la relaciones económicas en relaciones de servidumbre y abuso de poder. El mercado libre como modelo económico pasa así a ser un modelo político, el preponderante.

La única forma de evitarlo sin deshacernos del mercado es poner límites al mismo. Al igual que es necesario establecer límites ecológicos que pongan en valor lo que el mercado no puede valorar -el bosque primario que a pesar de su valor no tiene precio salvo que se cometa la tropelía de introducirlo en una compraventa-, o límites sobre la propia escala de la economía, (la escala de lo que nos permitimos transformar), es necesario también poner límites sociales al funcionamiento del mercado si pretendemos mantener en el tiempo nuestra autonomía.

Una forma de hacerlo (que plantea, por ejemplo, la EBC) sería abolir el derecho a la riqueza; no a la propiedad privada sino a la posibilidad de enriquecerse sin límite. Cuanto más tardemos en entender la necesidad de esto más tiempo transcurrirá hasta que se consiga.

Y en la misma línea, sería necesario instaurar legalmente una autonomía económica básica para todas las personas, cada día más perdida en nombre de una libertad espuria. Formas concretas de instituir esta autonomía económica serían, por ejemplo, favorecer las iniciativas de quienes decidan asociarse para buscar su autosuficiencia al margen del mercado -¿Qué mejor bien para la sociedad que tener personas o colectivos independientes a las que no será necesario socorrer cuando los mercados fallen?-, así como establecer una inclusión básica para toda persona como derecho inalienable (en sustitución del acceso a los bienes comunes naturales que perdimos con nuestros ancestros). Esto último puede hacerse a partir de la situación actual mediante la adopción de una Renta Básica a la que se puede intentar añadir un trabajo garantizado (con el que cada persona pueda ampliar su Renta Básica) de modo que se compense la insuficiencia del mercado para ofrecer empleo a todo el mundo.

Por último, necesitamos aspirar a una mayor autonomía vital entendida como una liberación respecto al sistema productivo en la medida de lo posible para cada momento histórico. Aunque siempre sea necesario el trabajo, no es lo mismo tener como premisa la maximización de la actividad económica que proponerse limitar la misma a lo necesario con el fin de ganar tiempo para la autonomía. Necesitamos autonomía personal para recuperar la vida social, alimentar la actividad voluntaria y hacer posible la participación política.

La emancipación de los trabajadores no puede limitarse a una resignada aceptación de la servidumbre a jornada completa a cambio de un salario estable que nos permita consumir. Es necesario ampliar el foco y comprender que con esta aspiración lineal estamos alimentando una megamáquina sin futuro y desperdiciando otras posibilidades vitales. El trabajo es sólo un medio; carece de virtud por sí mismo. ¿Cuál es la misión del ser humano en la vida? ¿Trabajar para producir tanto crecimiento económico como sea posible, mucho más allá de lo necesario para subsistir? ¿Acaso hemos de tener alguna misión que no hayamos elegido por nosotros mismos suponiendo que queramos tenerla?

Aceptando un papel instrumental al servicio de la riqueza renunciamos a tomar las riendas de la sociedad y hacemos dejación de nuestra responsabilidad en el rumbo de colisión que lleva esta. La actitud defensiva y además limitada a una serie de opciones laborales no conseguirá ni siquiera mantener su posición. La nueva reivindicación laboral será parte de una reivindicación política más completa o no será. La organización de la economía podría ser más humana y sostenible si además de ser trabajadores decidiéramos adquirir una verdadera conciencia política, no una limitada a la lucha de clases dentro de un marco que no se cuestiona.

Para ello será necesaria otra forma de sindicalismo, enraizado en la sociedad más que en el centro de trabajo; un sindicalismo autonomista e inclusivo que reivindique, además de las medidas anteriores, la liberación de tiempo para la autonomía de todos los trabajadores, estén en el nivel salarial que sea. Con ello no sólo ganaríamos una mayor calidad de vida en el presente, (por el tiempo y por el sosiego ganados, aunque se dispusiera de menos bienes de lujo), sino que ganaríamos también la mera posibilidad de un futuro no distópico.

Es necesario recuperar un saludable escepticismo hacia el trabajo en el modelo económico actual, como hiciera por ejemplo el autonomismo italiano, pero ahora para reivindicar, más allá de la autogestión, también una reducción del insostenible volumen de producción global en favor del medio ambiente y de la adaptación a unos recursos energéticos en declive; y al margen del tipo de propiedad, un límite para el papel del mundo productivo en nuestra vida.

"La teoría política que emergía de estos movimientos intentaba formular nociones democráticas alternativas de poder e insistía sobre la autonomía de lo social contra el dominio del Estado y el capital. La autovaloración era el concepto principal que circulaba en el movimiento, y se refería a las formas sociales y las estructuras de valorización que eran relativamente autónomas y suponían una alternativa efectiva a los circuitos de valorización capitalista. La autovaloración era considerada la piedra sobre la cual construir una nueva forma de socialidad, una nueva sociedad.”
El laboratorio italiano, Michael Hardt

Aunque no podamos salir de este sistema productivo de la noche al día, no es lo mismo valorar las cosas de una manera o de otra, por ejemplo, en nuestras apuestas sindicales y políticas. Se trataría de apostar por un reparto del trabajo realmente necesario, ofreciendo acceso al mismo para todos, e intentar que este se dé bajo otro modelo. Por desgracia la cultura comercial nos educa en el sentido contrario, tratando de convencernos de que es bueno trabajar más, en peores condiciones, compitiendo y a cambio de menos.

Esta puede ser la base de un nuevo internacionalismo que no se limite a defender pasivamente las conquistas del pasado, ahora en peligro por el empuje activo de quienes no sienten ningún pudor al buscar la servidumbre ajena.


¿Es posible hoy día no competir, salir de la competición internacional? La competición debería limitarse al seno de los mercados interiores, una competición entre empresas, no entre estados, y ni siquiera tendría por qué ser el criterio con el que organizar la parte principal de la economía del país.

La competencia no tiene por qué ser incesante más allá de la suficiencia, y esto no es lo natural ni lo habitual en las demás especies ni en el seno de la mayoría de las culturas tradicionales. Así por ejemplo, en la naturaleza a veces podemos ver competencia y a veces cooperación, pero lo que siempre se da es la conformidad con lo suficiente. En nuestra cultura subyace una forma de entender la competencia vinculada al acaparamiento sin límites y a la búsqueda de la supremacía, más allá de lo necesario para la suficiencia. La conformidad material es una actitud fuertemente denostada y reprimida en nuestro mundo. (Esta es una clave importante que ya revelaba, por ejemplo, Karl Polanyi en La Gran Transformación).

Sin embargo, una vez superada la suficiencia es mucho más importante el valor de la convivencia que el aumento del intercambio o el enriquecimiento, y estos han de supeditarse a aquellas. ¿Cómo hacerlo? “Los mercados” no se han impuesto en todo el mundo como institución suprapolítica por ser un inevitable fenómeno de la naturaleza. (Más bien contrarían la lógica natural como hemos visto). Se han impuesto porque se cree en este sistema como regulador global, (tras una intensa, extensa y prolongada campaña de promoción social y académica de esta idea). Por tanto el futuro depende de lo que las personas creamos que debe regular la política mundial.

Además de una economía relocalizada, estacionaria y humanista, necesitamos una visión política para la convivencia que podamos proponer en todo el mundo; o mejor dicho, abrir espacios para ir consensuando esta visión. Pero eso será materia de otra entrada.



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