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miércoles, 20 de enero de 2016

Cooperación o colapso. I - El fin de la expansión

¿De qué verdad profunda es siempre la isla una metáfora?
Andrés Sánchez Robayna
 
Continuando la serie de artículos sobre la posibilidad de que se produzca un colapso en nuestra sociedad [1] [2] [3] [4], vamos a reseñar un libro de Ricardo Almenar publicado hace tres años que trata de obtener algunas claves sobre este asunto: El fin de la expansión. Del mundo-océano sin límites al mundo-isla. El subtítulo está inspirado en los descubrimientos realizados en las últimas décadas sobre la vida de los primeros habitantes de las islas del Pacífico Sur. Siguiendo la estela de Ronald Wright y de Jared Diamond, a quienes cita varias veces entre otros muchos autores, Almenar inicia su reflexión a partir de lo ocurrido a algunas poblaciones que en el pasado se vieron enfrentadas a los límites naturales de su expansión. En unos casos esto supuso un declive desastroso, y en otros lograron una adaptación meritoria, con muchos otros desenlaces intermedios. (En una entrada posterior intentaré extraer más conclusiones sobre el panorama que nos dibuja certeramente este libro).
  
  
I Expansión en las antípodas
 
Los seres humanos fueron colonizando la multitud de islas dispersas por el Pacífico Sur en varias oleadas -hace tres, uno y un mileno aproximadamente-. Una odisea que llevó consigo “una de las catástrofes biológicas más rápidas y profundas de la historia del mundo” según el biólogo Storrs Olson (1989). Con el paso del tiempo tras la llegada de los nuevos habitantes la mitad de las especies de aves de cada grupo insular fueron exterminadas, por poner un ejemplo. Cuando todas las tierras aprovechables fueron ocupadas, aquel mundo concebido como un lugar de expansión dio paso a distintos mundos  aislados. Y en esos mundos-isla, poblaciones que “compartían en esencia una misma cultura, lengua, tecnología y un mismo conjunto de plantas cultivadas y animales domesticados” (Diamond 2003), evolucionaron de formas distintas, unas hacia la sostenibilidad y otras hacia su colapso.
 
El caso paradigmático y más conocido es el de la Isla de Pascua, (Rapa Nui). Su competición entre clanes por erigir la estatua más alta supuso una intensa deforestación de la isla, para utilizar los troncos como transporte de los moáis. “Lo que en una primera etapa podría caracterizarse benevolentemente como una suerte de competición deportiva entre los distintos linajes que se iban formando en la isla -benigna en comparación a otras competiciones posibles, como las bélicas- derivó en una carrera fatal” nos dice Almenar. Y la que en otro tiempo fue una isla extraordinariamente fértil acabó rala y empobrecida en un proceso de desertificación.

“Los hombres que derribaron el último árbol pudieron ver que era el último. Pudieron saber, con absoluta certeza, que no habría más. Pero lo cortaron de todas maneras” (Ronald Wright). Para no hacerlo habrían tenido que renunciar a su imaginario colectivo y cambiar demasiadas cosas de su arraigada organización social. Y precisamente quienes estaban al mando, en la cumbre de esa sociedad, eran quienes más tenían que perder con el cambio necesario: “su prestigio dependía de que fueran capaces de erigir estatuas y monumentos mayores que los de sus rivales. Fueron presa de una espiral de competitividad hasta el punto de que cualquier jefe o rey que hubiera erigido estatuas o monumentos más pequeños para preservar los bosques habría sido objeto de burla y habría perdido el cargo” (Jared Diamond).

Antes de seguir avanzando en el texto del libro, es fácil que a cualquiera le asalten ya algunas preguntas obvias. ¿No recuerda esto a la competición comercial global de la actualidad y a sus efectos devastadores sobre el medio ambiente? ¿O a la competición económica entre naciones convertidas en unos agentes más del mercado global? No en vano los habitantes de Rapa Nui recibieron su puntilla final con la llegada de los balleneros occidentales y la captura de esclavos, aunque previamente la desertificación había llevado a luchas abiertas entre los clanes y había impuesto cambios sociales y culturales. La población quedo diezmada por su propia imprudencia, y tras la llegada de los últimos competidores externos acabó siendo el 1% de la que tuvo en su mejor momento.

Por contraste, en el otro extremo de los ejemplos posibles tenemos las pequeñas islas de Tikopia y Anuta, (entre las Salomón y Vanuatú), aisladas por cientos de kilómetros de agua, y sin apenas intercambios con el exterior. Los primeros pobladores de Tikopia, llegados hace unos 3.000 años, no utilizaron métodos diferentes a los propios del resto de la expansión polinesia, con agricultura itinerante, quema reiterada de la vegetación y sobre-explotación de especies que en algunos casos llegaron a extinguirse. Esto se compensó posteriormente con la cría de cerdos domésticos. Pero en el siglo XVII, un suceso natural que tuvo por efecto el cierre de su bahía interior redujo drásticamente su disposición de peces y moluscos. Surgieron entonces conflictos entre los clanes y uno incluso tuvo que huir.
 
Por aquella época adoptaron una decisión revolucionaria: decidieron sacrificar todos sus cerdos porque comprendieron que no era la forma más eficiente de obtener calorías teniendo en cuenta su engorde, y compensaron la pérdida de proteínas “con un aprovechamiento más sistemático y sostenible de los recursos marinos.” Además, continúa Almenar, “la agricultura practicada en la isla se completó hasta abarcar a árboles, arbustos, plantas no leñosas, rizomas en un modelo de agricultura tridimensional de varios pisos superpuestos.” También guardaban bajo tierra harina del árbol del pan para las épocas de sequía o de ciclones devastadores. Todo ello junto a diversos métodos de control demográfico que también adoptaron, logró que “hasta bien entrado el siglo XX Tikopia albergara de forma más o menos estable una población en torno a las 1.200 personas (unos 400 hab./km2). Un innegable triunfo para una sociedad que, al fin y al cabo, vivía en la edad de piedra.”
 
En el caso de Anuta, la más pequeña de las islas habitadas de forma permanente, la densidad es un 50% mayor al llegar a los 600 hab./km2 de una población completamente autosuficiente. En el primer capítulo de la serie documental de la BBC Pacífico Sur: Un océano de islas, se describe a partir del minuto 38 el contraste entre los casos de Anuta y la Isla de Pascua. Además de una agricultura intensiva y el almacenamiento de alimento similares a los de Tikopia, practican una captura muy selectiva de aves y resulta ser la población del pacífico con más técnicas de pesca, su principal fuente de alimento. “Sus canoas de balancín son un bien muy apreciado y algunas llevan casi 150 años en uso cotidiano -se dice en el documental-. La soledad de Anuta ha conformado su sociedad (...) Tienen un fuerte espíritu comunitario. Todo se comparte y todos trabajan juntos para el bien común. Es el secreto de su éxito.”
 
Lo mismo sucede en Tikopia, donde todo se comparte, a pesar de ser algo más grande y contar con distintos clanes. Los recursos son accesibles a todos siempre y cuando se respeten las normas de uso. Y los jefes hereditarios de los clanes tienen un cargo más bien simbólico: sus decisiones son discutidas por el clan. Son mundos llenos y marcadamente limitados pero esto no les ha impedido perdurar de una forma sostenible. 
 
Anuta
 
En los caminos opuestos seguidos por Rapa Nui y Tikopia-Anuta han tenido una incidencia muy directa ciertos rasgos de su organización social. En la primera de ellas se desarrollo, ciertamente, un alto grado de cooperación: tanto la construcción de moáis, como su derribo posterior, requirieron la colaboración de muchos individuos. Pero esa cooperación estaba subordinada a lo que representaba la intención principal: la competencia entre los distintos clanes para erigir (y luego para derribar) más y mayores moáis. En el extremo opuesto, cuando los anutanos pescan a mano utilizando tentáculos de pulpo o cuando apresan en la noche las aves con red, empleando distintos reclamos sonoros, compiten entre sí para ver quién es el mejor pescador o cazador. Pero esa competitividad se halla subordinada al objetivo final: la cooperación, a fin de asegurar recursos alimenticios para todos los habitantes de la isla. Lo mismo en Rapa Nui que en Tikopia-Anuta hay tanto competencia como cooperación, pero en un caso la competencia domina frente la cooperación y en el otro sucede lo inverso.
R. Almenar
 

II Otra expansión: la nuestra
 
En la segunda parte del libro Almenar nos resume el proceso de expansión global acaecido en sucesivas oleadas que tuvieron su primer embate en la Europa del siglo XV, y que ha sido especialmente intenso desde mediados del siglo XIX, cuando a la ampliación del espacio de explotación se añade esa explotación extendida en el tiempo que consiste en aprovechar la energía acumulada durante millones de años en los recursos fósiles del planeta. A partir de la caída del muro de Berlín y con el auge del neoliberalismo, esta mundialización se convierte en globalización, como señala Edgar Morin (2011), dándose una homogeneización no sólo económica sino también de aspectos como la tecnología, los hábitos de consumo, las formas de ocio y las pautas culturales.
 
La cultura que acompaña a esta expansión tiene unas características identificables que se van generalizando a la par que sus conquistas. Un rasgo esencial es el cortoplacismo individualista: se maximiza el aquí y ahora para mí, así como el pensamiento local y la acción global sin miramientos, sin otro criterio que el propio lucro, hoy día legitimado como virtud. Esto se traduce en cosas como una lucha por la competitividad sin fronteras, la preeminencia del mercado mundial sobre los mercados locales, con los mercados financieros mundializados en la cúspide sometiendo al resto de la economía y a la política, el capitalismo como sistema único, la pérdida de poder negociador de los trabajadores, una información planetizada, y una cultura uniformemente cosmopolita. Pero la globalización significa, sobre todo, una expansión totalizadora que no reconoce fronteras y que no reconoce límite alguno, ni natural ni humano.
 
En cuanto a las consecuencias sociales, visto su modus operandi, (la imposición de esta forma de entender la sociedad o ese capitalismo de guerra que ya hemos tratado en este blog), y la uniformidad cultural surgida bajo la apariencia de un innovador dinamismo, no sería inapropiado calificar a esa expansión de totalitaria (aunque Almenar no utiliza esta palabra).
 
Y en cuanto a las consecuencias para la sostenibilidad, el mayor problema es que se trata de un proceso directamente asociado al crecimiento exponencial del uso de recursos naturales, especialmente a partir de la industrialización. En el conjunto del período de expansión se ha conseguido multiplicar por 10 el Producto Mundial Bruto por habitante de una población que también ha crecido considerablemente. Pero para lograrlo la actividad económica tuvo que hacerlo por más de 100, con la consiguiente presión sobre el medio ambiente planetario.

 
III Las economías del mundo-océano y del mundo-isla
 
Tradicionalmente, cuando las comunidades humanas de todo el mundo llevaban al límite los recursos naturales locales de los que dependían se veían afectadas severamente la actividad económica y la propia subsistencia de buena parte de la población. Ante esta situación caben varias estrategias. Por un lado las que buscan solucionar el problema mediante la expansión por nuevos territorios a los que se emigra o de los que se traen recursos, o bien mediante la expansión en el tiempo que supone el uso de recursos formados en el pasado y el vertido de residuos que afectarán a las futuras generaciones. Por otro lado cabe la posibilidad de adoptar innovaciones orientadas a lograr una adaptación a los nuevos límites y un mejor aprovechamiento de los sistemas ecológicos en los que se vive, (una innovación muy diferente a la que busca aumentar la producción y el consumo). El primer caso es el de los Polinesios cuando se aventuraron a la colonización de nuevas islas, y el segundo el de de las islas de Tikopia y Anuta.
 
Estos dos tipos básicos de reacción, la expansión o la adaptación, implican una diferencia esencial en la visión del mundo y del papel de la sociedad en él: la visión del mundo-océano, colonizable y aprovechable, por un lado, y la visión del mundo-isla, limitado y a preservar, por el otro. Aquí Almenar nos recuerda el célebre artículo de Kenneth Boulding en 1966 (ya citado en el preámbulo) en el que expuso una analogía similar con las metáforas de la economía del vaquero, y la economía del astronauta. En la primera la existencia de una frontera no explotada permite incrementar tanto como sea posible el transumo, (la producción y el consumo, con los consiguientes incrementos de extracción y de vertido de residuos), e incluso permite que esta maximización sea considerada una virtud. En la segunda, al igual que el cosmonauta que sólo dispone de su nave y de los materiales que esta contiene, lo prioritario es el mantenimiento del stock de capital disponible, reduciéndose el transumo a lo necesario.
 
No obstante Almenar hace una interesante matización al artículo de Boulding cuando este afirma que la imagen de la frontera, ese terreno inexplorado y colonizable, es una de las más antiguas de la humanidad. En realidad esa expansión por nuevas tierras siempre fue la excepción y no la regla general, (aunque sí es indisociable de la historia estadounidense), y durante la mayor parte del tiempo la historia de la humanidad ha tenido mucho más de supervivencia en un entorno acotado como el del cosmonauta.
 
La economía actual, sin embargo, es claramente tributaria de esa mentalidad expansiva, fronteriza, propia de una concepción del mundo como océano casi infinito y colmado de islas apropiables, y esto se refleja en los objetivos a los que sirve la innovación: obsolescencia programada, renovación continua de todo tipo de bienes por versiones mejoradas o simplemente por moda, y prioridad para el aumento de la productividad laboral sobre la eficiencia en el uso del suelo y del resto de los recursos naturales. Como dice Herman Daly, este es “el resultado lógico de maximizar la corriente de mercancías al mercado”. La publicidad y el crédito -esa otra forma de expansión en el tiempo- ponen su parte para incentivar y posibilitar respectivamente esta corriente, entre otras causas que detalla Almenar.
 
En nuestra sociedad cualquier actuación que conduzca a la aceleración de este proceso es tenida por buena y cualquiera que la frene es repudiada. Y como apoyo a esta forma de pensar tan útil para la expansión, se nos ofrece una interpretación torticera de la naturaleza humana y de sus necesidades que la deja reducida a la ambición material y a la envidia posicional. Pero como nos dice Almenar,
 
“El Homo oeconomicus, ese ser insaciable, que maximiza sus beneficios como productor y sus utilidades como consumidor, es tan sólo una pobre caricatura del Homo sapiens: dice mucho más de quien lo inventó que de quien pretendía reflejar.“
 
Esta conducta centrada en la ambición económica, en el incremento continuado de la producción y el consumo, se promueve porque está en sintonía con la búsqueda del crecimiento económico, aspiración propia de un mundo en expansión. Actualmente se venera el crecimiento económico como la solución a todos los problemas de la sociedad, (paro, pobreza, superpoblación, degradación ambiental...). La esperanza consiste en que el aumento de la tarta permita que esta llegue a más personas. Pero han pasado ya muchas décadas desde que Keynes o Schumpeter propusieran esta solución a lo que el primero llamó el problema económico de la humanidad, y a pesar del continuado incremento de la capacidad productiva, persisten las crisis, el escandaloso aumento de la desigualdad, la pobreza y la exclusión social también en los países más industrializados.
 
Y así el mensaje de un crecimiento indefinido tiene como efecto destacado el posponer indefinidamente el debate sobre la repartición. La defensa del crecimiento económico se convierte, de esta manera, en una genuina ideología conservadora.
 
Más al fondo tenemos la asociación entre el crecimiento y el progreso, esa idea que anima la cosmovisión europea desde hace varios siglos, y que con la llegada de la modernidad se había alzado a la categoría de doctrina, en palabras de Lewis Mumford. La expansión demográfica, económica y tecnológica europea se autojustificaba así con la noción de progreso. La industrialización del siglo XIX, con las posibilidades técnicas que abría consolidó esa visión. En principio era una idea que iba más allá de la economía, la ciencia y la tecnología, abarcando aspectos políticos, institucionales, sociales y morales. Pero tras el desastre de las guerras mundiales, la confianza en el progreso se tambaleaba y el crecimiento económico emergió como la única promesa de un futuro mejor y con paz social. De algún modo, diría yo, se sustituyó el conflicto territorial por la rivalidad económica como prioridad, intensificando, sin embargo, la explotación de todo territorio disponible.
 

Frente a esta visión propia de la expansión ilimitada en un mundo-océano, en un mundo-isla lo importante no es el incremento del transumo sino el mantenimiento de “la naturaleza, extensión, calidad y complejidad del stock total de capital,” como señalaba Boulding para su economía de la nave espacial. Hablamos del capital humano, (conocimientos, habilidades,..), el capital de formación humana, (herramientas, maquinaria, instalaciones...), y el capital natural o ecológico.
 
La primera cuestión que se nos plantea desde esta perspectiva es si existe la posibilidad de sustituir unos tipos de capital por otros. Hasta cierto punto es posible una sustitución entre capital humano y capital de formación humana. De igual modo, hasta cierto punto, cabe una sustitución entre capital natural y agrosistemas. Pero capital natural y capital de formación humana son complementarios, no sustituibles entre sí. "¿Para qué sirve un aserradero sin no hay bosques?". Y ampliando un poco esta observación de Daly, Almenar señala que: capital antrópico (humano y de formación humana) y capital ecológico (agrosistemas y ecosistemas) no son en modo alguno sustituibles.
 
A esto hay que añadir que el capital antrópico no puede crecer rebasando el capital ecológico sin el cual no hay actividad económica posible. A diferencia del mundo concebido como un plano ilimitado, lleno de recursos y no habitado, en el que el factor limitante para la producción es el capital antrópico, en un mundo esférico, habitado y limitado, parecido al de una isla incomunicada, el factor limitante de la producción es el capital ecológico superviviente de la anterior expansión. Y aquí Almenar vuelve a matizar a Boulding, o más bien, a llevar más lejos sus conclusiones:
 
…la economía de ese mundo ya no tendrá como medida de su éxito simplemente “el mantenimiento del stock total de capital, incluido el estado de los cuerpos y de las mentes de los seres humanos del sistema” (Boulding, 1966), sino la conservación, regeneración y restauración, si esto último fuera posible, de un componente determinado de este stock de capital: el capital ecológico. El grado en que se consiga el citado objetivo de conservación, regeneración y restauración del ecocapital marcará el éxito económico de una sociedad.
  

  IV Las implicaciones de cambiar de mundo
 
Planteada la existencia de “dos economías diferenciadas y prácticamente opuestas,” una vinculada a la expansión y otra a la sostenibilidad, la cuestión ahora reside en saber en qué tipo de mundo vivimos actualmente. De lo contrario, los conocimientos sobre economía, que hoy día parecen prevalecer sobre todo lo demás, podrían conducirnos a un desastre, no porque los economistas no sepan hacer cálculos sino porque estos responderían a una concepción del mundo y a unos propósitos equivocados, incoherentes con la realidad.      
 
Para averiguarlo tenemos a nuestra disposición numerosos trabajos científicos de las últimas décadas, desde Los límites del crecimiento (1972) hasta el estudio sobre los límites planetarios (2009), realizado por el Centro de Resiliencia de Estocolmo, y ya citado en este blog, entre otros muchos estudios. La conclusión es que hemos rebasado ya una parte de los límites planetarios y nos aproximamos a la superación de la otra parte.
 
Límites planetarios
credit: Azote Images/Stockholm Resilience Centre

El ejemplo de la pesca sirve para mostrar las consecuencias de no querer cambiar nuestro modelo económico. Una pesquería de 500 años de antigüedad como la del bacalao en el Atlántico noroccidental, que hasta finales del siglo XIX se consideraba inagotable, 100 años después había dejado las existencias de este pez en el 10% de su promedio histórico, obligando al gobierno canadiense a declarar una moratoria. Y este es el camino de todas las pesquerías. A mediados de la primera década de este siglo el 29% de los stocks marinos estaban explotados en torno a sus máximos rendimientos sostenibles, el 39% lo estaba por encima de sus posibilidades de regeneración, y el 32% restante “evolucionaba hacia su simple y llana extinción”. Lo que antaño era un océano conquistable y apropiable hoy se nos presenta como un inventario que sólo puede ser compartido con limitaciones so pena de desaparecer.
 
Cuando estamos rebasando ya incluso lo que podría ser una fase intermedia, “un mundo en vías de insularización”, por desgracia este problema central de la humanidad no ocupa el espacio que debería tener ni en los medios de comunicación ni a nivel académico. Resulta difícil desprenderse de la percepción de grandes logros en el mundo expansivo, y esta imagen pasa a ser una rémora en el nuevo contexto. Estamos lejos de asumir de forma generalizada la necesidad de un cambio de paradigma. La economía debería enseñarse “desde un enfoque tanto biofísico como social.” Tendremos que poner la sostenibilidad, y no la expansión, como objetivo básico. Y además necesitamos hacer “los ajustes morales, políticos y psicológicos que están implicados en esa transición del plano ilimitado a la esfera cerrada” (Boulding). Necesitaremos otra cultura, con valores y actitudes opuestas a las que prevalecen ahora, y otro tipo de referentes que puedan encarnarlos. (El vaquero no sería el más indicado para la nave espacial aunque estuviera mejor adaptado a la expansión territorial que el astronauta). En definitiva necesitaremos una revolución en el imaginario colectivo. A diferencia de otras variables menos controlables, esta sí está en nuestras manos.

La dificultad de este cambio de perspectiva puede apreciarse en lo que supone para los grandes temas de nuestro tiempo, como en el caso de la desigualdad económica y la pobreza. Almenar nos remite al libro Algo va mal, deTony Judt, quien además de recordarnos los problemas sociales derivados de la desigualdad, nos dice: “tendremos que plantearnos de nuevo los eternos interrogantes, pero estar abiertos a respuestas diferentes.” Y es que en un mundo-isla cuya guía es la sostenibilidad, las “mejoras futuras derivadas de un crecimiento continuado carecen de validez. La lucha contra la pobreza y la disminución de la desigualdad económica no se pueden posponer al futuro: tienen que empezar a resolverse ya.” -y continúa Almenar un poco después- “El ejemplo histórico de Tikopia es aleccionador. La vía hacia la sostenibilidad exigió el sacrificio de los cerdos de la isla pese a lo que conllevaban de símbolo de estatus para sus habitantes más poderosos. El interés colectivo dominó finalmente frente a la ostentación individual.”
 
Llegado este punto uno no puede dejar de preguntarse cuáles son los cerdos antieconómicos de nuestro mundo actual, (y no, no estoy pensando en algunas personas). Además, el problema de la ostentación está ya muy socializado gracias al capitalismo popular). Puede que directamente la ganadería industrial sea el mejor candidato, aunque en realidad tendríamos que hacerlo extensible a la agricultura industrial, cuyo derroche intensivo no es necesario. Pero las opciones se multiplican como los coches en las fábricas. 
 
Sobre ruedas 


Para terminar este capítulo Almenar nos dice:
Ciertamente afrontamos una triple tarea: hemos de disminuir las desigualdades impulsando la redistribución, pero reduciendo y no aumentando la escala, la velocidad y los flujos de las transacciones económicas, a la vez que cicatrizamos, regeneramos y restauramos las distintas formas de capital ecológico.
 
 
V El próximo futuro 

En esta última parte, el autor nos plantea varias hipótesis de futuro (descartando una imposible expansión ilimitada), en función de como se gestione la extralimitación y cuándo se empiece a hacerlo, desde diversos grados de colapso hasta las distintas posibilidades de sostenibilidad. Como en los demás capítulos, dejo gran parte del contenido para quien quiera profundizar en el texto original, y voy a centrarme en lo que más me ha llamado la atención.

¿Qué ocurre cuando los límites, o incluso la propia noción de límite, son ignorados? Una visión lineal del progreso nos da a entender que toda mejora material es siempre una incorporación que ya no perderemos. Por contra la historia enseña que la evolución tecnológica no garantiza la continuidad de una civilización, y que este desarrollo puede ser precisamente el motivo de su colapso, tal y como señalan Diamond, Wright y Tainter, y como ya hiciera antes Marvin Harris. La gran diferencia es que por primera vez los límites que se están erosionando alcanzan una escala planetaria, con la incertidumbre que esto añade. Y el gran problema es que a menudo no se está dispuesto a sacrificar el esplendor presente aun presumiendo su fugacidad. Eso sería percibido como una involución mediocre (Jevons) y aburrida (Adam Smith), y además “a largo plazo, todos estamos muertos” (Keynes). Lo curioso es que esta posición se afirme en nombre de la civilización y el progreso, que así entendidos, a mí me suenan a una inmolación sacrificial en favor de algún tótem trascendente en torno al cual danzamos.
 

 Dejaremos a un lado las delirantes expectativas de colonizar algún otro planeta del universo, una “opción” que, aun en el supuesto de que se intentara, sería concebida para una exigua minoría de la humanidad a la que no envidiaría la suerte. Aquí Naredo viene al rescate: “resulta a la vez irresponsable y suicida esgrimir estas quimeras de colonización del universo para seguir justificando la ignorancia de los límites que comporta el entorno planetario tan singular en el que se ha de desenvolver la vida de los hombres.” Aunque 900.000 años de viaje hasta el planeta habitable más cercano experimentando, ya sin disculpa posible, la economía del astronauta dentro de  una nave espacial puede que fueran un gran correctivo, se me ocurre ahora.
 
Entrando en las formas de virar hacia la sostenibilidad, cabe preguntarse por la conveniencia de instaurar previamente una gobernanza global que la oriente. Esto presenta varios problemas además de la legitimidad y la posibilidad de que derivase en un gobierno autoritario, corporativo o difícilmente controlable, como conseguir el consenso necesario entre las múltiples partes, hacer que la sostenibilidad sea su referente y lograr que sus directrices se cumplan en todo el mundo. Añádase a esto que los (frecuentes y humanos) errores aplicados a un sólo sistema global tendrían consecuencias de un impacto también global.
 
Por contra, “la evolución, tanto biológica como cultural, ha podido persistir en la Tierra gracias al aislamiento y diversidad de sus ecosistemas y poblaciones” nos dice Almenar inspirándose en una segunda parte del artículo de Boulding que éste publicó en 1979. Considera, finalmente, que el establecimiento de muchas sostenibilidades locales “no garantiza la consecución de una sostenibilidad planetaria” pero “tiende a facilitarla” y podría amortiguar los efectos perturbadores de un posible colapso global. La ventaja añadida es que “se puede iniciar ya el camino; es un futuro posible y en alguna medida realizable aquí y ahora.”
 
Como colofón al texto, el autor nos sugiere algunas vías de acción partiendo del planteamiento que él considera más deseable, un archipiélago de sostenibilidades locales, (pero aceptando un rango abierto de criterios en cuanto a la dimensión de las mismas, desde estados pequeños hasta la propia familia o incluso la persona, y sin cerrarse a colaborar en la gobernanza global), que además protejan su diversidad interna y la participación de sus miembros en la toma de decisiones que les afectan. Y resume sus propuestas en este último cuadro de medidas o actuaciones válidas en el nuevo contexto.
 
Uno de los cuadros incluidos por Ricarco Almenar en su libro

Me quedo con la siguiente reflexión final, (ya que aquí también hemos tratado sobre las utopías). En un mundo-océano estas medidas pueden parecer “demasiado radicales, contestatarias o utópicas. Pero resultan del todo razonables, equilibradas y realistas desde la asunción de una perspectiva de mundo-isla”. 

  
Valoración final
 
Sin duda estamos ante una buena recopilación y síntesis de argumentos y autores esenciales sobre el cambio civilizatorio que estamos viviendo y que se intensificará en las próximas décadas, una introducción perfecta a la problemática de nuestro tiempo. Pero su enfoque no se limita a exponer los problemas sino que propone indagar en las soluciones, en este caso centrándose en el primer paso: el cambio de visión del mundo necesario para poder empezar a concebir con algún acierto esas soluciones; un cambio de escenario, del mundo-océano al mundo-isla, que la sociedad no acaba de asimilar. Y su importancia reside en que de esa percepción depende el futuro de todos. Su lectura invita a la reflexión, y es de suponer que siempre surgirán dudas o matizaciones personales, o inspirará nuevas ideas -en este terreno sí hay que ir más lejos-. Pero voy a dejar para otra entrada de este blog las mías.


la Tierra no es sino una isla que navega en el cosmos
Andrés Sánchez Robayna

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Charla de Ricardo Almenar:  El fin de la expansión - València 6/03/2012 


[Segunda parte de este texto: Cooperación o colapso. II Hacia la sostenibilidad]

 

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