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martes, 16 de febrero de 2016

Cooperación o colapso (II) - Hacia la sostenibilidad

El óxido nunca duerme 
Neil Young

Continúo aquí la andadura iniciada con el resumen del libro de Ricardo Almenar, El fin de la expansión. Del mundo-océano sin límites al mundo-isla. Si en la primera parte me ceñí al contenido del libro, añadiré ahora algunas reflexiones personales sobre lo que en él se trata: la necesidad de un cambio en la forma de concebir el mundo en el que vivimos para poder adaptarnos con realismo a su situación actual. Si no asimilamos ese cambio de escenario, tarde o temprano acabaremos encontrándonos con un colapso. ¿Pero a qué nos referimos cuando hablamos de colapso? Empecemos por matizar brevemente este concepto. 
 



I Colapsos 

Si nos referimos al declive de la disponibilidad de recursos energéticos y su afección más o menos brusca sobre nuestra economía, no cabe dudar de que esto tendrá lugar en un futuro próximo, y ya estamos ante las primeras consecuencias de este problema. La adaptación que necesitamos simplemente no podrá consistir en intentar sostener de otra forma la sociedad actual y su grado de producción y consumo.

Si nos referimos al colapso social o incluso poblacional que podría derivarse de esa inadecuación entre nuestro modo de vida y los límites planetarios, estamos en un terreno menos previsible. Precisamente esa es la primera conclusión que nos ofrecen las observaciones de Almenar (y de los autores que menciona) sobre lo ocurrido a poblaciones que en la antigüedad se vieron en similar tesitura: el carácter abierto del futuro. Tanto Tikopia y Anuta como Rapa Nui tuvieron que enfrentarse a un limite ecológico inexorable, pero su desenlace fue muy diferente. Los primeros casos demuestran que para sobrevivir todos en paz no hace falta el dispendio del ciudadano medio actual. El otro caso enseña que es precisamente este dispendio el que pone las cosas cada vez más difíciles.

Que el futuro sea abierto no quiere decir que pueda ser cualquier cosa pero no podemos saber cuál de las opciones posibles sucederá o qué posibilidades no hemos tenido en cuenta. Y no puede ser de otra manera. Toda mirada realista al futuro, toda previsión de posibilidades, se incorpora al presente como un dato nuevo que modifica la trayectoria que seguíamos. Si nos damos cuenta de que vamos hacia un precipicio, intentaremos desviarnos o frenar a pesar de la inercia, (monumental en el caso de una civilización). Y aunque la reacción fuera tardía y desastrosa, el mismo desastre puede adoptar muchas formas. La innovación social es un hecho histórico, y el futuro no depende sólo de lo que ya existe o ya sabemos. (La URSS no era previsible en base a la Rusia agraria que la precedió. Y Marx falló en sus previsiones por no incorporar en las mismas la reacción social a sus propias tesis o el efecto del keynesianismo, no concebido aún en su época). No sabemos qué forma concreta adoptarán las decisiones políticas en el futuro, tanto para bien como para mal. De ahí la importancia crucial de la difusión del conocimiento sobre este problema, a la que todo el mundo puede contribuir en alguna medida.

Si al hablar de colapso nos referimos al colapso de un sistema político como en este caso sería el capitalismo globalizado, aquí debemos tentarnos las ropas antes de hablar. El capitalismo no es más que una forma de organización social, es decir, no depende de los recursos que administre sino de la confianza popular en que esa forma de organización es la mejor posible o la menos mala. Puede aplicarse igualmente a un mundo lleno de recursos o a uno empobrecido. Y el hecho de que la competencia provoque el colapso no significa que vaya a perderse la confianza en la misma al igual que no ocurrió en Rapa Nui cuando las cosas empezaron a ponerse feas.
 
 
La ideología del libre mercado como sistema político incorpora además los  conceptos de destrucción y fracaso como algo natural, como algo que forma parte del mismo y se interpreta positivamente. Es la destrucción creativa. Que caiga lo que tenga que caer. Siguiendo este mismo modelo surgirán nuevos éxitos, diría un acólito, aunque fueran los éxitos de sólo los más fuertes en un desierto distópico. Según esta creencia, lo que quede será lo que tenía que quedar al igual que ahora somos lo que ha quedado del pasado.

También hay que recordar que no es exactamente el capitalismo lo que provoca la sexta extinción masiva de especies o el calentamiento global, por citar algo, sino un sistema de creencias más amplio, una mentalidad expansiva y una idea de progreso centrada en el poder económico que han concluido en el capitalismo como forma óptima de maximizar su propósito, pero que incluye el expansionismo de la URSS y de los modelos intermedios que también han compartido la misma fe en esa enajenación del ser humano y de la naturaleza. Lo que necesitamos cambiar en nuestra forma de mirar el mundo es igualmente algo más amplio que el capitalismo.

¿Conseguiremos desprendernos de la identificación con ideas obsoletas? Este aspecto cultural que no supieron modificar los rapanuí antes de la llegada de su colapso les impidió atenuarlo. Como dificultad cultural que es, está en nuestras manos eludirla, pero requiere no poner por delante idearios políticos preconcebidos o maximalistas, sean del sentido que sean. La nueva respuesta tendría que ser abierta y desprejuiciada, poniendo la sostenibilidad futura como criterio de valor prioritario, como piedra de toque con la que confrontar cualquier medida, cualquier idea nueva o cualquier ideología anterior.

Por otra parte, si esperamos que sea la llegada de un colapso la que sirva para cambiar las cosas, si nos agarramos a esa última esperanza sin intentar cambiar antes la información que llega a la mayoría de la población, es posible que el colapso energético acabe siendo el menor de los males, y que nos encontremos con un completo colapso ecológico. Al hablar de colapso ecológico, estamos ante un problema inconcebible y no asumible, demasiado amplio, porque incluye dentro todo lo demás, (la economía y la sociedad entera, por supuesto), y al no habernos enfrentado nunca a algo así a escala planetaria, las consecuencias no serían sólo tan desastrosas como en los casos del pasado sino que además serían imprevisibles. No hay ciencia que sepa predecir las retroalimentaciones de todos los flujos planetarios en toda la complejidad de sus interacciones, ni el sentido o la dimensión de los posibles cambios. ¿Estamos a tiempo de evitar este colapso? ¿En qué momento se alcanzará un punto de no retorno si no lo hemos alcanzado ya? ¿Tendríamos alguna posibilidad de evitar que la humanidad quede diezmada o incluso desaparezca en caso de llegar al mismo?

Será mejor no tentar la suerte, tomar conciencia de la tendencia más probable, desastrosa en caso de seguir como hasta ahora, entronizar el principio de precaución y tratar de cambiar todo lo que se pueda cambiar en la dirección de la sostenibilidad. Esa incertidumbre también implica que no podemos prever cómo será un futuro post-colapso, y por tanto no parece la mejor idea buscar sólo la adaptación a la situación posterior, pensando como si ya hubiera ocurrido o como si las decisiones políticas no fueran a tener ninguna influencia en la forma de colapsar. Creo que la mitigación del daño, el freno a partir de lo que tenemos ahora, sin descartar el manejo de las instituciones actuales, intentando reutilizarlas hacia otros fines, es tan urgente como el diseño de nuevas formas de organizarnos que, de otra forma, quizá no tengan ninguna opción. Cuando el barco aun está a flote o semihundido, quizá por años, cabe la posibilidad de utilizar la madera del puente para hacer más botes en lugar de limitarnos disputar los botes salvavidas disponibles. 


II Cambio cultural y horizonte vital 

Más allá de este cambio de percepción, o precisamente para lograrlo, es necesario un cambio cultural, como ya sugería Almenar. Entrando en ello, es esencial mostrar que el problema no reside exclusivamente en delimitar los umbrales que no hay que rebasar, los límites  a la expansión posible, quedándonos con la idea de que la explotación del mundo natural y humano es siempre buena y el único problema es saber hasta dónde es posible llevarla. Es necesario en primer lugar un cambio de paradigma, como nos sugería Boulding, planteando un modelo opuesto en el que la prioridad sea la conservación del stock de capital. Pero Almenar muestra un camino que va algo más allá al hablar de regeneración y restauración del capital ecológico.

Si además tenemos en cuenta cómo nos hemos educado los seres humanos actuales, es claro que necesitamos un nuevo referente de bienestar (o de bienvivir) con sus propias coordenadas de orientación. El ser humano necesita un horizonte vital con el que dar sentido a su actividad. La mera amputación de las expectativas que actualmente alberga la mayoría de los ciudadanos no parece que pueda servir para llenar el vacío cultural que eso dejará. La ambición puede ser reorientada con más probabilidades de éxito que si sólo nos planteamos anularla. No podemos librarnos sin más de lo que ha configurado nuestra mente mientras se formaba y hacernos budistas en una imitación del reino de Bután, del que por otra parte, tanto tenemos que aprender.

 

Intentar una conversión así para empezar nos plantearía un problema pedagógico: bajo la óptica predominante en la actualidad, sólo las conclusiones lógicas son admitidas como razón para un cambio. Y no es posible llegar a una conclusión lógica con la que convencer a nadie acerca de una indemostrable trascendencia que le llevara a adoptar la creencia en un mundo cíclico, predeterminado desde el más allá, en el cual la idea de progreso carecería de sentido. Y de nuestras reflexiones metafísicas y epistemológicas sólo podemos extraer una única certeza incuestionable sobre la trascendencia: nuestra gran ignorancia, una ignorancia inconmensurable que no logra demostrarla lógicamente pero que -atención- también desmiente la impresión de omnisciencia que deja el saber científico y la confianza en la omnipotencia de la tecnología (a pesar de que son precisamente los científicos quienes a menudo están dando la voz de alarma más clara).

En realidad, la confianza en que la ciencia y la tecnología resolverán nuestros problemas, sin prevenir la posibilidad contraria, minusvalorando esa gran ignorancia, es un acto de fe tan irracional como cualquier otro fetichismo, (y esperemos que, llegado el momento, no se descargue la decepción en los científicos a los que se ha encomendado tamaña responsabilidad, a la par que se supedita su trabajo a las conveniencias del mercado). Bajo el nuevo escenario (del mundo-isla) cualquier otro modo de vida que priorice la conformidad tiene más motivos para ser aceptado que esta confianza irracional en soluciones científicas aún por determinar. Muchas formas de religión (tan irrefutables como indemostrables) pueden ser una ayuda. No hay por qué verlas como un problema. En un mundo agotado en el que la expansión debe cesar ¿qué hay de malo en que algunas personas quieran conformarse o bien ser autosuficientes sin contribuir en nada al progreso material? Tanto si esta actitud se basa en una tradición como si desarrolla una innovación comunitaria, tanto si es religiosa como si no, eso sería parte de la solución.

A pesar de la ignorancia y de la incertidumbre, si tenemos claro qué es lo que está fallando, ese punto de partida negativo puede servirnos para positivar una imagen de lo que en verdad necesitamos sin recurrir a la trascendencia. Siguiendo la línea de pensamiento iniciada más arriba, no basta con decir que hay que poner un límite a la explotación sino que será más útil comprender que en realidad la verdadera riqueza es otra cosa, algo distinto de este crecimiento que, como explica Herman Daly, paradójicamente resulta antieconómico. Aunque internalizáramos todos los costes, aunque pudiéramos tener en cuenta (y no degradar) incluso todo el valor complejo y no mesurable en términos monetarios del capital natural, aunque pudiéramos definir con precisión qué es lo que no debemos tocar y hasta donde cabe hacerlo sin peligro, ¿acaso no indica este mismo peligro que la verdadera riqueza consistiría en estar lejos del mismo, al igual que los ahorros aportan seguridad? En términos ecológicos, los términos que deben prevalecer por encima del transumo económico, (extracción, producción, consumo y vertido), el verdadero lujo consiste en disfrutar de una naturaleza próspera, y la verdadera riqueza consiste en estar lo más alejados que sea posible de cualquier riesgo de colapso ecológico manteniendo a la vez la satisfacción de las necesidades humanas.

Al hablar de necesidades humanas, otra vez es necesario realizar un revelado a partir de los males humanos de nuestro tiempo. Si pensamos en seres humanos saludables, maduros y en su plenitud vital, tendremos que sustituir un pueril afán de posesión inútil (no aprovechable a partir de cierto punto) y que a menudo sólo lleva a la carrera por acrecentarse a sí mismo, (una carrera llena de ansiedad, vacío y desmoralización), por aquello que decía Boulding que era necesario en su nave espacial, y ahora en la nave espacial Tierra: “el mantenimiento del stock total de capital, incluido el estado de los cuerpos y de las mentes de los seres humanos del sistema.” Cuantas más personas vivan ajenas a la angustia económica, educadas en buenas condiciones y centradas en su madurez y en su plenitud, más fácil será la conformidad generalizada, la paz e incluso que cada persona sea capaz de aportar, por su propia motivación, soluciones a los problemas de la sociedad. Este paso del tener al ser, que ya señalara Erich Fromm, puede significar la diferencia entre el ser o el no ser de la humanidad (que hoy día ya viaja por el espacio sin necesidad de la nave espacial de Boulding, concretamente a 70.000Km/h, junto al resto del sistema solar).


https://youtu.be/0jHsq36_NTU 

Por tanto ya tenemos una doble definición de lo que en adelante necesitamos empezar a considerar como la ambición humana más valiosa. Por un lado, la ampliación del capital ecológico y de su riqueza como marco que condiciona todo lo demás. Por el otro, en cuanto a la riqueza personal (o interior, o psicológica), además de lo anterior, que ya es de por sí un bien para nuestra vida emocional, habrá que relajar la tensión materialista, tanto en la pobreza como en la carrera por el enriquecimiento, priorizando la seguridad material colectiva, y apostar por la confianza en las personas y por su autonomía, su motivación y su creatividad, tolerando y valorando la diversidad. 


III Del crecimiento competitivo a la madurez cooperativa. 

Ante este cambio de escenario (o de visión del mundo), el paso de un mundo-océano "percibido como ilimitado en extensión y recursos, vacío en población y apropiable mediante la expansión, a la pervivencia en otro mundo fuertemente limitado, demográficamente lleno, si no repleto, y que sólo puede ser ya sosteniblemente compartible," los precedentes estudiados en El fin de la expansión ya mostraban que tenían una importancia crucial los valores y el tipo de organización social, cosas que sí está en nuestra mano cambiar. Esto tuvo una incidencia directa en el resultado de la llegada a los límites ecológicos de las islas, tanto en el caso de la Isla de Pascua, por un lado, como en el de Tikopia-Anuta por otro.

Así cuando cuando la cooperación intragrupal servía para una competición entre grupos generalizada en la isla, y esta no cesaba ante la proximidad de los límites, colapsaron. En otros casos, en cambio, lograron supeditar la competencia a una cooperación en un nivel superior que abarcaba a todos. Además hicieron sacrificios importantes en sus modos de vida en favor de la sostenibilidad, (como la renuncia a los cerdos domésticos, cambios en los cultivos y la adopción de una caza y una pesca selectivas que no mermaban las poblaciones animales). Les fue mejor. Es un claro ejemplo de que no estamos condenados a responder de un único modo concreto. El modelo económico es un subsistema de la cultura, (y en una sociedad abierta la cultura debería ser menos difícil de cambiar que en una fetichista).

Si bien la competencia por el crecimiento económico ha supuesto un indudable aumento de capacidades materiales en los países industrializados, tenemos por un lado que este se ha dado a costa de una explotación insostenible del medio natural y de una explotación inmoral de grandes capas de población de todo el mundo. También es muy cuestionable que este aumento del nivel de consumo medio realmente suponga una buena forma de vivir pasada la satisfacción de las necesidades básicas, tanto por la clase de satisfacciones que aporta el consumo incesante, como por la clase de dedicación que exige de nuestra voluntad. Pero además vemos cómo los verdaderos problemas económicos cuya solución justifica la búsqueda del crecimiento, (paro, pobreza, desigualdad, exclusión social, inseguridad económica), no terminan de solucionarse nunca y más bien dependen de criterios políticos, (por lo que habría que considerarlos una forma de represión; algo que se decide que exista).

Por otro lado, la competencia por el crecimiento lleva a que cualquier mejora tecnológica sólo redunde en una mayor explotación del capital natural, rebasando entre todos la biocapacidad del planeta. Incluso aunque la mejora suponga un menor consumo de recursos por unidad producida, ese ahorro se utilizará para intentar producir más unidades (de lo que sea) y superar con ello a los rivales. En un marco de competencia global no hay ahorro de capital natural que sea posible, no cabe buscar esa verdadera riqueza que hemos definido como lo contrario del riesgo de colapso ecológico, y ni siquiera es posible definir una escala óptima para la explotación económica. 

 

...cuando los animales tenían que luchar contra la escasez de alimento debida a una de las causas ya indicadas, entonces toda la parte de la especie a quien afectaba esta calamidad salía de la prueba experimentada con una pérdida de energía y salud tan grande que ninguna evolución progresista de las especies podía basarse en semejantes períodos de lucha aguda.
El apoyo mutuo. Piotr Kropotkin

Quizá la triple tarea que nos planteaba Almenar, (reducir la desigualdad, minorando a la vez las transacciones económicas, mientras restauramos el capital ecológico), contenga una clave de la solución: que esa regeneración de los ecosistemas sea la actividad remunerada con la que se redistribuya parte de la riqueza (en sustitución de los empleos insostenibles). Pero el competitivo mercado no pagará por ello ni llevará a cabo esa redistribución, porque sólo puede valorar económicamente lo que es escaso, lo que alumbra un precio en el encuentro de los intereses privados. Así el marco común que nos regala la biosfera junto con la propia vida, y sin el cual ni esta ni la sociedad tendrán cabida, se aprovecha sin pagar precio por ello, y se degrada impunemente, como si fuera ilimitado. Este marco sólo puede ser defendido comúnmente, al margen del mercado, organizando ese necesario trabajo de restauración de acuerdo a otros parámetros económicos que superpongan el bien común a la competición global, justo lo contrario de esta globalización en la que los parlamentos compiten a la baja como proveedores de esos capitales impunes, y los estados compiten entre ellos tanto con sus mercados como con sus sectores públicos.

La modernidad ha desembocado en un extraño progreso que amenaza con devolvernos al basurero de la evolución mientras nos somete a ese proceso. Si no queremos renunciar a la idea de progreso, tendremos que recuperar para esta noción un sentido amplio del mismo que incluya la transformación social, política y moral abandonada en el pasado, con la vista puesta en nuevos horizontes; una transformación que para empezar sea capaz de situar la sostenibilidad como piedra de toque del modelo económico adaptado al nuevo escenario insular (y a-islado en el cosmos) que nos plantea el futuro.

Necesitamos empezar a descartar la expansión competitiva como una rémora del pasado que aún nos abruma con todos los males de ese atroz pasado, como las guerras por los recursos o el territorio, y que aún nos somete para la máxima explotación del mundo. Incluso aunque pudiéramos permitírnoslo, aunque no tuviéramos que recuperar el capital ecológico que necesitamos, aunque todavía viviéramos en un planeta vasto y rico en recursos, esta absurda lucha nos impide una forma de vida más satisfactoria y no carente de retos. Para velar por lo que queda del planeta y que sólo puede ser compartible será necesario, en cambio, priorizar la cooperación a todos los niveles, desde la gestión local hasta la cooperación democrática transnacional por encima de los acuerdos comerciales. Porque la alternativa a esto sólo puede ser la llegada de un colapso generalizado. 


IV La cooperación interlocal. Matizando el aislamiento 

Ante este reto Almenar nos dibuja un mapa de posibles vías de solución apostando preferentemente por el ámbito local. Sin embargo reconoce que, aunque un archipiélago de sostenibilidades locales siempre será favorable a la sostenibilidad sea cual sea el devenir histórico, este planteamiento “no garantiza la consecución de una sostenibilidad planetaria.” Está bien esta honestidad intelectual pero creo necesario continuar el trabajo de forma imaginativa a partir de este punto para intentar solucionar esta falta de garantías para la sostenibilidad, esta aceptación de la incertidumbre en el filo de la navaja con la que no tenemos por qué conformarnos.

Si bien la gobernanza global es una quimera peligrosa (como la geoingeniería) que además resultaría difícilmente controlable, también debemos tener en cuenta que las comunidades aisladas y pequeñas son vulnerables frente a quienes no apuestan por esta vía, (al igual que muchas aves que evolucionaron perdiendo sus alas en las islas del Pacífico Sur fueron presa fácil de las ratas y de los gatos que llegaron con los colonos europeos; o al igual que muchas poblaciones que vivían de forma sostenible y pacífica por todo el mundo se vieron arrolladas por las necesidades depredadoras de los obsesos del progreso material. Por poner un ejemplo, la historia reciente de Grecia puede servirnos como muestra de vulnerabilidad para el caso de un estado pequeño. Sin embargo las dificultades que implica la salida del Euro para un sólo país no serían las mismas si se plantease esta, o alguna otra reforma decisiva, de manera conjunta por parte de los países discriminados con el actual sistema monetario). Además, la desvinculación entre las comunidades siempre pondrá más fácil la recaída en una competencia como la del caso de la Isla de Pascua, donde la división en clanes cegó una posible conciencia de mundo-isla sobre la valoración del clan propio, o les fanatizó hasta no importarles tanto su final como evitar la humillación de ser la parte perdedora.

Por ello creo que la única forma de hacer frente a los poderes globales (en un primer momento) y a las comunidades agresivas (posteriormente) será establecer unos mínimos acuerdos políticos transnacionales que permitan limitar la competencia global entre las comunidades locales que prioricen la sostenibilidad. Yendo más lejos, cabría desear que esos acuerdos permitan supeditar cualquier comercio a una cooperación de ámbito mayor, como una cooperación legal en los mismos fines ambientales, laborales y fiscales de modo que se evite el dumping y la externalización de costes, y se trabaje conjuntamente en la restauración ecológica, o incluso en la resistencia común no imperialista frente a las agresiones crecentistas. Al igual que, por ejemplo, los pueblos comunales (que los romanos llamaron bárbaros) se unían en federaciones y confederaciones, (como contaba Kropotkin en El apoyo mutuo).

El ideal (utópico) de esta cooperación política descentralizada sería una federación o coordinación reticular mundial para algunos asuntos. Pero en este caso, al igual que en la apuesta por la sostenibilidad local, el trabajo podría iniciarse desde el momento presente -algo imposible para la instauración de un gobierno global- tejiendo paso a paso esa red de cooperación transnacional o interlocal como forma de ir haciendo posible el cambio. El intermunicipalismo y la ecología social de Murray Bookchin podrían ser un referente intelectual, pero la innovación social no tiene por qué limitarse a lo que ya fue escrito. Habrá que ser creativos; desarrollar las estructuras democráticas o las instituciones de las que carecemos en la actualidad; no limitarnos al campo de juego que nos ha sido dado por el pasado, y por ejemplo, extrapolar los principios del gobierno de los bienes comunes (Elinor Ostrom) a ámbitos más extensos.

"Creer que lo que existe en la actualidad necesariamente debe existir es el ácido que corroe el pensamiento visionario". Murray Bookchin

Hay que tener en cuenta que esperar al derrumbe globalizado para cambiar las cosas puede hacer más difícil la transición hacia la sostenibilidad, como ya empieza a manifestarse en el presente mediante la intensificación y el recrudecimiento de los conflictos competitivos en pos de los recursos en declive, una competencia que ahora deja de ser preferentemente comercial para resaltar otra vez sus formas más violentas e imperialistas. Hasta tal punto es así que resulta poco probable que los colapsos mencionados al inicio sean percibidos como tales. La competencia internacional anticipa la escasez relativa y la transforma en conflictos religiosos, clasistas o de mera lucha por la hegemonía. Se verá la guerra, cada guerra, como un problema aislado del proceso ecológico general que subyace en todas. Y el gran obstáculo de las comunidades autosuficientes será esta pugna internacional que impida su autonomía. La única esperanza es la posibilidad de una cooperación política transnacional para defender comúnmente la autonomía y la sostenibilidad.


Pensar globalmente (para actuar localmente de modo consecuente con los problemas de la biosfera) implica no sólo pensar en la sostenibilidad teniendo en cuenta los límites planetarios sino también pensar en términos de humanidad. De algún modo implica aceptar una doble identidad, asumiendo como una de ellas la condición de ser humano, anterior a cualquier otra condición cultural (como la pertenencia grupal cercana o el idioma) que son adquiridas al crecer. El aprecio de esta identidad primordial implicaría, además, su extensión en el tiempo como señalaba Boulding al hablar de solidaridad intergeneracional: 

El bienestar del individuo depende de la medida en que pueda identificarse con otros, y la identidad individual más satisfactoria es aquella que se identifica no sólo con una comunidad en el espacio sino también como una comunidad que se extiende a través del tiempo, desde el pasado hasta el futuro.

Pero no es posible vivir esa doble identidad si el aislamiento de la comunidad local es completo. En el mundo biológico no tiene sentido favorecer una interconexión mayor, pues en ese caso conduce a muchas extinciones por las llamadas especies invasivas que acaban por reducir la biodiversidad. Pero las personas somos ante todo seres culturales, y el aislamiento, favorece una mayor uniformidad dentro de cada grupo a largo plazo, y con ella, una menor resiliencia.

En el mundo humano es conveniente, (aunque no sea imprescindible), cierto grado de comunicación y apertura. Y la necesidad urgente de adquirir la conciencia global que nos muestre que vivimos en un mundo-isla es una buena muestra de que esa conexión, siquiera comunicativa, es ahora de vital importancia. A mi juicio, cometeríamos un error apuntándonos a cualquier forma de sociedad cerrada (en su comunicación pero luego en sus ideas) cuando lo más necesario es precisamente que la noción de sostenibilidad llegue a ser comprendida en todo el planeta.

La atmósfera no conoce fronteras, y extender un principio de no-indiferencia igualmente ajeno a los mapas políticos, (el sentirse concernido por lo que pasa a los demás que no conocemos personalmente), estaría en consonancia con esa interrelación planetaria propia de la naturaleza. Si hacemos un ejercicio de introspección no es difícil comprender que todos los seres humanos compartimos las mismas necesidades aunque utilicemos satisfactores diferentes.

documental para conocer qué nos hace humanos
La uniformidad que impone la globalización no se deriva de esta comprensión mutua sino que tiene su origen en la jerarquía, en la forma de extenderse o más bien de imponerse esta identidad global, de arriba abajo y desde medios centralizados hacia multitudes ajenas a la creación cultural, a la deliberación política y a la participación en las decisiones, especialmente en materia económica, que es la que sin duda más necesitamos relocalizar. Por contra, la doble identidad aquí propuesta favorecería la diversidad. En una comunicación sin límites, la condición humana que a la vez nos permite expresarnos individualmente y nos es común en todo el planeta entraría en relación con la comunidad local creando riqueza cultural en la fusión, al igual que las borrascas y los anticiclones cruzan los continentes vertiendo una misma lluvia sobre distintos valles o incluso transportando semillas lejanas entre islas distantes, (como también se explica en la serie documental Pacíficos Sur).

Todas las biorregiones del planeta están naturalmente vinculadas en diversos niveles de dependencia o de influencia mutua. Esto ofrece una guía o patrón con el potencial de resolver problemas asociados, como la concepción de un sistema geopolítico ideal (a partir del criterio prioritario de la sostenibilidad) que trascienda el modelo de los oligárquicos e identitarios estados-nación, ya irrelevantes ante la globalización comercial totalitaria; o como la concepción de un criterio razonable (humanista y sostenible) con el que abordar el problema de la inmigración, indisolublemente unido a nuestra responsabilidad sobre los problemas lejanos pero ínsitos de una misma isla-mundo.

Una conciencia común a toda la isla-mundo en la que vivimos, una identidad común, requiere ser tejida también mediante experiencias prácticas que la revelen, requiere poder ser tocada de alguna manera, al igual que tocamos a los familiares y a los amigos a los que visitamos tejiendo lazos o por necesidad, algo muy distinto de hacer turismo. Es una aspiración plausible que la organización política territorial se amolde a un mapa-sistema de ecorregiones terrestres relativamente autónomas pero vinculadas.
 
 
Y aquí surge una pregunta interesante: ¿cuánta población podría albergar de forma sostenible la biosfera y cada una de sus biorregiones si llevaramos a la práctica un enfoque agroecológico y organizacional equiparable al de Anuta adaptado a cada lugar, respetando además las zonas selváticas que han “sobrevivido a la expansión anterior”? Esto no quiere decir que fuera ideal maximizar ese potencial pero centrarnos en esta cuestión pondría en el horizonte las nociones de autonomía y de sostenibilidad de cada biorregión sin eludir la necesidad de una solidaridad interregional que actuara como una mutualización de riesgos para la cual se ahorrasen y se compartiesen excedentes. Entenderíamos la autonomía local, cada una de ellas, como un problema común de todas las regiones del planeta en lugar de ver un problema precisamente en su bienestar, en la posibilidad de que relegue al nuestro en el ranking global. Esa autonomía (que teóricamente ya se propone con la falacia de enseñar a pescar) se ve sistemáticamente torpedeada o anulada por el planteamiento competitivo de la globalización, que prioriza el comercio global sobre la riqueza natural local. En lugar de favorecer el endeudamiento para maximizar la producción global, sería mejor pensar en tener reservas comunes, a las que se contribuiría desde cada biorregión, para compensar los años difíciles de cada una de ellas, (al igual que los anutanos entierran parte de sus excedentes para prevenir sequías o ciclones).

Hay poblaciones que necesitan un desarrollo sostenible como el que propone la FAO para su autonomía alimentaria, y hay otras que lo que necesitan es liberarse del yugo productivista-consumista, (liberar tiempo en favor de la autonomía de las personas), entre otras cosas precisamente para dejar espacio al crecimiento hasta la autosuficiencia de los más desfavorecidos, pero también para lograr una mayor resiliencia en los sectores básicos, como la alimentación, en lugar de confiarla al comercio internacional. El reparto del trabajo, el empelo público en restauración ecológica y la creación de una Renta Básica (de modo que se apueste por una suficiencia liberadora favorable a todos) son medidas que podrían aplicarse aprovechando las instituciones actuales y redirigiéndolas hacia la liberación social y la sostenibilidad. Es necesario declarar una moratoria global sobre la expansión competitiva so pena de incurrir en el mismo absurdo que en una guerra nuclear llevaría a la destrucción generalizada. 


V Diversidad, asertividad y motivación. 

Volviendo al segundo propósito que habíamos establecido para una nueva ambición humana, la riqueza personal, (o interior, o espiritual, o psicológica), creo que merece la pena traer de nuevo esta cita de Claude Lévi-Strauss que ya utilizara en otra entrada en referencia a los valores, las creencias, las culturas y las diferentes formas de vida:
  
Lo que debe ser salvado es el hecho de la diversidad, no el contenido histórico que cada época le dio, y que ninguna conseguiría prolongar más allá de sí misma. Hay pues que escuchar crecer el trigo, que estimular las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones de vivir juntos que la historia conserva; hay también que estar dispuestos a enfrentarnos sin sorpresa, sin repugnancia y sin desmayo a lo que todas estas nuevas formas sociales de expresión por fuerza ofrecerán de inusitado. La tolerancia no es  una posición contemplativa, que dispense indulgencias a lo que fue o lo que es. Es una actitud dinámica que consiste en prever, en comprender y en promover lo que quiere ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, alrededor de nosotros y delante de nosotros. La única exigencia que podamos hacer valer a su respecto (creadora, para el individuo, de los deberes correspondientes) es que se realice en formas cada una de las cuales sea una contribución a la mayor generosidad de las otras.

Frente a la uniformización del mundo que ha impuesto la globalización comercial, estaría bien universalizar -aunque suene paradójico- un principio común: la tolerancia e incluso el apoyo a la diversidad y a todas las formas de vida compatibles con la sostenibilidad. Y al decir todas las formas de vida no me refiero sólo a los modos de vida posibles en el ser humano sino también, en un sentido literal, respeto y apoyo hacia la misma biodiversidad que ahora concebimos como un recurso a explotar o en todo caso, a no valorar adecuadamente, (casi como un mero adorno o algo con lo que recrearnos en los documentales o en los paseos dominicales). Una tolerancia y un apoyo mucho más presentes en las conductas de los propios seres vivos que la lucha por la depredación, que siempre cesa allí donde llega la suficiencia, la saciedad material, dejando el resto para que la naturaleza sea rica, próspera y nos permita seguir alimentando la vida en el futuro con el reparto de sus excedentes.


El árbol devuelve sus frutos
a la tierra que lo sostiene
 ¿Podría ser esta tolerancia generosa (en todos los sentidos) con la libertad creativa ajena el nuevo paradigma cultural a compartir? Un mundo menos materialista y represivo que, por contra, fuera más relacional y asertivo requeriría esta autonomía tolerada, tanto en las diversas formas de vivir como en la disposición de un procomún cultural de libre acceso y modificación. Para que un nuevo proyecto civilizatorio pueda ganarse la voluntad de los seres humanos habrá que proponer horizontes no sólo salvíficos sino interesantes, incluso utopías que ofrezcan algo inexplorado, o nuevos valores que apreciar y que defender. Estos horizontes y valores, y los frutos esperables de ellos quizá puedan comprenderse mejor que la mera búsqueda de resiliencia, precisamente porque al ser más ambiciosos, cubren un mayor rango del espectro psicológico.

El ser humano es algo más que supervivencia y a menudo puede ocurrir que prefiera sacrificar su supervivencia futura en favor de un modo de vida en el que pueda creer. Al igual que los rapanuí ponían el éxito de su competencia por encima de todo lo demás; al igual que tantos cumplieron más allá del deber con la idea de patria, de religión o de ideología que adoraban; puede ocurrir que muchas personas no estén dispuestas a abandonar el esplendor o incluso prefieran quemar las naves en medio del mismo antes que intentar un cambio sin una motivación superior. Ricardo Almenar cita el caso del historiador Felipe Fernández-Armesto, que en el año 2000 escribía: “Del mismo modo que yo preferiría vivir intensamente y morir pronto, que consumirme en una satisfacción inerte, también preferiría pertenecer a una civilización que cambie el mundo, corriendo el riesgo de la propia inmolación, antes que a una modesta sociedad sostenible

De modo que ante la emergencia planetaria en la que nos encontramos, también será necesario buscar apelaciones emocionales en consonancia con el reconocimiento de las limitaciones explicativas y movilizadoras de la lógica, y en reconocimiento de las otras formas de inteligencia, o de una inteligencia ampliada.

A veces la expresión artística puede ayudar a comprender las cosas mejor que la más cuidadosa de las explicaciones. Neil Young, uno de los músicos que mejor ha abanderado la preocupación ambiental, paradójicamente también supo captar en su juventud este espíritu para-suicida del momento histórico que hemos vivido, ese “no querer deliberadamente sacrificar el esplendor del presente a la posibilidad, a la probabilidad, incluso a la certeza de un colapso futuro” (Almenar). Inspirado por el sueño sin futuro que también cantaran los Sex Pistols, puso música a aquello de es mejor quemarse que apagarse lentamente, como si confiara en la particular forma de expresión religiosa que nos brindaran Led Zeppelin y su memorable escalera al cielo: cuando todos somos uno y uno es todo. Afortunadamente Neil, eternamente joven, no siguió su lema al pie de la letra, (como sí hizo ese otro gran captor del espíritu -oscuro- de los tiempos, Kurt Cobain), y una y otra vez nos ha dejado algunos excelentes discos en su madurez.

Aunque también podemos interpretar ese mejor quemarse que propone Young de otra manera, en realidad más ajustada a su espíritu: a veces un conservadurismo vital obsesionado con la seguridad económica y los estereotipos nos impide vivir sin miedo y arriesgar por lo que valoramos más allá de esto. Y mientras somos llevados por la carretera, Nuestras sombras más altas que nuestra alma, ... (Led Zeppelin). Entonces algo debe cambiar porque la corrosión no cesa. No se trata ni de inmolarse como fanáticos dogmáticos o como espléndidas figuras de fuegos artificiales, pero tampoco de apagarse como productores-consumidores rutinizados al servicio de un esplendor enajenado, un brillo sólo material. Se trata, en cambio, de algo más sencillo pero no menos arduo: liberarse de todas esas alienaciones para intentar ser conscientes y para atreverse a expresar el resultado; se trata de vivir despierto, vivir motivado, no sólo vivir.

Sid Vicious, a la vez fascinante y pavoroso cuando canta su propio burn out, resulta haber sido un reflejo de esa modernidad que adoraba el historiador Fernández-Armesto, (predispuesto al verdadero fin de la Historia con tal de no renunciar a una inmodesta alteración continua del mundo). Pero un reflejo no es exactamente una rebelión aunque pueda verse como una denuncia. ¿Y a qué se parecería entonces una actitud inconformista pero sostenible? Quizá nos ofrezca una pista el imprevisible, voluntarioso y bienhumorado Frank Zappa, tan alejado de la mediocridad comercial como del fulgor autodestructivo. Su activa irreverencia dio lugar a una creación extraordinaria e inabarcable que le permitía disfrutar haciendo a la vez una gran aportación a la humanidad. ¿Por qué no organizar el mundo de modo que haya menos quemados y en cambio predomine esta clase de voluntad, asertiva, motivada y sostenible? Quizá los tiempos presentes requieran cierta radicalidad vital, distinta a la que nos ha llevado a buscar el esplendor material socavando todos los límites, ahora para poder cambiar el rumbo de la humanidad con la misma decisión y entre todos.

Neil Young
 


Fuente: http://tinyurl.com/gp6jm4p
                                  ¡Aropa!

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