La tesis que el economista norteamericano John
Kenneth Galbraith definió acerca de lo que denominó “el
equilibrio social” quizás sea el aspecto más destacado de un
libro memorable, La Sociedad Opulenta (The Affluent
Society) originalmente publicado en 1958 y uno de los primeros
libros que trata a fondo los problemas que se derivan de hacer del
crecimiento económico, el incremento del producto, el objetivo
principal de la sociedad. Dicho equilibro social implica que se de
una preminencia equiparable a los bienes producidos por el sector
privado y a los bienes públicos. Galbraith entiende que en la época
en la que comenzó a formarse el pensamiento económico, la época
del economista David Ricardo (1772-1823), la primacía de los bienes
privados era indiscutible, la gente carecía de alimento, vivienda,
abrigo, incrementar la producción de estos bienes era una prioridad
absoluta. Sin embargo, una vez disponemos de la producción necesaria
para solucionar esos problemas, y ello no quiere decir que se
solventen por completo, una vez nos encontramos en una “sociedad
opulenta”, la necesidad de bienes de producción privada decae,
aunque en nuestra sociedad es mantenida de forma artificial, y
aumenta la necesidad de bienes públicos. La obsesión por el
crecimiento nos condena a un suministro escaso de los últimos.
Galbraith lo expresó de forma magistral en un párrafo profusamente
citado y discutido.
La familia que hace una excursión en su coche color malva y cereza, con aire acondicionado, conducción asistida y servofreno, pasa a través de ciudades deficientemente pavimentadas, afeadas por los desperdicios, los edificios desconchados y los anuncios junto a postes de conducciones eléctricas que deberían ser subterráneas desde hace ya tiempo. Contemplan un paisaje rural que es casi invisible por obra y gracia del arte comercial. Meriendan con unos alimentos exquisitamente empaquetados que sacan de una nevera portátil, a orillas de un arroyo contaminado, y pasan la noche en un parque que es una amenaza para la salud pública y la moral. Y antes de adormecerse, acostados en un colchón neumático, cobijados en una tienda de nailon y rodeados por el hedor de la basura semicorrupta, pueden reflexionar vagamente sobre la curiosa desigualdad de las mercedes que se les han otorgado. Realmente, ¿es esto el genio americano?
¿Por qué se da ese proceso? Galbraith lo justifica
mostrando con unos ejemplos muy elocuentes cómo el crecimiento de
ciertos bienes y servicios públicos debe seguir de forma paralela al
de los bienes privados.
El problema del equilibrio social tiene el don de la ubicuidad y, frecuentemente, el de la inoportunidad. Como ya se observó, un aumento en el consumo de automóviles exige las correspondientes facilidades en calles, carreteras, señalización y espacio de estacionamiento. También habrá que disponer de los servicios protectores de la policía urbana y de carretera, así como de los hospitales. Aunque en este caso es completamente evidente la necesidad de que exista un equilibrio, nuestro empleo de vehículos privados ha excedido algunas veces del suministro de los servicios públicos consiguientes. El resultado obtenido ha sido un extraordinario congestionamiento de las carreteras, una matanza anual de proporciones increíbles y la colitis crónica de las ciudades. Lo mismo que ocurre en la superficie terrestre sucede en el aire.
Por supuesto, también reconoce que los ingresos del
gobierno crecen a medida que el PIB aumenta, el equilibrio estriba en
que se suministren los bienes públicos necesarios para acompasar el
incremento de los bienes privados y permitir su disfrute. Esta
relación puede muy bien ser no lineal, y de hecho no lo es, una
playa virgen con un chiringuito, o un área de recreo en el campo, no
necesitará de mucho mantenimiento, pero si se van construyendo
hoteles en la zona la necesidad de servicios públicos crecerá
incluso en mayor medida que la de los privados.
Otro ejemplo que cita Galbraith en el libro, y que
cabe resaltar, por su actualidad, es la creciente marea de bienes
para el entretenimiento de los jóvenes, frente a la escualidez de
servicios públicos educativos y de entretenimiento.
En una comunidad bien regida y administrada, con un sistema escolar adecuado, buenas oportunidades de esparcimiento y una buena fuerza de policia -en suma, una comunidad cuyos servicios públicos se hayan mantenido al mismo rimo de la producción privada-, las fuerzas de diversión que operan sobre la juventud moderna no pueden causar grandes daños. La televisión y los violentos hábitos de Hollywood tienen que enfrentarse con la disciplina intelectual del colegio. Las atracciones sociales, atléticas, teatrales, etc., del colegio ejercen también su influencia sobre la atención del niño. Estas, conjuntamente con las demás oportunidades de entretenimiento de la comunidad, reducen al mínimo las tendencias delictivas. Las experiencias de la violencia y la inmoralidad están contenidas por un sistema eficaz de cumplimiento de la ley antes de que se conviertan en una epidemia.Las cosas son muy distintas en una comunidad que no ha sido capaz de mantener los servicios públicos al mismo ritmo del consumo privado. En este caso, en una atmósfera de opulencia privada y de escualidez pública, los bienes privados tienen el campo libre. Los colegios no compiten contra la televisión y las películas. Los ídolos de la juventud son los dudosos héroes de estas últimas y no la maestra de escuela. La violencia reemplaza a los pasatiempos y deportes más sedentarios, para los que no hay instalaciones o provisiones de fondos adecuados. Las revistas de aventuras, el alcohol y los estupefacientes y las navajas automáticas forman parte, como se ha dicho, de la creciente corriente de bienes, y nadie impone su disfrute. Existe una amplia provisión de riqueza privada de la que se puede disponer sin que haya mucho que temer de la policía. Una comunidad austera se ve libre de toda tentación. Puede practicar esta misma austeridad en sus servicios públicos. No ocurre lo mismo en una comunidad rica.
¿Tendrá esto que ver con el crecimiento
desmesurado de la policía y las prisiones en las últimas décadas?
Quizás es más sencillo proveer prisiones que los servicios
necesarios para prevenir la delincuencia y lograr la inclusión de
los jóvenes en la sociedad.
En EEUU, España y en todo el mundo ha crecido mucho el número de presidiarios desde los años 70 |
Las razones que alude Galbraith pueden empujarnos a
esta cicatería en la provisión de los servicios públicos son dos,
en primer lugar el efecto de la publicidad y la emulación: se nos
incita a adquirir ropa deportiva de última moda y con los últimos
adelantos en cuanto a comodidad y prestaciones, pero nadie nos incita
de la misma forma a pedir un parque para correr, o un sendero para
caminar por el campo. La segunda razón, y quizás la más
importante, es la forma en la que tienen que ser pagados estos
servicios, a través de los impuestos. Esto espolea la discusión
sobre quién debe pagarlos, los que más tienen no suelen estar
dispuestos a colaborar de forma generosa, e incluso, desde la
trinchera académica, se argumenta que los impuestos crean
distorsiones que reducen la producción ¿y qué importa, si la
producción no es el problema?
Por último, me gustaría resaltar otro ejemplo de
desequilibrio social de los que cita Galbraith.
La ciudad de Los Ángeles constituye, recientemente, un ejemplo clásico de los problemas que presenta el equilibrio social. El aire se ha hecho allí casi irrespirable durante gran parte del año, debido a las magníficas y eficientes fábricas y refinerías de petróleo, a una fastuosa cantidad de automóviles y a un inmenso consumo de productos atractivamente empaquetados que, unido a la ausencia de un servicio municipal de recolección de basura, ha obligado al empleo de incineradores domésticos.
El aire limpio es un bien público, y la forma de
salvaguardarlo es con más servicios públicos o bien limitando el
número de bienes privados. Sorprende la actualidad de esta
reflexión, hecha sesenta años atrás. Hoy en día los problemas con
la calidad del aire son globales, en países desarrollados y
emergentes. La lógica de lo que vio Galbraith sesenta años atrás
se impone de forma implacable. Acertó, frente a una academia ciega y
opaca acertó, y es encomiable esta libertad de pensamiento.
La economía suele generar conflictos de intereses,
el aire limpio, una playa o una montaña virgen, proporcionan
servicios que no son apropiables, no se pueden convertir fácilmente
en dinero. Recientemente
ha sido noticia el caso de Tajamar, en México, un manglar, que
entre otras cosas sirve de refugio a la biodiversidad y es vital por
la cantidad de carbono que secuestra, necesario para no acelerar el
cambio climático. El manglar pretende hormigonarse, para ofertar
servicios turísticos con valor de cambio, monetario, destruyendo los
servicios medioambientales no comercializables.
En España hemos visto casos similares con hoteles
en playas o pistas de esquí en la montaña. Era previsible que al
cruzar una sociedad el umbral de la opulencia comiencen a aparecer
personas que valoran estos servicios no monetarios, frente a unos
bienes que dada su abundancia comienzan a ser superfluos. Aquellos
que tienen alimento y una casa sin goteras, pueden preferir un paseo
por un entorno natural inalterado antes que unos bonitos mocasines.
El problema surge cuando nuestra casa sí tiene goteras, o tenemos
que recurrir a la caridad para conseguir alimentos, algo que en esta
sociedad se considera humillante. En esas condiciones ¿quién puede
negarse ante los que reclaman puestos de trabajo?
Seremos los más perjudicados por el proceso de
apropiación los que reclamaremos que se lleve a cabo, al menos
mientras no creemos alternativas
que salvaguarden la dignidad de las personas. Y ese proceso será
llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias, hasta que se tale el
último árbol, como
en la isla de Pascua, porque forma parte de la lógica del
sistema, es parte de él y no se puede entender sin él.
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