En la segunda década del siglo
XXI, mientras no paro de leer en Facebook artículos sobre visionarios como Elon
Musk, y sobre nuevas maravillas tecnológicas que nos conducirán (por fin) al
jardín del edén del que fuimos expulsados, delante de nuestras narices esa
narrativa de progreso se resquebraja, aunque parece que la mayoría se niega a
aceptarlo. Por tercer año consecutivo el número de hambrientos ha aumentado en
el mundo.
Las tendencias de las últimas
décadas son preocupantes, ya a partir del año 2008 se observa que el ritmo de
disminución de las personas subalimentadas se hace más lento, hasta que en el
año 2015 este número comenzó a subir, primero muy tímidamente, para repuntar
con fuerza en los años 2016 (19,8 millones) y 2017 (se estima que serán 16,6
millones).
Más preocupante todavía resulta
que este fenómeno se encuentra relacionado (según el informe de la FAO El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2018)
con la pérdida de servicios medioambientales que nos prestan los ecosistemas
del planeta, en concreto con el cambio climático. Los desastres extremos
relacionados con el clima están aumentando.
De ellos, la sequía es la más
destructiva para la producción agrícola.
Pero hay que tener mucho cuidado
con el calor extremo, porque las olas de calor están provocando que se pierda
fuerza de trabajo, siendo especialmente preocupante la reducción en países
densamente poblados y vulnerables como la India.
La consecuencia más visible para
los países industrializados, que de momento no se ven afectados por la hambruna
(aunque evidentemente el porcentaje de ingresos destinado a la alimentación
comenzará a subir de forma exponencial en breve) es ver como los refugiados
climáticos se agolpan en sus fronteras.
Son ya 158 millones de personas
las desplazadas por catástrofes climáticas hasta 2014, es decir, sin incluir
los años malos de hambruna, 2015-2017, que coinciden con el fenómeno El Niño
más virulento de la historia, con records de temperatura batidos por todo el
globo. Esos refugiados climáticos son un riesgo, porque dado su ingente número,
en continuo ascenso, no parece materialmente viable acogerlos en regiones
climáticamente más seguras. Sin embargo, mantenerlos en la frontera supone
negar los principios democráticos por los que se rigen esas sociedades
industrializadas, dado que todos sabemos que son personas inocentes e
indefensas ante unas circunstancias adversas que no han creado ellos. Es
urgente ir poniendo en práctica medidas que permitan mitigar de la forma más
eficiente este grave problema que, de
permanecer impasibles, se va a ir agolpando en nuestras fronteras.
La situación comienza a ser
extremadamente preocupante y el futuro se adivina desolador, porque como
relatábamos en nuestro artículo La muerte del océano, pese a que la
gran mayoría de la población cree que en único problema medioambiental
importante es el cambio climático, en realidad estamos realizando una serie de
afecciones sobre el planeta que nos están llevando a cruzar umbrales de
seguridad, según el ampliamente aceptado por la comunidad científica modelo de los
Límites planetarios
Es evidente que vamos a seguir
perdiendo servicios medioambientales, no sólo la regulación del clima, ya que
la tendencia a dañar y destruir ecosistemas continúa imparable, es más, se
puede decir que está acelerándose, mientras el sistema, y la población, es
incapaz de plantear alternativas viables que vayan más allá de pequeños cambios
tecnológicos, de escaso impacto (como argumentamos aquí,
aquí,
aquí
y aquí)
como el coche eléctrico.
Resulta dramático que el número
de personas que pasan hambre crezca mientras al mismo lo tiempo lo hace la
obesidad.
Llevada en volandas por unos
hábitos alimenticios creados
por la industria de la alimentación, y que son tan nocivos para nosotros
como individuos, como para el planeta. Parece que es hora de pensar fuera del marco convencional establecido, se agota el tiempo.
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