Ediciones El Salmón ha publicado recientemente un pequeño
libro de Henry David Thoreau, escritor y personaje peculiar que se definía como
inspector de lluvias y tormentas, haciendo gala de su ironía crítica con las
ideas dominantes, las convenciones sociales y las formas de vida consideradas
respetables por todo buen ciudadano que se precie.
Últimamente estamos asistiendo a la reedición de muchos de
sus textos, en un interés hacia su figura y pensamiento que, según los editores
arriba mencionados no va unido al cultivo de la rebeldía y la desobediencia que
una lectura atenta de su obra debería inspirar.
El Paraíso-que merece- ser recobrado es una reseña , escrita
a petición de su amigo Emerson, del libro de un ingeniero alemán John Adolphus
Etzler, El Paraíso al alcance de todos los Hombres, sin Trabajo, mediante la
Energía de la Naturaleza y la Máquina.
En la obra, el ingeniero nos presenta un cuadro idílico de
una sociedad que gracias a múltiples avances tecnológicos, aprovechando entre
otras cosas las energías de la naturaleza, como la solar, la eólica y demás,
logra la abundancia, la felicidad y el bienestar de sus habitantes, viviendo la
humanidad en maravillosas ciudades repletas de jardines, árboles frutales,
bellos aromas, diversiones y placeres refinados sin fin, con una arquitectura y
materiales dignos de cuento de hadas.
Llevado al extremo ,el libro de este alemán refleja el
espíritu de una época que se mantuvo mucho tiempo y que aún no ha desaparecido
del todo: el de las utopías tecnológicas, la fe en el Progreso infinito, en que
las máquinas nos liberarían del trabajo, del esfuerzo, logrando alcanzar una
vida placentera, de dicha y ocio.
Thoreau va criticando, con su humor ácido, su ironía, a
veces, todo hay que decirlo, difícil de entender, las propuestas de aquella
tecnoutopía, de esos reformadores que querían someter a la naturaleza,
abrumarla, ponerla a sus pies, pensando en que así lograrían la dicha humana:
mientras un reformador friega los cielos, otro barre la tierra, dice de ellos.
Descreído de ese concepto de progreso, de ese ideal de
sociedad que exige tiempo, hombres y dinero, y que con participaciones en
acciones irían creando por el ancho mundo comunidades que crearían esas
megamáquinas y esa forma de vida tan luminosa, como defiende el alemán.
Henry David Thoreau intuye el fracaso de esas ideas. Incluso
no deja de acercarse a la adivinación cuando nos habla en una parte de su breve
texto, de forma humorística, del
futuro en que los hombres abandonarán la tierra para colonizar otros planetas.
Propuestas que curiosamente algunos científicos han lanzado, forma de reconocimiento implícito del fracaso de nuestra civilización.
Hoy vivimos de lleno la caída de esas concepciones
tecnoutópicas: ni trabajamos menos horas, ni somos más libres y felices,
habiendo desaparecido el paro y reinado el ocio. Todo lo contrario.
En Thoreau encontramos, más que a un mero ecologista, un
defensor de la individualidad y su conciencia, de la libertad y el trabajo
individual y libre, en contacto con la Naturaleza Salvaje.
Un resistente individual a los inicios de ese nuevo mundo
sombría de máquinas e industrialización que empezaba a tomar forma en su época.
Y, también, como expresa al final de la obra, un partidario de la reforma
interior, y de la fuerza del amor. Mejor dicho, como dice, de la Energía del
Amor, esa energía de la que tan poco uso hacemos.
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