El último libro
publicado por David Graeber “The Utopia of Rules” se compone de
una introducción y tres ensayos en los que se aborda el complicado
tema de la burocracia desde distintos enfoques: el primero la
violencia, el segundo la tecnología y el tercero la racionalidad y
el valor. En este post, me voy a limitar al planteamiento de un tema
que estuvo en boga después de la Segunda Guerra Mundial hasta los
años 70 pero que ahora está relegado a pesar de su importancia.
Hoy en día, estamos
acostumbrados a lidiar con el aparato burocrático y a emplear largas
horas en cumplimentar los requisitos que cualquier acción conlleva.
Lo que denominamos “papeleo”, que consume una parte muy
sustancial de nuestro tiempo aunque sea por vía electrónica. Un
consumo de un tiempo que, frecuentemente, consideramos como perdido.
Es algo que damos por sentado sin prestarle mayor reflexión, a pesar
de lo impotentes o estúpidos que nos sentimos en ocasiones
enfrentados al papeleo, por ejemplo, la omisión de un trámite o la
falta de un determinado papel, los ejemplos son innumerables.
La relación de la
izquierda ideológica con la burocracia ha sido siempre difícil; tal
vez, porque la derecha se ha apropiado de la lucha contra la
burocracia como elemento controlador, a quien se acusa, de interferir
en los maravillosos mecanismos del “libre mercado” echando arena
a su precisa maquinaria para impedir que despliegue toda su magia.
Por otra parte, la burocracia vista como una máquina uniformizadora
del estado, destinada a reprimir cualquier expresión que se salga
fuera de los cauces establecidos, ha quedado arrinconada porque el
ataque de la derecha obliga a la defensa de la misma como un
estandarte del menguante estado del bienestar.
La burocracia plantea
para los defensores del libre mercado un problema, pues el mercado
disciplina el interés propio para obtener un resultado óptimo. Por
esa causa, nunca encajó en el relato liberal desde sus inicios ya
que era visto como un vestigio del pasado. Sin embargo, la ruptura
con el antiguo régimen no pareció afectar a la burocracia porque,
incluso en los países capitalistas más avanzados durante el siglo
XIX, como Inglaterra o Alemania, su importancia aumentaba en lugar de
disminuir. Pero, si la burocracia estatal no está sometida a la
disciplina del mercado hay que tomar dos medidas, reducirla a la
mínima expresión mediante la llamada desregulación acompañada de
privatizaciones y, por otra parte, introducir, en la medida de lo
posible, esa disciplina en forma de criterios de mercado dentro de la
administración para hacerla más “eficiente”. La
socialdemocracia ha cedido en ese campo como forma de defender el
estado del bienestar. El resultado para Graeber ha sido catastrófico
sin paliativos, lo peor de cada casa, los peores elementos de la
burocracia mezclados con los peores elementos del capitalismo. Un
engendro, que ha precipitado a la socialdemocracia a una situación
de postración sin ninguna capacidad de reacción, en ese vano
intento de ceder para salvar algo de la quema.
Para Graeber, la Derecha
tiene una crítica, deficiente, de la burocracia. La Izquierda, por
el contrario, no tiene nada, excepto acogerse a la crítica de la
derecha de una forma descafeinada.
Desde el punto de vista
de Mises, la burocracia era un defecto del sistema democrático, ya
que un sistema de gobierno nunca puede organizar la información con
la eficiencia impersonal del sistema de mercado mediante el mecanismo
de los precios. La extensión de la democracia a los “perdedores”
del juego de la economía, llevaría a reclamar la intervención del
gobierno para solucionar los problemas sociales a través de medios
administrativos. Y, aunque las llamadas a la intervención fueran
bienintencionadas, eso no impediría que afectaran a los mercados de
forma negativa. El final del proceso sería la destrucción de la
misma democracia, pues, el proceso de intervención se
retroalimentaría positivamente de manera que los estados del
bienestar llevarían de forma inevitable al fascismo.
La cuestión es, que las
premisas de Mises son falsas. Parte de la idea del mercado
autoregulado y espontaneo que nace de los deseos de intercambio y que
da como resultado una situación eficiente de asignación.
No obstante, el mercado
es históricamente un efecto colateral de la acción del gobierno,
especialmente de las operaciones militares, o una creación
gubernamental deliberada a través de políticas destinadas a su
implantación. Citando a Polanyi en su obra “La Gran Transformación”
(1944):
La
frase de Frank H. Knight «ningún móvil específicamente humano es
económico», se aplica no solamente a la vida social en general,
sino también a la vida económica. La tendencia al trueque, sobre la
cual Adam Smith fundamentaba su confianza para describir al hombre
primitivo, no es una tendencia común a todos los seres humanos en
sus actividades económicas, sino una inclinación muy poco
frecuente. No solamente el testimonio de la etnología moderna
desmiente estas elucubraciones racionalistas, sino también la
historia del comercio y de los mercados, que es muy diferente de las
teorías propuestas por los sociólogos conciliadores del siglo XIX.
La historia económica muestra que los mercados nacionales no
surgieron en absoluto porque se emancipase la esfera económica
progresiva y espontáneamente del control gubernamental, sino que,
más bien al contrario, el mercado fue la consecuencia de una
intervención consciente y muchas veces violenta del Estado, que
impuso la organización del mercado en la sociedad para fines no
económicos. Y, cuando se examina este proceso más de cerca, se
comprueba que el mercado autorregulador del siglo XIX difiere
radicalmente de los mercados precedentes, incluso de su predecesor
más inmediato, en lo que se refiere al egoísmo económico como
factor fundamental de su regulación. La debilidad congénita de la
sociedad del siglo XIX no radica en que ésta fuese industrial, sino
en que era una sociedad de mercado. La civilización industrial
continuará existiendo cuando la experiencia utópica de un mercado
autorregulador ya no sea más que un recuerdo.
Uno de los efectos
observados de las políticas encaminadas a la creación de mercados
es el aumento de la burocracia, lo que entra en abierta contradicción
con el concepto de gobierno mínimo reclamado desde esas posiciones.
Algunos, achacan tal situación a movimientos contrarios, incluso
conspiratorios, contra el laissez faire. Nada más lejos de la
realidad, la cuestión es que mantener un sistema de mercado donde
exista libertad de contratación requiere un ejército de burócratas,
desde notarios, pasando por registradores hasta la policía, que
permita su funcionamiento. El ejército de funcionarios de una
sociedad de mercado “autoregulado” es muy superior a la que
necesita una monarquía absoluta por poner un ejemplo. Es lo que
Graeber denomina la Ley de Hierro del Liberalismo que enuncia de la
siguiente forma:
“Cualquier
reforma del mercado, cualquier iniciativa del gobierno destinada a
reducir los trámites y promover las fuerzas de mercado tendrá como
efecto final el aumento del número total de regulaciones, el
incremento del papeleo y del número total de burócratas que el
gobierno emplea”.
Aunque algunos, como
Mises, reconocían con la boca pequeña la necesidad de regulación
de los mercados, es decir, la imposibilidad de la autoregulación,
los políticos de derechas vieron en el ataque a la burocracia y a
los burócratas un filón que aún está lejos de agotarse. La imagen
de funcionarios holgazanes viviendo a expensas de esforzados
ciudadanos que pagan sus impuestos son continuamente repetidos por
parte de la Derecha y, en gran medida, la postura se ha ido
extendiendo hacia otras partes del espectro político. La respuesta a
la burocracia es, desde esa postura, el mercado y que, en
consecuencia, el gobierno debería ser gestionado como un negocio
para evitar los males de la intervención perturbadora que la
burocracia representa. Si dejamos que las cosas sigan su curso normal
el mercado proveerá la solución. Como dice Graeber:
“Democracia”
de esta forma viene a significar el mercado; “burocracia”, a su
vez, la interferencia del gobierno en el mercado; y esto es bastante
aproximadamente lo que esta palabra continua significando a día de
hoy.
Pero,
históricamente, la burocracia no siempre fue considerada de la misma
forma. Con el nacimiento de las grandes corporaciones, las técnicas
burocráticas eran vistas como imprescindibles para dirigir de forma
eficiente esos grandes conglomerados industriales. En EEUU se asumía
a principios del siglo XX que el gobierno y los grandes negocios se
administraban de la misma forma.
En
contraste con la retórica británica del libre comercio sobre la
base del patrón oro, tanto estadounidenses como alemanes no eran
partidarios de ese principio tan sagrado para los liberales. Ambos
creían que el mundo debía ser regido por instituciones
burocráticas. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la completa
hegemonía de EEUU, eso se plasmó en una pléyade de instituciones
internacionales de todos conocidas, Naciones Unidas, Fondo Monetario
Internacional, Banco Mundial, el GATT (posteriormente la WTO), etc.
Se trata de dominar mediante la administración de cosas y personas.
En
EEUU, fue durante el
New Deal cuando
las estructuras burocráticas alcanzaron
a la sociedad en su conjunto,
pero no eran exclusivamente funcionarios, sino que se trataba de una
amalgama de burócratas tanto del sector público como del privado.
Las grandes corporaciones norteamericanas estuvieron muy implicadas
en el proyecto de Roosevelt. Sin embargo, el paroxismo burocrático
llego con la guerra, la burocracia militar penetró
profundamente el sistema y nunca lo abandonó,
pues EEUU se convirtió en el gendarme del mundo. Una de las
características tradicionales de la burocracia estadounidense es que
las lineas entre lo público y lo privado han sido siempre difusas.
Uno de los efectos más conocidos son las puertas giratorias
(revolving doors). ¿Quién no conoce la advertencia de Eisenhower
en su despedida de la presidencia sobre el complejo
militar-industrial?. Hoy en
día, esa amenaza se ha visto empequeñecida ante la endogamia que se
da en el sector financiero.
Merece
la pena enfatizar que, la
mayoría de las regulaciones
de las que se quejan las grandes corporaciones financieras, han
sido redactadas en gran parte por gente que ha pertenecido a ellas y
con la colaboración directa de las mismas a través del cabildeo. En
realidad, eso es extensible a cualquier actividad regulatoria del
gobierno que parece interferir en el iniciativa privada, pero que si
nos damos cuenta, está redactada e influenciada por esas empresas
para garantizarles un adecuado retorno de las inversiones. Es decir,
se trata de eliminar riesgos a través de la acción del gobierno,
algo bastante conocido por
estos lares pero que forma parte del ADN del sistema. Esa connivencia
o falta de separación entre lo privado y lo público, ahora lo
denominan capitalismo de amiguetes (crony capitalism), expresión muy
en boga en estos días, aunque no sea más que una perífrasis.
Lo
anterior no impide, sino
todo lo contrario, una la
crítica feroz de la burocracia desde
la Derecha, pero no es más
que una acción de distracción. Detrás
del discurso de la desregulación que acompañan a la critica, que
parece sugerir la reducción de la interferencia pública en los
mecanismos autónomos del mercado, se opone la realidad de una
burocracia creciente donde lo público y lo privado se desdibuja. Sin
embargo, deja a aquellos que se quieren oponer en el terreno teórico
en una posición poco atractiva. Oponerse a la desregulación se
traduce en querer incentivar el entrometimiento de lo público en lo
privado y el deseo de cada vez más regulaciones.
Era lo esperable, todos
estos debates están viciados por premisas falsas. Por ejemplo, tal
como expone Graeber, no hay un sector bancario desregulado ni puede
existir ya que tienen el poder de crear dinero mediante la creación
de depósitos en la concesión de préstamos. Ese dinero se considera
dinero de curso legal a todos los efectos y es indistinguible del
dinero creado por el estado, monedas y billetes. Además, necesita
del respaldo del estado para su funcionamiento ya sea explicito,
mediante esquemas de garantía de depósitos o implícito, por la
necesidad de intervenir ante el peligro que un problema de liquidez
y/o insolvencia puedan plantear el sistema de pagos (too big to
fail).
La llamada desregulación,
se trata de un cambio de regulación para favorecer determinados
intereses. Por eso, los procesos de “desregulación” acaban
siendo procesos de concentración, algo sumamente revelador. El truco
consiste en llamar desregulación a lo que es una nueva regulación
para favorecer los intereses de los más poderosos y, a desdibujar
las fronteras entre lo público y privado de forma que lo primero
acabe dominando lo segundo, pero siempre guarde la apariencia de ser
cosas separadas. Por ejemplo, las críticas a los bancos centrales
por su entrometimiento y manipulación del mercado son útiles como
cortinas de humo para esconder una realidad de la que no se quiere
hablar.
David Graeber lo denomina
la era de la total burocratización que va ligada a la
financiarización del capitalismo que toma como punto de partida,
aunque sea simbólico, el final de la convertibilidad del dólar en
1971. Se caracteriza por un cambio de alianzas de la burocracia
privada o grupos dirigentes de las empresas desde sus trabajadores
hacia los inversores. Es decir, el foco no se pone en lo que se
produce y en los intereses comunes de todos los implicados en el
proceso, sino en lo que se llamará la maximización del valor del
accionista (Jack Welch). Está es una estrategia cortoplacista, pues
los inversores salen y entran con total facilidad de la propiedad
mientras que los otros actores más comprometidos, como trabajadores
o proveedores son orillados. El resultado es un desastre, como
comprobó la empresa de Welch, la General Motors, que después de
años de maximización del valor de los accionistas cayo en
bancarrota, las inversiones o los colchones de seguridad para las
malas épocas se los habían gastado en comprar sus propias acciones
para contentar a los inversores. El rescate a cargo de los
contribuyentes estadounidenses es ya historia.
El cambio de alianzas,
especialmente en los países anglosajones, acabó con el llamado
corporativismo, en el que, como ocurre todavía en las empresas
japonesas, un trabajador entra de por vida, exactamente como un
funcionario. El corporativismo había conseguido crear una alianza
entre clases, cabe advertir que ésta es también la esencia
filosófica del fascismo, de forma que esos obreros bien remunerados
apoyaban a la clase dominante. La nueva filosofía era un remedo del
agente representativo, todo el mundo es trabajador, consumidor,
inversor (capitalista) a partes iguales, algunos lo denominaron
capitalismo popular. El éxito del empeño se produjo en palabras de
Graeber:
“Ninguna
revolución política puede triunfar sin aliados, y arrastrar
consigo un cierta proporción de la clase media—y, lo que es
incluso más importante, convencer a la gran masa de la clase media
que tenían algún tipo de interés en el capitalismo financiero—era
crítico. Esencialmente, los miembros más liberales de la élite
profesional-gerencial se convirtieron en la base social de que viene
a considerarse como el “ala izquierda” de los partidos políticos,
mientras que las organizaciones propias de la clase trabajadora como
los sindicatos fueron condenados al olvido”.
Se trata de una
transformación radical, pues las técnicas burocráticas,
esencialmente desarrolladas en entornos financieros y corporativos se
extienden al resto de la sociedad. Todos podemos pensar en ejemplos
de está penetración radical que desarrolla un nuevo lenguaje para
expresar una serie de conceptos, esencialmente vacíos, pero que por
su repetición parecen tener contenido propio: visión, calidad,
interesados (stakeholders), liderazgo, excelencia, innovación,
objetivos estratégicos, mejores prácticas y, así, sucesivamente.
Graeber nos dice que el
actual régimen financiero que domina en EEUU es fruto de la fusión
de intereses públicos y privados. Los beneficios de las grandes
corporaciones tiene esencialmente origen financiero o lo que es lo
mismo, se sustentan en la deuda de otros. Esas deudas, como las
relacionadas con la enseñanza para la adquisición de las
acreditaciones y certificados requeridos han sido cuidadosamente
diseñadas para lograr ese efecto. Es importante resaltar que todo el sistema de acreditaciones es extremadamente burocrático y
reglado, nada que ver con el aparente discurso liberal.
Como dice Graeber:
“...
este sistema de extracción viene disfrazado en un lenguaje de reglas
y regulaciones, en su actual modo de funcionamiento, nada tiene que
ver con el imperio de la ley. Al contrario, el sistema legal se ha
convertido en el medio para un sistema de extracción arbitrario que
va en aumento”.
Mientras,
los clientes de un banco soportan elevadas comisiones o
penalizaciones, en proporción por cualquier incumplimiento, las
entidades financieras cuando son investigadas y se encuentran que han
cometido fraude o engaño, rara vez son encausadas, todo se soluciona
con una multa cuyo importe es normalmente muy inferior al daño
causado. Todos entendemos y, me temo, aceptamos, que en la sociedad
hay gente que juega con reglas diferentes, que existe un doble rasero
de medir en función del estatus.
La burocracia es vista
básicamente como una meritocracia, en donde un criterio impersonal
sirve para escoger a aquellos que la forman. Sin embargo, la realidad
difiere bastante de esa visión ideal. El nepotismo, por ejemplo,
plaga las instituciones. Parece ser que los mejores tienen tendencia
a tener relaciones familiares con los miembros de las instituciones.
Graeber dice que la promoción interna poco tiene que ver con el
mérito, sino con la aceptación de que la promoción está basada en
el mérito, incluso aunque sepamos que no es cierto. El ejercicio del
poder personal y arbitrario es habitual en organizaciones
burocráticas, algo que en realidad nunca debería suceder.
El funcionamiento de la
burocracia está fuertemente asentado en la idea de la complicidad,
algo que se ha extendido sobremanera en las últimas décadas. En
otras palabras, aunque sepamos que no se trata igual a las personas
ante la ley, aceptamos que el trato es de todas formas justo o, al
menos, aceptable. Consideramos que ciertas personas deben recibir un
trato que otros no merecen. La sociedad se ve como una estructura
meritocrática, si alguien llega más alto lo es en función del
mérito. En definitiva, no se trata de un sistema de extracción
donde los favores y las relaciones predominan, es importante mantener
la impostura.
Graeber dice que existen
tres lecciones que cualquier crítica de la burocracia desde la
izquierda debe tener en cuenta.
1ª Nunca subestimes
el importancia de la pura violencia física.
“Siempre
que alguien comienza a hablar de “libre mercado”, es buena idea
mirar alrededor para ver donde está el hombre con el arma. Nunca
está lejos”.
La violencia organizada,
burocratizada, es un rasgo esencial de nuestra sociedad. Graeber
establece un corolario a su Ley de hierro del liberalismo.
“La
historia revela que las políticas que favorecen el “libre mercado”
siempre han significado aún más gente en las oficinas para
administrar las cosas, pero también muestra que también se traduce
en un aumento del abanico y densidad de las relaciones sociales que
en último término se regulan por la amenaza de la violencia”.
O
dicho de otra forma:
“La
burocratización de la vida diaria significa la imposición de reglas
impersonales y regulaciones; las reglas impersonales y las
regulaciones, a su vez, solo pueden operar si están respaldadas por
el uso de la fuerza”.
Una
fuerza que cada día está más presente en nuestra vida, algo que
hace unos años nos hubiera resultado totalmente absurdo y que ahora
mediante todo tipo de razonamientos y subterfugios estamos dispuestos
a aceptar.
2º
No sobrestimes la importancia de la tecnología como factor de
causalidad.
El
cambio tecnológico no es una variable independiente, depende
enteramente de factores sociales no al revés, como a menudo se
piensa. El actual proceso de burocratización es previo a la
irrupción masiva de las tecnologías de la información. Todo lo
relacionado por ejemplo, con las actividades financieras altamente
dependientes de la informática tiene un aire de infalibilidad. Las
necesidades de crear un determinado sistema significa que se han
volcado recursos crecientes en su investigación y desarrollo,
dejando de lado otras prioridades. Un cajero automático
prácticamente nunca se equivoca en las operaciones de efectivo, todo
un hito si lo comparamos con otros aspectos que podríamos considerar
más prioritarios.
3º
Recuerda siempre que en último término todo se refiere al valor.
Dice
Graeber:
“Si
damos suficiente poder social a una clase de gente aunque tenga las
ideas más extravagantes imaginables, finalmente se las ingeniaran,
consciente o inconscientemente, para conseguir una organización del
mundo de tal manera que viviendo en ella, en miles de sutiles formas,
reforzará la impresión que esas ideas son una verdad
auto-evidente”.
La
definición encaja como un guante en el imperialismo económico y su
intento de promover la idea de que el capital tiene valor y merece
una retribución. En realidad el valor proviene de aquello que se
consume que es producido por inmensas organizaciones burocráticas.
Estas
organizaciones son racionales en el sentido de técnicamente
eficientes pero eso en realidad poco significa:
“....,
hablar acerca de la eficiencia racional se convierte en una manera de
evitar hablar acerca de lo que es realmente la eficiencia; esto es,
de los objetivos irracionales que en última instancia se asumen como
los fines últimos de la conducta humana. Aquí es otro lugar donde
los mercados y la burocracia hablan fundamentalmente el mismo
lenguaje. Ambos proclaman estar actuando en gran medida en nombre de
la libertad individual y, la auto-realización personal a través del
consumo”.
Como
el consumo es la última ratio de valor, los trabajadores deben
abandonar cualquier control sobre las condiciones de trabajo siempre
que eso garantice más y mejores productos, además de más baratos.
Una vez conseguido el dinero, puedes gastarlo como desees, en eso
consiste la libertad como a menudo nos recuerdan los anuncios. Esa
división entre la manera de obtener y de gastar resultaría absurda
para cualquier civilización excepto la nuestra.
El
mundo está dividido en dos esferas, una donde rige únicamente la
competencia técnica, el dominio de los burócratas o tecnócratas y,
la otra la de los valores que proporciona el mercado. Ambas esferas
intentan interferir la una en la otra.
“En
el panorama general, carece de importancia si se busca reorganizar el
mundo entorno a la eficiencia burocrática o la racionalidad del
mercado: todos los supuestos fundamentales permanecen inamovibles.
Esto ayuda a explicar por qué es tan fácil moverse de una a otra,
como aquellos ex-funcionarios de la Unión Soviética quienes
alegremente cambiaron de chaqueta, pasando de apoyar un control
absoluto del estado sobre la economía, a la total mercantilización—y
en el proceso, fiel a la ley de hierro, consiguieron aumentar el
número de burócratas empleados en su país dramáticamente”.
Sin
embargo, para cualquiera que se enfrente con la burocracia y su
papeleo lo último que se le viene a la mente es la palabra
racionalidad. Desde arriba, las cosas se ven diferentes ya que la
forma que tienen de evaluar el mundo es la fuente de la que emana el
verdadero valor de las cosas. Los burócratas se dedican
esencialmente a evaluar cosas y condiciones, quienes las cumplen y
quienes no. Como dice Graeber, en los países ricos hay ejércitos de
burócratas cuya principal misión es que la gente pobre, a la que
evalúan para ver si cumplen los requisitos para recibir ciertos
beneficios, se sienta culpable de su situación.
La
financiarización de la economía es la apoteosis del proceso:
“El
proceso de financiarización ha significado que un proporción
creciente de los beneficios empresariales provienen de la extracción
de rentas de una forma u otra. Ya que esto, en último término, es
poco más que extorsión legalizada acompañada por un incremento en
la acumulación de reglas y regulaciones, siempre más sofisticadas
y, la omnipresente amenaza del uso de la fuerza para aplicarlas”.
La
burocracia se ha convertido en algo omnipresente en nuestras vidas y,
no obstante, carecemos de un discurso para afrontar los problemas que
le son inherentes y como convertirla en un instrumento para una
sociedad más libre y democrática. La complejidad social conlleva
estos problemas pero estoy convencido de que existen mejores estados
del mundo alcanzables que el presente y la burocracia necesariamente
ha de jugar un papel decisivo.